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La Justicia en la Ciudad: Platón - Prof. 1650, Apuntes de Genética

Platón discute sobre la naturaleza de la justicia en la ciudad y en el hombre. El texto aborda cómo la justicia se manifiesta en la ciudad y cómo se relaciona con la virtud, la razón y la educación. El autor argumenta que la justicia es la capacidad de cada elemento o persona en una ciudad o en el alma humana hacer lo que es propio de ella, manteniendo la armonía y la unidad.

Tipo: Apuntes

2016/2017

Subido el 19/09/2017

aribelles1999
aribelles1999 🇪🇸

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¡Descarga La Justicia en la Ciudad: Platón - Prof. 1650 y más Apuntes en PDF de Genética solo en Docsity! REPÚBLICA de PLATÓ - Llibre II: 368c - 376c - Llibre IV: 427c - 445e - Llibre VII: 514a - 520a, 532b - 535a REPÚBLICA de Plató Llibre II 368c - 376c X. Y yo, que siempre había admirado, desde luego, las dotes naturales de Glaucón y Adimanto, en aquella ocasión sentí sumo deleite al escuchar sun palabras y exclamé: -No carecía de razón, ¡oh, herederos de ese hombre!, el amante de Glaucón, cuando, con ocasión de la gloria que alcanzasteis en la batalla de Mégara, os dedicó la elegía que comenzaba: ¡Oh, divino linaje que sois de Aristón el excelso! Esto, amigos míos, me parece muy bien dicho. Pues verdaderamente debéis de tener algo divino en vosotros si, no estando persuadidos de que la injusticia sea preferible a la justicia, sois empero capaces de defender de tal modo esa tesis. Yo estoy seguro de que en realidad no opináis así, aunque tengo que deducirlo de vuestro modo de ser en general, pues vuestras palabras me harían desconfiar de vosotros y cuanto más creo en vosotros, tanto más grande es mi perplejidad ante lo que debo responder. En efecto, no puedo acudir en defensa de la justicia, pues me considero incapaz de tal cosa, y la prueba es que no me habéis admitido lo que dije a Trasímaco creyendo demostrar con ello la superioridad de la justicia sobre la injusticia; pero, por otra parte, no puedo renunciar a defenderla, porque temo que sea incluso una impiedad el callarse cuando en presencia de uno se ataca a la justicia y no de- fenderla mientras queden alientos y voz para hacerlo. Vale más, pues, ayudarle de la mejor manera que pueda. Entonces Glaucón y los otros me rogaron que en modo alguno dejara de defenderla ni me desentendiera de la cuestión, sino al contrario, que continuase investigando en qué consistían una y otra y cuál era la verdad acerca de sus respectivas ventajas. Yo les respondí lo que a mí me parecía: -La investigación que emprendemos no es de poca monta; antes bien, requiere, a mi entender, una persona de visión penetrante. Pero como nosotros carecemos de ella, me parece -dije- que lo mejor es seguir en esta indagación el método de aquel que, no gozando de muy buena vista, recibe orden de leer desde lejos unas letras pequeñas y se da cuenta entonces de que en algún otro lugar están reproducidas las mismas letras en tamaño mayor y sobre fondo mayor también. Este hombre consideraría una feliz circunstancia, creo yo, la que le permitía leer primero estas últimas y comprobar luego si las más pequeñas eran realmente las mismas. -Desde luego -dijo Adimanto-. Pero ¿qué semejanza adviertes, Sócrates, entre ese ejemplo y la investigación acerca de lo justo? -Yo lo lo diré -respondí-. ¿No afirmamos que existe una justicia propia del hombre particular, pero otra también, según creo yo, propia de una ciudad entera? -Ciertamente -dijo. -¿Y no es la ciudad mayor que el hombre? -Mayor -dijo. -Entonces es posible que haya más justicia en el objeto mayor y que resulte más fácil llegarla a conocer en él. De modo que, si os parece, examinemos ante todo la naturaleza de la justicia en las ciudades y después pasaremos a estudiarla también en los distintos individuos intentando descubrir en los rasgos del menor objeto la similitud con el mayor. -Me parece bien dicho -afirmó él. -Entonces -seguí-, si contempláramos en espíritu cómo nace una ciudad, ¿podríamos observar también cómo se desarrollan con ella la justicia a injusticia? -Tal vez -dijo. -¿Y no es de esperar que después de esto nos sea más fácil ver claro en lo que investigamos? -Mucho más fácil. -¿Os parece, pues, que intentemos continuar? Porque creo que no va a ser labor de poca monta. Pensadlo, pues. -Ya está pensado -dijo Adimanto-. No dejes, pues, de hacerlo. XI. -Pues bien -comencé yo-, la ciudad nace, en mi opinión, por darse la circunstancia de que ninguno de nosotros se basta a sí mismo, sino que necesita de muchas cosas. ¿O crees otra la razón por la cual se fundan las ciudades? -Ninguna otra -contestó. -Así, pues, cada uno va tomando consigo a tal hombre para satisfacer esta necesidad y a tal otro para aquella; de este modo, al necesitar todos de muchas cosas, vamos reuniendo en una sola vivienda a multitud de personas en calidad de asociados y auxiliares y a esta cohabitación le damos el nombre de ciudad. ¿No es ast? -Así. -Y cuando uno da a otro algo o lo toma de él, ¿lo hace por considerar que ello redunda en su beneficio? -Desde luego. -¡Ea, pues! -continué-. Edifiquemos con palabras una ciudad desde sus cimientos. La construirán, por lo visto, nuestras necesidades. -¿Cómo no? -Pues bien, la primera y mayor de ellas es la provisión de alimentos para mantener existencia y vida. -Naturalmente. -La segunda, la habitación; y la tercera, el vestido y cosas similares. -Así es. 368a b c d e 369a c b d pensables; por ejemplo, cazadores de todas clases y una plétora de imitadores, aplicados unos a la reproducción de colores y formas y cultivadores otros de la música, esto es, poetas y sus auxiliares, tales como rapsodos, actores, danzantes y empresarios. También habrá fabricantes de artículos de toda índole, particularmente de aquellos que se relacionan con el tocado femenino. Precisaremos también de más servidores. ¿O no crees que harán falta preceptores, nodrizas, ayas, camareras, peluqueros, cocineros y maestros de cocina? Y también necesitaremos porquerizos. Éstos no los teníamos en la primera ciudad, porque en ella no hacían ninguna falta, pero en ésta también serán necesarios. Y asimismo requeriremos grandes cantidades de animales de todas clases, si es que la gente se los ha de comer. ¿No? -¿Cómo no? -Con ese régimen de vida, ¿tendremos, pues, mucha más necesidad de médicos que antes? -Mucha Más. XIV -Y también el país, que entonces bastaba para sustentar a sus habitantes, resultará pequeño y no ya suficiente. ¿No lo crees así? -Así lo creo -dijo. -¿Habremos, pues, de recortar en nuestro provecho el territorio vecino, si queremos tener suficientes pastos y tierra cultivable, y harán ellos lo mismo con el nuestro si, traspasando los límites de lo necesario, se abandonan también a un deseo de ilimitada adquisición de rique- zas? -Es muy forzoso, Sócrates -dije. -¿Tendremos, pues, que guerrear como consecuencia de esto? ¿O qué otra cosa sucederá, Glaucón? -Lo que tú dices -respondió. -No digamos aún –seguí- si la guerra produce males o bienes, sino solamente que, en cambio, hemos descubierto el origen de la guerra en aquello de lo cual nacen las mayores catástrofes públicas y privadas que recaen sobre las ciudades. -Exactamente. -Además será preciso, querido amigo, hacer la ciudad todavía mayor, pero no un poco mayor, sino tal que pueda dar cabida a todo un ejército capaz de salir a campaña para combatir contra los invasores en defensa de cuanto poseen y de aquellos a que hace poco nos referíamos. -¿Pues qué? -arguyó él-. ¿Ellos no pueden hacerlo por sí? -No -repliqué-, al menos si tenía valor la consecuencia a que llegaste con todos nosotros cuando dábamos forma a la ciudad; pues convinimos, no sé si lo recuerdas, en la imposibilidad de que una sola persona desem- peñara bien muchos oficios. -Tienes razón -dijo. -¿Y qué? -continué-. ¿No lo parece un oficio el del que ti combate en guerra? -Desde luego -dijo. -¿Merece acaso mayor atención el oficio del zapatero que el del militar? -En modo alguno. -Pues bien, recuerda que no dejábamos al zapatero que intentara ser al mismo tiempo labrador, tejedor o albañil; tenía que ser únicamente zapatero para que nos realizara bien las labores propias de su oficio; y a cada uno de los demás artesanos les asignábamos del mismo modo una sola tarea, la que les dictasen sus aptitudes naturales y aquella en que fuesen a trabajar bien durante toda su vida, absteniéndose de toda otra ocupación y no dejando pasar la ocasión oportuna para ejecutar cada obra. ¿Y acaso no resulta de la máxima importancia el que también las cosas de la guerra se hagan como es debido? ¿O son tan fáciles que un labrador, un zapatero u otro cualquier artesano puede ser soldado al mismo tiempo, mientras, en cambio, a nadie le es posible conocer suficientemente el juego del chaquete o de los dados si los practica de manera accesoria y sin dedicarse formalmente a ellos desde niño? ¿Y bastará con empuñar un escudo o cualquier otra de las armas a instrumentos de guerra para estar en disposición de pelear el mismo día en las filas de los hoplitas o de otra unidad militar, cuando no hay ningún utensilio que, por el mero hecho de tomarlo en la mano, convierta a nadie en artesano o atleta ni sirva para nada a quien no haya adquirido los conocimientos del oficio ni tenga atesorada suficiente experiencia? -Si así fuera -dijo- ¡no valdrían poco los utensilios! XV -Por consiguiente -seguí diciendo-, cuanto más importante sea la misión de los guardianes tanto más preciso será que se desliguen absolutamente de toda otra ocupación y realicen su trabajo con la máxima competencia y celo. -Así, al menos, opino yo -dijo. -¿Pero no hará falta también un modo de ser adecuado a tal ocupación? -¿Cómo no? -Entonces es misión nuestra, me parece a mí, el designar, si somos capaces de ello, las personas y cualidades adecuadas para la custodia de una ciudad. -Misión nuestra, en efecto. -¡Por Zeus! -exclamé entonces-. ¡No es pequeña la carga que nos hemos echado encima! Y, sin embargo, no podemos volvernos atrás mientras nuestras fuerzas nos lo permitan. -No podemos, no -dijo. -¿Crees, pues -pregunté yo-, que difieren en algo por su naturaleza, en lo tocante a la c d e b d c d e 375a custodia, un can de raza y un muchacho de noble cuna? -¿A qué lo refieres? -A que es necesario, creo yo, que uno y otro tengan vi veza para darse cuenta de las cosas, velocidad para perse guir lo que hayan visto y también vigor, por si han de lu char una vez que le hayan dado alcance. -De cierto -asintió-, todo eso es necesario. -Además han de ser valientes, si se quiere que luche bien. -¿Cómo no? -¿Pero podrá, acaso, ser valiente el caballo, perro otro animal cualquier que no sea fogoso? ¿No has of servado que la fogosidad es una fuerza irresistible a invencible, que hace intrépida a indomable ante cualquier peligro a toda alma que está dotada de ella? -Lo he observado, sí. -Entonces está clam cuáles son las cualidades corporales que deben concurrir en el guardián. -En efecto. -E igualmente por lo que al alma toca: ha de tener, menos, fogosidad. -Sí, también. -Pero siendo tal su carácter, Glaucón -dije yo ¿cómo no van a mostrarse feroces unos con otros y con resto de los ciudadanos? -¡Por Zeus! -contestó~. No será fácil. -Ahora bien, hace falta que sean amables Para con sus conciudadanos, aunque fieros ante el enemigo. Y si no, no esperarán a que vengan otros a exterminarlos, sino que ellos mismos serán los primeros en destrozarse entre sí. -Es verdad -dijo. -¿Qué hacer entonces? -pregunté-. ¿Dónde vamos a encontrar un temperamento apacible y fogoso al mismo tiempo? Porque, según creo, mansedumbre y fogosidad son cualidades opuestas. -Así parece. -Pues bien, si una cualquiera de estas dos falta, no es posible que se dé un buen guardián. Pero como parece imposible conciliarlas, resulta así imposible también encontrar un buen guardián. -Temo que así sea -dijo. Entonces yo quedé perplejo; pero, después de reflexionar sobre lo que acabábamos de decir, continué: -Bien merecido tenemos, amigo mío, este atolladero. Porque nos hemos apartado del ejemplo que nos propusimos. -¿Qué quieres decir? -Que no nos hemos dado cuenta de que en realidad existen caracteres que, contra lo que creíamos, reúnen en sí estos contrarios. -¿Cómo? -Es fácil hallarlos en muchas especies de animales, pero sobre todo entre aquellos con los que comparábamos a los guardianes. Supongo que has observado, como una de las características innatas en los perros de raza, que no existen animales más mansos para con los de la familia y aquellos a los que conocen, aunque con los de fuera ocurra lo contrario. -Ya lo he observado, en efecto. -Luego la cosa es posible -dije yo-. No perseguimos pues, nada antinatural al querer encontrar un guardián así. -Parece que no. XVI. -¿Pero no crees que el futuro guardián necesita todavía otra cualidad más? ¿Que ha de ser, además de fogoso, filósofo por naturaleza? -¿Cómo? -dijo-. No entiendo. -He aquí otra cualidad -dije- que puedes observar en los perros: cosa, por cierto, digna de admiración en un bestia. -¿Qué es ello? -Que se enfurecen al ver a un desconocido, aunque no hayan sufrido previamente mal alguno de su mano, y, en cambio, hacen fiestas a aquellos a quienes conocen aunque jamás les hayan hecho ningún bien. ¿No te ha extrañado nunca esto? -Nunca había reparado en ello hasta ahora – dijo- Pero no hay duda de que así se comportan. -Pues bien, ahí se nos muestra un fino rasgo de su natural verdaderamente filosófico. -¿Y cómo eso? -Porque -dije- para distinguir la figura del amigo de la del enemigo no se basan en nada más sino en que la una la conocen y la otra no. Pues bien, ¿no va a sentir deseo de aprender quien define lo familiar y lo ajeno por su conocimiento o ignorancia de uno y otro? -No puede menos de ser así -respondió. -Ahora bien -continué-, ¿no son lo mismo el deseo de saber y la filosofía? -Lo mismo, en efecto -convino. -¿Podemos, pues, admitir confiadamente que para que el hombre se muestre apacible para con sus familiares y conocidos es preciso que sea filósofo y ávido de saber por naturaleza? -Admitido -respondió. -Luego tendrá que ser filósofo, fogoso, veloz y fuerte por naturaleza quien haya de desempeñar a la perfección su cargo de guardián en nuestra ciudad. -Sin duda alguna -dijo. -Tal será, pues, su carácter. Pero ¿con qué método los criaremos y educaremos? ¿Y no nos ayudará el examen de este punto a ver claro en el último objeto de todas nuestras investigaciones, que es el cómo nacen en una ciudad la justicia y la injusticia? No vayamos a omitir nada decisivo ni a extendernos en divagaciones. Entonces intervino el hermano de Glaucón: -Desde luego, por mi parte espero que el tema resultará útil para nuestros fines. b c e d 376a b c d -Entonces, querido Adimanto, no hay que dejarlo, por Zeus, aunque la discusión se haga un poco larga -dije yo. -No, en efecto. -¡Ea, pues! Vamos a suponer que educamos a esos hombres como si tuviéramos tiempo disponible para contar cuentos. -Así hay que hacerlo. XVII. -Pues bien, ¿cuál va a ser nuestra educación? ¿No será difícil inventar otra mejor que la que largos siglos nos han transmitido? La cual comprende, según creo, la gimnástica para el cuerpo y la música para el alma. -Así es. -¿Y no empezaremos a educarlos por la música más bien que por la gimnástica? -¿Cómo no? -¿Consideras -pregunté- incluidas en la música las narraciones o no? -Sí por cierto. -¿No hay dos clases de narraciones, unas verídicas y otras ficticias? Llibre IV 427c – 445e -Por eso -proseguí-, yo no podía pensar que el verdadero legislador hubiera de tratar tal género de leyes y constituciones ni en la ciudad de buen régimen ni en la de malo: en ésta, porque resultan sin provecho ni eficacia, y en aquélla, porque en parte las descubre cualquiera y en parte vienen por sí mismas de los modos de vivir precedentes. -¿Qué nos queda, pues, que hacer en materia de legislación? -preguntó. Y yo contesté: -A nosotros nada de cierto; a Apolo, el dios de Delfos, los más grandes, los más hermosos y primeros de todos los estatutos legales. -¿Y cuáles son ellos? -preguntó. -Las erecciones de templos, los sacrificios y los demás cultos de los dioses, de los demones y de los héroes; a su vez, también, las sepulturas de los muertos y cuantas honras hay que tributar para tener aplacados a los del mundo de allá. Como nosotros no entendemos de estas cosas, al fundar la ciudad no obedeceremos a ningún otro, si es que tenemos seso, ni nos serviremos de otro guía que el propio de nuestros padres; y sin duda, este dios, guía patrio acerca de ello para todos los hombres, los rige sentado sobre el ombligo de la tierra en el centro del mundo. -Hablas acertadamente -observó- y así se ha de hacer. VI. -Da, pues, ya por fundada a la ciudad, ¡oh, hijo de Aristón! -dije-, y lo que a continuación has de hacer es mirar bien en ella procurándote de donde sea la luz necesaria; y llama en tu auxilio a tu hermano y también a Polemarco y a los demás, por si podemos ver en qué sitio está la justicia y en cuál la injusticia y en qué se diferencia la una de la otra y cuál de las dos debe alcanzar el que ha de ser feliz, lo vean o no los dioses y los hombres. -Nada de eso -objetó Glaucón-, porque prometiste hacer tú mismo la investigación, alegando que no te era lícito dejar de dar favor a la justicia en la medida de tus fuerzas y por todos los medios. -Verdad es lo que me recuerdas -repuse yo- y así se ha de hacer; pero es preciso que vosotros me ayudéis en la empresa. -Así lo haremos -replicó. -Pues por el procedimiento que sigue -dije- espero hallar lo que buscamos: pienso que nuestra ciudad, si está rectamente fundada, será completamente buena. -Por fuerza -replicó. -Claro es, pues, que será prudente, valerosa, moderada y justa. -Claro. -¿Por tanto, sean cualesquiera las que de estas cualidades encontremos en ella, el resto será lo que no hayamos encontrado? -¿Qué otra cosa cabe? -Pongo por caso: si en un asunto cualquiera de cuatro cosas buscamos una, nos daremos por satisfechos una vez que la hayamos reconocido, pero, si ya antes habíamos llegado a reconocer las otras tres, por este mismo hecho quedará patente la que nos falta; pues es manifiesto que no era otra la que restaba. -Dices bien -observó. -¿Y así, respecto a las cualidades enumeradas, pues que son también cuatro, se ha de hacer la investigación del mismo modo? -Está claro. -Y me parece que la primera que salta a la vista es la prudencia; y algo extraño se muestra en relación con ella. -¿Qué es ello? -preguntó. -Prudente en verdad me parece la ciudad de que hemos venido hablando; y esto por ser acertada en sus determinaciones. ¿No es así? -Sí. -Y esto mismo, el acierto, está claro que es un modo de ciencia, pues por ésta es por la que se acierta y no por la ignorancia. -Está claro. -Pero en la ciudad hay un gran número y variedad de ciencias. -¿Cómo no? -¿Y acaso se ha de llamar a la ciudad prudente y acertada por el saber de los constructores? -Por ese saber no se la llamará así -dijo-, sino maestra en construcciones. -Ni tampoco habrá que llamar prudente a la ciudad por la ciencia de hacer muebles, si delibera sobre la manera de que éstos resulten lo mejor posible. -No por cierto. -¿Y qué? ¿Acaso por el saber de los broncistas o por algún otro semejante a éstos? -Por ninguno de ésos -contestó. e b c d e 428a b c y, desapareciendo de nuestros ojos, no podamos verla más. Porque es manifiesto que está aquí; por tanto, mira y esfuérzate en observar por si la ves antes que yo y puedes enseñármela. -¡Ojalá! -dijo él-, pero mejor te serviré si te sigo y alcanzo a ver lo que tú me muestres. -Haz, pues, conmigo la invocación y sígueme - dije. -Así haré -replicó-, pero atiende tú a darme guía. -Y en verdad -dije yo- que estamos en un lugar difícil y sombrío, porque es oscuro y poco penetrable a la vista. Pero, con todo, habrá que ir. -Vayamos, pues -exclamó. Entonces yo, fijando la vista, dije: -¡Ay, ay, Glaucón! Parece que tenemos un rastro y creo que no se nos va a escapar la presa. -¡Noticia feliz! -dijo él. -En verdad -dije- que lo que me ha pasado es algo estúpido. -¿Y qué es ello? -A mi parecer, bendito amigo, hace tiempo que está la cosa rodando ante nuestros pies y no la veíamos incurriendo en el mayor de los ridículos. Como aquellos que, teniendo algo en la mano, buscan a veces lo mismo que tienen, así nosotros no mirábamos a ello, sino que diri- gíamos la vista a lo lejos y por eso quizá no lo veíamos. -¿Qué quieres decir? -preguntó. -Quiero decir -repliqué- que en mi opinión hace tiempo que estábamos hablando y oyendo hablar de nuestro asunto sin darnos cuenta de que en realidad de un modo u otro hablábamos de él. -Largo es ese proemio -dijo- para quien está deseando escuchar. X. -Oye, pues -le advertí-, por si digo algo que valga. Aquello que desde el principio, cuando fundábamos la ciudad, afirmábamos que había que observar en toda circunstancia, eso mismo o una forma de eso es a mi parecer la justicia. Y lo que establecimos y repetimos muchas veces, si bien te acuerdas, es que cada uno debe atender a una sola de las cosas de la ciudad: a aquello para lo que su naturaleza esté mejor dotada. -En efecto, eso decíamos. -Y también de cierto oíamos decir a otros muchos y dejábamos nosotros sentado repetidamente que el hacer cada uno lo suyo y no multiplicar sus actividades era la justicia. -Así de cierto lo dejamos sentado. -Esto, pues, amigo -dije-, parece que es en cierto modo la justicia: el hacer cada uno lo suyo. ¿Sabes de dónde lo infiero? -No lo sé; dímelo tú -replicó. -Me parece a mí -dije- que lo que faltaba en la ciudad después de todo eso que dejamos examinado -la templanza, el valor y la prudencia- es aquello otro que a todas tres da el vigor necesario a su nacimiento y que, después de nacidas, las conserva mientras subsiste en ellas. Y dijimos que si encontrábamos aquellas tres, lo que faltaba era la justicia. -Por fuerza -dijo. -Y si hubiera necesidad -añadí- de decidir cuál de estas cualidades constituirá principalmente con su presencia la bondad de nuestra ciudad, sería difícil determinar si será la igualdad de opiniones de los gobernantes y de los gobernados o el mantenimiento en los soldados de la opinión legítima sobre lo que es realmente temible y lo que no o la inteligencia y la vigilancia existente en los gobernantes o si, en fin, lo que mayormente hace buena a la ciudad es que se asiente en el niño y en la mujer y en el esclavo y en el hombre libre y en el artesano y en el gobernante y en el gobernado eso otro de que cada uno haga lo suyo y no se dedique a más. -Cuestión dificil -dijo-. ¿Cómo no? -Por ello, según parece, en lo que toca a la excelencia de la ciudad esa virtud de que cada uno haga en ella lo que le es propio resulta émula de la prudencia, de la templanza y del valor. -Desde luego -dijo. -Así, pues, ¿tendrás a la justicia como émula de aquéllas para la perfección de la ciudad? -En un todo. -Atiende ahora a esto otro y mira si opinas lo mismo: ¿será a los gobernantes a quienes atribuyas en la ciudad el juzgar los procesos? -¿Cómo no? -¿Y al juzgar han de tener otra mayor preocupación que la de que nadie posea lo ajeno ni sea privado de lo propio? -No, sino ésa. -¿Pensando que es ello justo? -Sí. -Y así, la posesión y práctica de lo que a cada uno es propio será reconocida como justicia. -Eso es. -Mira, por tanto, si opinas lo mismo que yo: el que el carpintero haga el trabajo del zapatero o el zapatero el del carpintero o el que tome uno los instrumentos y prerrogativas del otro o uno solo trate de hacer lo de los dos trocando todo lo demás ¿te parece que podría dañar gra- vemente a la ciudad? -No de cierto -dijo. -Pero, por el contrario, pienso que, cuando un artesano u otro que su índole destine a negocios privados, engreído por su riqueza o por el número de los que le siguen o por su fuerza o por otra cualquier cosa semejante, pretenda entrar en la clase de los guerreros, o uno de los guerreros en la de los consejeros o guardianes, sin tener mérito para ello, y así cambien entre sí sus instrumentos y honores, o cuando uno solo trate de hacer a un tiempo los oficios de todos, entonces creo, como digo, que tú también opinarás que semejante trueque y d e 433a b c d e 434a b entrometimiento ha de ser ruinoso para la ciudad. -En un todo. -Por tanto, el entrometimiento y trueque mutuo de estas tres clases es el mayor daño de la ciudad y más que ningún otro podría ser con plena razón calificado de crimen. -Plenamente. -¿Y al mayor crimen contra la propia ciudad no habrás de calificarlo de injusticia? -¿Qué duda cabe? XI. -Eso es, pues, injusticia. Y a la inversa, diremos: la actuación en lo que les es propio de los linajes de los traficantes, auxiliares y guardianes, cuando cada uno haga lo suyo en la ciudad, ¿no será justicia, al contrario de aquello otro, y no hará justa a la ciudad misma? -Así me parece y no de otra manera -dijo él. -No lo digamos todavía con voz muy recia - observé-; antes bien, si, trasladando la idea formada a cada uno de los hombres, reconocemos que allí es también justicia, concedámoslo sin más, porque ¿qué otra cosa cabe oponer? Pero, si no es así, volvamos a otro lado nuestra atención. Y ahora terminemos nuestro examen en el pensamiento de que, si tomando algo de mayor extensión entre los seres que poseen la justicia, nos esforzáramos por intuirla allí, sería luego más fácil observarla en un hombre solo. Y de cierto nos pareció que ese algo más extenso es la ciudad y así la fundamos con la mayor excelencia posible, bien persuadidos de que en la ciudad buena era donde precisamente podría hallarse la justicia. Traslademos, pues, al individuo lo que allí se nos mostró y, si hay conformidad, será ello bien; y, si en el individuo aparece como algo distinto, volveremos a la ciudad a hacer la prueba, y así, mirando al uno junto a la otra y poniéndolos en contacto y roce, quizá conseguiremos que brille la justicia como fuego de enjutos y, al hacerse visible, podremos afirmarla en nosotros mismos. -Ese es buen camino -dijo- y así hay que hacerlo. -Ahora bien -dije-; cuando se predica de una cosa que es lo mismo que otra, ya sea más grande o más pequeña, ¿se entiende que le es semejante o que le es desemejante en aquello en que tal cosa se predica? -Semejante -contestó. -De modo que el hombre justo no diferirá en nada de la ciudad justa en lo que se refiere a la idea de justicia, sino que será semejante a ella. -Lo será -replicó. -Por otra parte, la ciudad nos pareció ser justa cuando los tres linajes de naturalezas que hay en ella hacían cada una lo propio suyo; y nos pareció temperada, valerosa y prudente por otras determinadas condiciones y dotes de estos mismos linajes. -Verdad es -dijo. -Por lo tanto, amigo mío, juzgaremos que el individuo que tenga en su propia alma estas mismas especies merecerá, con razón, los mismos calificativos que la ciudad cuando tales especies tengan las mismas condiciones que las de aquélla. -Es ineludible -dijo. -Y henos aquí -dije-, ¡oh, varón admirable!, que hemos dado en un ligero problema acerca del alma, el de si tiene en sí misma esas tres especies o no. -No me parece del todo fácil -replicó-; acaso, Sócrates, sea verdad aquello que suele decirse, de que lo bello es dificil. -Tal se nos muestra -dije-. Y has de saber, Glaucón, que, a mi parecer, con métodos tales como los que ahora venimos empleando en nuestra discusión no vamos a alcanzar nunca lo que nos proponemos, pues el camino que a ello lleva es otro más largo y complicado; aunque éste quizá no desmerezca de nuestras pláticas e investigaciones anteriores. -¿Hemos, pues, de conformarnos? -dijo-. A mí me basta, a lo menos por ahora. -Pues bien -dije-, para mí será también suficiente en un todo. -Entonces -dijo- sigue tu investigación sin desmayo. -¿No nos será absolutamente necesario -proseguí- el reconocer que en cada uno de nosotros se dan las mismas especies y modos de ser que en la ciudad? A ésta, en efecto, no llegan de ninguna otra parte sino de nosotros mismos. Ridículo sería pensar que, en las ciudades a las que se acusa de índole arrebatada, como las de Tracia y de Escitia y casi todas las de la región norteña, este arrebato no les viene de los individuos; e igualmente el amor al saber que puede atribuirse principalmente a nuestra región y no menos la avaricia que suele achacarse a los fenicios o a los habitantes de Egipto. -Bien seguro -dijo. -Así es, pues, ello -dije yo- y no es dificil reconocerlo. -No de cierto. XII. -Lo que ya es más difícil es saber si lo hacemos todo por medio de una sola especie o si, siendo éstas tres, hacemos cada cosa por una de ellas. ¿Entendemos con un cierto elemento, nos encolerizamos con otro distinto de los existentes en nosotros y apetecemos con un tercero los placeres de la comida y de la generación y otros parejos o bien obramos con el alma entera en cada una de estas cosas cuando nos ponemos a ello? Esto es lo difícil de determinar de manera conveniente. -Eso me parece a mí también -dijo. -He aquí, pues, cómo hemos de decidir si esos elementos son los mismos o son diferentes. -¿Cómo? -Es claro que un mismo ser no admitirá el hacer o sufrir cosas contrarias al mismo tiempo, en la c d e 435a b c d e 436a b c misma parte de sí mismo y con relación al mismo objeto; de modo que, si hallamos que en dichos elementos ocurre eso, vendremos a saber que no son uno solo, sino varios. -Conforme. -Atiende, pues, a lo que voy diciendo. -Habla - dijo. -¿Es acaso posible -dije- que una misma cosa se esté quieta y se mueva al mismo tiempo en una misma parte de sí misma? -De ningún modo. -Reconozcámoslo con más exactitud para no vacilar en lo que sigue: si de un hombre que está parado en un sitio, pero mueve las manos y la cabeza, dijera alguien que está quieto y se mueve al mismo tiempo, juzgaríamos que no se debe decir así, sino que una parte de él está quieta y otra se mueve; ¿no es eso? -Eso es. -Y si el que dijere tal cosa diera pábulo a sus facecias pretendiendo que las peonzas están en reposo y se mueven enteras cuando bailan con la púa fija en un punto o que pasa lo mismo con cualquier otro objeto que da vueltas sin salirse de un sitio, no se lo admitiríamos, porque no permanecen y se mueven en la misma parte de sí mismos. Diríamos que hay en ellos una línea recta y una circunferencia y que están quietos por su línea recta, puesto que no se inclinan a ningún lado, pero que por su circun- ferencia se mueven en redondo; y que, cuando inclinan su línea recta a la derecha o a la izquierda o hacia adelante o hacia atrás al mismo tiempo que giran, entonces ocurre que no están quietos en ningún respecto. -Y eso es lo exacto -dijo. -Ninguno, pues, de semejantes dichos nos conmoverá ni nos persuadirá en lo más mínimo de que haya algo que pueda sufrir ni ser ni obrar dos cosas contrarias al mismo tiempo en la misma parte de sí mismo y en relación con el mismo objeto. -A mí por lo menos no -aseveró. -No obstante -dije-, para que no tengamos que alargarnos saliendo al encuentro de semejantes objeciones y sosteniendo que no son verdaderas, dejemos sentado que eso es así y pasemos adelante reconociendo que, si en algún modo se nos muestra de modo distinto que como queda dicho, todo lo que saquemos de acuerdo con ello quedará vano. -Así hay que hacerlo -aseguró. XIII. -¿Y acaso -proseguí- el asentir y el negar, el desear algo y el rehusarlo, el atraerlo y el rechazarlo y todas las cosas de este tenor las pondrás entre las que son contrarias unas a otras sin distinguir si son acciones y pasiones? Porque esto no hace al caso. -Sí -dijo-; entre las contrarias las pongo. -¿Y qué? -continué-. ¿El hambre y la sed y en general todos los apetitos y el querer y el desear, no referirás todas estas cosas a las especies que quedan mencionadas? ¿No dirás, por ejemplo, que el alma del que apetece algo tiende a aquello que apetece o que atrae a sí aquello que desea alcanzar o bien que, en cuanto quiere que se le entregue, se da asentimiento a sí misma, como si alguien le preguntara, en el afán de conseguirlo? -Así lo creo. -¿Y qué? ¿El no desear ni querer ni apetecer no lo pondrás, con el rechazar y el despedir de sí mismo, entre los contrarios de aquellos otros términos? -¿Cómo no? -Siendo todo ello así, ¿no admitiremos que hay una clase especial de apetitos y que los que más a la vista están son los que llamamos sed y hambre? -Lo admitiremos -dijo. -¿Y no es la una apetito de bebida y la otra de comida? -Sí. -¿Y acaso la sed, en cuanto es sed, podrá ser en el alma apetito de algo más que de eso que queda dicho, como, por ejemplo, la sed será sed de una bebida caliente o fría o de mucha o poca bebida o, en una palabra, de una determinada clase de bebida? ¿O más bien, cuando a la sed se agregue un cierto calor, traerá éste consigo que el apetito sea de bebida fría y, cuando se añada un cierto frío, hará que sea de bebida caliente? ¿Y asimismo, cuando por su intensidad sea grande la sed, resultará sed de mucha bebida, y cuando pequeña, de poca? ¿Y la sed en sí no será en manera alguna apetito de otra cosa sino de lo que le es natural, de la bebida en sí, como el hambre lo es de la comida? -Así es -dijo-; cada apetito no es apetito más que de aquello que le conviene por naturaleza; y cuando le apetece de tal o cual calidad, ello depende de algo accidental que se le agrega. -Que no haya, pues -añadí yo-, quien nos coja de sorpresa y nos perturbe diciendo que nadie apetece bebida, sino buena bebida, ni comida, sino buena comida. Porque todos, en efecto, apetecemos lo bueno; por tanto, si la sed es apetito, será apetito de algo bueno, sea bebida u otra cosa, e igualmente los demás apetitos. -Pues acaso -dijo- piense decir cosa de peso el que tal habla. -Comoquiera que sea -concluí-, todas aquellas cosas que por su índole tienen un objeto, en cuanto son de tal o cual modo se refieren, en mi opinión, a tal o cual clase de objeto; pero ellas por sí mismas, sólo a su objeto propio. -No he entendido -dijo. -¿No has entendido -pregunté- que lo que es mayor lo es porque es mayor que otra cosa? -Bien seguro. -¿Y esa otra cosa será algo más pequeño? -Sí. d e 437a b c d e 438a b consejos que el otro remita y aplacándolo con la armonía y el ritmo? -Bien seguro -dijo. -Y estos dos, así criados yverdaderamente instruidos y educados en lo suyo, se impondrán a lo concupiscible, que, ocupando la mayor parte del alma de cada cual, es por naturaleza insaciable de bienes; al cual tienen que vigilar, no sea que, repleto de lo que llamamos placeres del cuerpo, se haga grande y fuerte y, dejando de obrar lo propio suyo, trate de esclavizar y gobernar a aquello que por su clase no le corresponde y trastorne enteramente la vida de todos. -No hay duda -dijo. -¿Y no serán también estos dos -dije yo- los que mejor velen por el alma toda y por el cuerpo contra los enemigos de fuera, el uno tomando determinaciones, el otro luchando en seguimiento del que manda y ejecutando con su valor lo determinado por él? -Así es. -Y, según pienso, llamaremos a cada cual valeroso por razón de este segundo elemento, cuando, a través de dolores y placeres, lo irascible conserve el juicio de la razón sobre lo que es temible y sobre lo que no lo es. -Exactamente -dijo. -Y le llamaremos prudente por aquella su pequeña porción que mandaba en él y daba aquellos preceptos, ya que ella misma tiene entonces en sí la ciencia de lo conveniente para cada cual y para la comunidad entera con sus tres partes. -Sin duda ninguna. -¿Y qué más? ¿No lo llamaremos temperante por el amor y armonía de éstas cuando lo que gobierna y lo que es gobernado convienen en que lo racional debe mandar y no se sublevan contra ello? -Eso y no otra cosa es la templanza -dijo-, lo mismo en la ciudad que en el particular. -Y será asimismo justo por razón de aquello que tantas veces hemos expuesto. -Forzosamente. -¿Y qué? -dije-. ¿No habrá miedo de que se nos oscurezca en ello la justicia y nos parezca distinta de aquella que se nos reveló en la ciudad? -No lo creo -replicó. -Hay un medio -observé- de que nos afirmemos enteramente, si es que aún queda vacilación en nuestra alma: bastará con aducir ciertas normas corrientes. -¿Cuáles son? -Por ejemplo, si tuviéramos que ponernos de acuerdo acerca de la ciudad de que hablábamos y del varón que por naturaleza y crianza se asemeja a ella, ¿nos parecería que el tal, habiendo recibido un depósito de oro o plata, habría de sustraerlo? ¿Quién dirías que habría de pensar que lo había hecho él antes que los que no sean de su condición? -Nadie -contestó. -¿Y así, estará nuestro hombre bien lejos de cometer sacrilegios, robos o traiciones privadas o públicas contra los amigos o contra las ciudades? -Bien lejos. -Y no será infiel en modo alguno ni a sus juramentos ni a sus otros acuerdos. -¿Cómo habría de serlo? -Y los adulterios, el abandono de los padres y el menosprecio de los dioses serán propios de otro cualquiera, pero no de él. -De otro cualquiera, en efecto -contestó. -¿Y la causa de todo eso no es que cada una de las cosas que hay en él hace lo suyo propio tanto en lo que toca a gobernar como en lo que toca a obedecer? -Esa y no otra es la causa. -¿Tratarás, pues, de averiguar todavía si la justicia es cosa distinta de esta virtud que produce tales hombres y tales ciudades? -No, por Zeus -dijo. XVII. -Cumplido está, pues, enteramente nuestro ensueño: aquel presentimiento que referíamos de que, una vez que empezáramos a fundar nuestra ciudad, podríamos, con la ayuda de algún dios, encontrar un cierto principio e imagen de la justicia. -Bien de cierto. -Teníamos, efectivamente, Glaucón, una cierta semblanza de la justicia, que, por ello, nos ha sido de provecho: aquello de que quien por naturaleza es zapatero debe hacer zapatos y no otra cosa, y el que constructor, construcciones, y así los demás. -Tal parece. -Y en realidad la justicia parece ser algo así, pero no en lo que se refiere a la acción exterior del hombre, sino a la interior sobre sí mismo y las cosas que en él hay; cuando éste no deja que ninguna de ellas haga lo que es propio de las demás ni se interfiera en las actividades de los otros linajes que en el alma existen, sino, disponiendo rectamente sus asuntos domésticos, se rige y ordena y se hace amigo de sí mismo y pone de acuerdo sus tres elementos exactamente como los tres términos de una armonía, el de la cuerda grave, el de la alta, el de la media y cual- quiera otro que pueda haber entremedio; y después de enlazar todo esto y conseguir de esta variedad su propia unidad, entonces es cuando, bien templado y acordado, se pone a actuar así dispuesto ya en la adquisición de riquezas, ya en el cuidado de su cuerpo, ya en la política, ya en lo que toca a sus contratos privados, y en todo esto juzga y denomina justa y buena a la acción que conserve y corrobore ese estado y prudencia al conocimiento que la presida y acción injusta, en cambio, a la que destruya esa disposición de cosas e ignorancia a la opinión que la rija. -Verdad pura es, Sócrates, lo que dices -observó. b c d e 443a b c d e 444a -Bien -repliqué-; creo que no se diría que mentíamos si afirmáramos que habíamos descubierto al hombre justo y a la ciudad justa y la justicia que en ellos hay. -No, de cierto, por Zeus -dijo. -¿Lo afirmaremos, pues? -Lo afirmaremos. XVIII. -Bien -dije-, después de esto creo que hemos de examinar la injusticia. -Claro está. -¿No será necesariamente una sedición de aquellos tres elementos, su empleo en actividades diversas y ajenas y la sublevación de una parte contra el alma toda para gobernar en ella sin pertenecerle el mando, antes bien, siendo esas partes tales por su naturaleza que a la una le convenga estar sometida y a la otra no, por ser especie regidora? Algo así diríamos, creo yo, y añadiríamos que la perturbación y extravío de estas especies es injusticia e indisciplina y vileza e ignorancia, y, en suma, total perversidad. -Eso precisamente -dijo. -Así, pues -dije yo-, el hacer cosas injustas, el violar la justicia e igualmente el obrar conforme a ella ¿son cosas todas que ahora distinguimos ya con claridad si es que hemos distinguido la injusticia y la justicia? -¿Cómo es ello? -Porque en realidad -dije- en nada difieren de las cosas sanas ni de las enfermizas, ellas en el alma como éstas en el cuerpo. -¿De qué modo? -preguntó. -Las cosas sanas producen salud, creo yo; las enfermizas, enfermedad. -Sí. -¿Y el hacer cosas justas no produce justicia y el obrar injustamente injusticia? -Por fuerza. -Y el producir salud es disponer los elementos que hay en el cuerpo de modo que dominen o sean dominados entre sí conforme a naturaleza; y el producir enfermedad es hacer que se manden u obedezcan unos a otros contra naturaleza. -Así es. -¿Y el producir justicia -dije- no es disponer los elementos del alma para que dominen o sean dominados entre sí conforme a naturaleza; y el producir injusticia, el hacer que se manden u obedezcan unos a otros contra naturaleza? -Exactamente -replicó. -Así, pues, según se ve, la virtud será una cierta salud, belleza y bienestar del alma; y el vicio, enfermedad, fealdad y flaqueza de la misma. -Así es. -¿Y no es cierto que las buenas prácticas llevan a la consecución de la virtud y las vergonzosas a la del vicio? -Por fuerza. XIX. -Ahora nos queda, según parece, investigar si conviene obrar justamente, portarse bien y ser justo, pase o no inadvertido el que tal haga, o cometer injusticia y ser injusto con tal de no pagar la pena y verse reducido a mejorar por el castigo. -Pues a mí, ¡oh, Sócrates! -dijo-, me parece ridícula esa investigación si resulta que, creyendo, como creemos, que no se puede vivir una vez trastornada y destruida la naturaleza del cuerpo, aunque se tengan todos los ali- mentos y bebidas y toda clase de riquezas y poder, se va a poder vivir cuando se trastorna y pervierte la naturaleza de aquello por lo que vivimos, haciendo el hombre cuanto le venga en gana excepto lo que le puede llevar a escapar del vicio y a conseguir la justicia y la virtud. Esto suponiendo que una y otra se revelen tales como nosotros hemos referido. -Ridículo de cierto -dije-, pero, de todos modos, puesto que hemos llegado a punto en que podemos ver con la máxima claridad que esto es así, no hemos de renunciar a ello por cansancio. -No, en modo alguno, por Zeus -replicó-; no hay que renunciar. -Atiende aquí, pues -dije-, para que veas cuántas son las especies que, a mi parecer, tiene el vicio: por lo menos las más dignas de consideración. -Te sigo atentamente -repuso él-. Ve diciendo. -Pues bien -dije-, ya que hemos subido a estas alturas de la discusión, se me muestra como desde una atalaya que hay una sola especie de virtud e innumerables de vicio; bien que de estas últimas son cuatro las más dignas de mencionarse. -¿Cómo lo entiendes? -preguntó. -Cuantos son los modos de gobierno con forma propia -dije-, tantos parece que son los modos del alma. -¿Cuántos? -Cinco -contesté-, los de gobierno; cinco, los del alma. -Dime cuáles son -dijo. -Afirmo -dije- que una manera de gobierno es aquella de que nosotros hemos discurrido, la cual puede recibir dos denominaciones; cuando un hombre solo se distingue entre los gobernantes, se llamará reino, y cuando son muchos, aristocracia. -Verdad es -dijo. -A esto lo declaro como una sola especie - observé-; porque, ya sean muchos, ya uno solo, nadie tocará a las leyes importantes de la ciudad si se atiene a la crianza y educación que hemos referido. -No es creíble -contestó. Llibre VII 514b – 520a VII b c d e 445a b c d e 514a a I. -Y a continuación -seguí- compara con la siguiente escena el estado en que, con respecto a la educación o a la falta de ella, se halla nuestra naturaleza. Imagina una especie de cavernosa vivienda subterránea provista de una larga entrada, abierta a la luz, que se extiende a lo ancho de toda la caverna y unos hombres que están en ella desde niños, atados por las piernas y el cuello de modo que tengan que estarse quietos y mirar únicamente hacia adelante, pues las ligaduras les impiden volver la cabeza; detrás de ellos, la luz de un fuego que arde algo lejos y en plano superior, y entre el fuego y los encadenados, un camino situado en alto; y a lo largo del camino suponte que ha sido construido un tabiquillo parecido a las mamparas que se alzan entre los titiriteros y el público, por encima de las cuales exhiben aquéllos sus maravillas. -Ya lo veo -dijo. -Púes bien, contempla ahora, a lo largo de esa paredilla, unos hombres que transportan toda clase de objetos cuya altura sobrepasa la de la pared, y estatuas de hombres o animales hechas de piedra y de madera y de toda clase de materias; entre estos portadores habrá, como es natural, unos que vayan hablando y otros que estén callados. -Qué extraña escena describes -dijo- y qué extraños pioneros! -Iguales que nosotros -dije-, porque, en primer lugar ¿crees que los que están así han visto otra cosa de sí mismos o de sus compañeros sino las sombras proyectadas por el fuego sobre la parte de la caverna que está frente a el los? -¡Cómo -dijo-, si durante toda su vida han sido obligados a mantener inmóviles las cabezas? -¿Y de los objetos transportados? ¿No habrán visto lo mismo? -¿Qué otra cosa van a ver? -Y, si pudieran hablar los unos con los otros, ¿no piensas que creerían estar refiriéndose a aquellas sombras que veían pasar ante ellos? Forzosamente. -¿Y si la prisión tuviese un eco que viniera de la parte de enfrente? ¿Piensas que, cada vez que hablara alguno de los que pasaban, creerían ellos que lo que hablaba era otra cosa sino la sombra que veían pasar? -No, ¡por Zeus! -dijo. -Entonces no hay duda -dije yo- de que los tales no tendrán por real ninguna otra cosa más que las sombras de los objetos fabricados. -Es enteramente forzoso -dijo. -Examina, pues -dije-, qué pasaría si fueran liberados de sus cadenas y curados de su ignorancia y si, conforme a naturaleza, les ocurriera lo siguiente. Cuando uno de ellos fuera desatado y obligado a levantarse súbitamente y a volver el cuello y a andar y a mirar a la luz y cuando, al hacer todo esto, sintiera dolor y, por causa de las chiribitas, no fuera capaz de ver aquellos objetos cuyas sombras veía antes, ¿qué crees que contestaría si le dijera alguien que antes no veía más que sombras inanes y que es ahora cuando, hallándose más cerca de la reali- dad y vuelto de cara a objetos más reales, goza de una visión más verdadera, y si fuera mostrándole los objetos que pasan y obligándole a contestar a sus preguntas acerca de qué es cada uno de ellos? ¿No crees que estaría perplejo y que lo que antes había contemplado le parecería más verdadero que lo que entonces se le mostraba? -Mucho más -dijo. II. -Y, sise le obligara a fijar su vista en la luz misma, ¿no crees que le dolerían los ojos y que se escaparía volviéndose hacia aquellos objetos que puede contemplar, y que consideraría que éstos son realmente más claros que los que le muestran? -Así es -dijo. -Y, si se lo llevaran de allí a la fuerza -dije-, obligándole a recorrer la áspera y escarpada subida, y no le dejaran antes de haberle arrastrado hasta la luz del sol, ¿no crees que sufriría y llevaría a mal el ser arrastrado y, una vez llegado a la luz, tendría los ojos tan llenos de ella que no sería capaz de ver ni una sola de las cosas a las que ahora llamamos verdaderas? -No, no sería capaz -dijo-, al menos por el momento. -Necesitaría acostumbrarse, creo yo, para poder llegar a ver las cosas de arriba. Lo que vería más fácilmente serían, ante todo, las sombras, luego, las imágenes de hombres y de otros objetos reflejados en las aguas, y más tarde, los objetos mismos. Y después de esto le sería más fácil el contemplar de noche las cosas del cielo y el cielo mismo, fijando su vista en la luz de las estrellas y la luna, que el ver de día el sol y lo que le es propio. -¿Cómo no? -Y por último, creo yo, sería el sol, pero no sus imágenes reflejadas en las aguas ni en otro lugar ajeno a él, sino el propio sol en su propio dominio y tal cual es en sí mismo, lo que él estaría en condiciones de mirar y contemplar. -Necesariamente -dijo. -Y, después de esto, colegiría ya con respecto al sol que es él quien produce las estaciones y los años y gobierna todo lo de la región visible y es, en cierto modo, el autor de todas aquellas cosas que ellos veían. -Es evidente -dijo- que después de aquello vendría a pensar en eso otro. -¿Y qué? Cuando se acordara de su anterior habitación y de la ciencia de allí y de sus antiguos compañeros de cárcel, ¿no crees que se consideraría feliz por haber cambiado y que les compadecería a ellos? Efectivamente. b c 515a b c d 516a b c -¿Crees, pues, que nos desobedecerán los pupilos cuando oigan esto y se negarán a compartir por turno los trabajos de la comunidad viviendo el mucho tiempo restante todos juntos y en el mundo de lo puro? -Imposible -dijo-. Pues son hombres justos a quienes ordenaremos cosas justas. Pero no hay duda de que cada uno de ellos irá al gobierno como a algo inevitable al revés que quienes ahora gobiernan en las distintas ciudades. Llibre VII 532b – 535a -Entonces, ¡oh, Glaucón! -dije-, ¿no tenemos ya aquí la melodía misma que el arte dialéctico ejecuta? La cual, aun siendo inteligible, es imitada por la facultad de la vista, de la que decíamos que intentaba ya mirar a los propios animales y luego a los propios astros y por fin, al mismo sol. E igualmente, cuando uno se vale de la dialéctica para intentar dirigirse, con ayuda de la razón y sin intervención de ningún sentido, hacia lo que es cada cosa en sí y cuando no desiste hasta alcanzar, con el solo auxilio de la inteligencia, lo que es el bien en sí, entonces llega ya al término mismo de la inteligible del mismo modo que aquél llegó entonces al de lo visible. Exactamente -dijo. -¿Y qué? ¿No es este viaje lo que llamas dialéctica? -¿Cómo no? -Y el liberarse de las cadenas -dije yo- y volverse de las sombras hacia las imágenes y el fuego y ascender desde la caverna hasta el lugar iluminado por el sol y no poder allí mirar todavía a los animales ni a las plantas ni a la luz solar, sino únicamente a los reflejos divinos que se ven en las aguas y a las sombras de seres reales, aunque no ya a las sombras de imágenes proyectadas por otra luz que, comparada con el sol, es semejante a ellas; he aquí los efectos que produce todo ese estudio de las ciencias que hemos enumerado, el cual eleva a la mejor parte del alma hacia la contempla- ción del mejor de los seres del mismo modo que antes elevaba a la parte más perspicaz del cuerpo hacia la contemplación de lo más luminoso que existe en la región material y visible. -Por mi parte -dijo- así lo admito. Sin embargo me parece algo sumamente difícil de admitir, aunque es también dificil por otra parte el rechazarlo. De todos modos, como no son cosas que haya de ser oídas solamente en este momento, sino que habrá de volver a ellas otras muchas veces, supongamos que esto es tal como ahora se ha dicho y vayamos a la melodía en sí y estudiémosla del mismo modo que lo hemos hecho con el proemio. Dinos, pues, cuál es la naturaleza de la facultad dialéctica y en cuántas especies se divide y cuáles son sus caminos, porque éstos parece que van por fin a ser los que conduzcan a aquel lugar una vez llegados al cual podamos descansar de nuestro viaje ya terminado. -Pero no serás ya capaz de seguirme, querido Glaucón -dije-, aunque no por falta de buena voluntad por mi parte; y entonces contemplarlas, no ya la imagen de lo que decimos, sino la verdad en sí o al menos lo que yo entiendo por tal. Será así o no lo será, que sobre eso no vale la pena de discutir; pero lo que sí se puede mantener es que hay algo semejante que es necesario ver. ¿No es eso? -¿Cómo no? ¿No es verdad que la facultad dialéctica es la única que puede mostrarlo a quien sea conocedor de lo que ha poco enumerábamos y no es posible llegar a ello por ningún otro medio? -También esto merece ser mantenido -dijo. -He aquí una cosa al menos -dije yo- que nadie podrá firmar contra lo que decimos, y es que exista otro método que intente, en todo caso y con respecto a cada cosa en sí, aprehender de manera sistemática lo que es cada una de ellas. Pues casi todas las demás artes versan o sobre las opiniones y deseos de los hombres o sobre los nacimientos y fabricaciones, o bien están dedicadas por entero al cuidado de las cosas nacidas y fabricadas. Y las restantes, de las que decíamos que aprehendían algo de lo que existe, es decir, la geometría y las que le siguen, ya vemos que no hacen más que soñar con lo que existe, pero que serán incapaces de contemplarlo en vigilia mientras, valiéndose de hipótesis, dejen éstas intactas por no poder dar cuenta de ellas. En efecto, cuando el principio es lo que uno sabe y la conclusión y parte intermedia están entretejidas con lo que uno no conoce, ¿qué posibilidad existe de que una se- mejante concatenación llegue jamás a ser conocimiento? -Ninguna -dijo. XIV -Entonces -dije yo- el método dialéctico es el único que, echando abajo las hipótesis, se encamina hacia el principio mismo para pisar allí terreno firme; y al ojo del alma, que está verdaderamente sumido en un bárbaro lodazal lo atrae con suavidad v lo eleva alas alturas, utilizando como auxiliares en esta labor de atracción a las artes hace poco enumeradas, que, aunque por rutina las hemos llamado muchas veces conocimientos, necesitan otro nombre que se pueda aplicar a algo más claro que la opinión, pero más oscuro que el conoci- miento. En algún momento anterior empleamos la palabra «pensamiento»; pero no me parece a mí que deban discutir por los nombres quienes e b c d e 533a b c d e tienen ante sí una investigación sobre cosas tan importantes como ahora nosotros. -No, en efecto -dijo. -Pero ¿bastará con que el alma emplee solamente aquel nombre que en algún modo haga ver con claridad la condición de la cosa? -Bastará. -Bastará, pues -dije yo-, con llamar, lo mismo que antes, a la primera parte, conocimiento; a la segunda, pensamiento; a la tercera, creencia, e imaginación a la cuarta. Y a estas dos últimas juntas, opinión; y a aquellas dos primeras juntas, inteligencia. La opinión se refiere a la generación, y la inteligencia, a la esencia; y lo que es la esencia con relación a la generación, lo es la inteligencia con relación a la opinión, y lo que la inteligencia con respecto a la opinión, el conocimiento con respecto a la creencia y el pensamiento con respecto a la imaginación. En cuanto a la correspondencia de aquello a que estas cosas se refieren y a la división en dos partes de cada una de las dos regiones, la sujeta a opinión y la inteligible, dejémoslo, ¡oh, Glaucón!, para que no nos envuelvan en una discusión muchas veces más larga que la anterior. -Por mi parte -dijo- estoy también de acuerdo con estas otras cosas en el grado en que puedo seguirte. -¿Y llamas dialéctico al que adquiere noción de la esencia de cada cosa? Y el que no la tenga, ¿no dirás que tiene tanto menos conocimiento de algo cuanto más incapaz sea de darse cuenta de ello a sí mismo o darla a los demás? -¿Cómo no voy a decirlo? -replicó. -Pues con el bien sucede lo mismo. Si hay alguien que no pueda definir con el razonamiento la idea del bien separándola de todas las demás ni abrirse paso, como en una batalla, a través de todas las críticas, esforzándose por fundar sus pruebas no en la apariencia, sino en la esencia, ni llegar al término de todos estos obstáculos con su argumentación invicta, ¿no dirás, de quien es de ese modo, que no conoce el bien en sí ni ninguna otra cosa buena, sino que, aun en el caso de que tal vez alcance alguna imagen del bien, la alcanzará por medio de la opinión, pero no del conocimiento; y que en su paso por esta vida no hace más que soñar, sumido en un sopor de que no despertará en este mundo, pues antes ha de marchar al Hades para dormir allí un sueño absoluto? -Sí, ¡por Zeus! -exclamó-; todo eso lo diré, y con todas mis fuerzas. -Entonces, si algún día hubieras de educar en realidad a esos tus hijos imaginarios a quienes ahora educas e instruyes, no les permitirás, creo yo, que sean gobernantes de la ciudad ni dueños de lo más grande que haya en ella mientras estén privados de razón como líneas irracionales. -No, en efecto -dijo. -¿Les prescribirás, pues, que se apliquen particularmente a aquella enseñanza que les haga capaces de preguntar y responder con la máxima competencia posible? -Se lo prescribiré -dijo-, pero de acuerdo contigo. -¿Y no crees -dije yo- que tenemos la dialéctica en lo más alto, como una especie de remate de las demás enseñanzas, y que no hay ninguna otra disciplina que pueda ser justamente colocada por encima de ella, y que ha terminado ya lo referente a las enseñanzas? -Sí que lo creo -dijo. XV -Pues bien -dije yo-, ahora te falta designara quiénes hemos de dar estas enseñanzas y de qué manera. -Evidente -dijo. -¿Te acuerdas de la primera elección de gobernantes y de cuáles eran los que elegimos? -¿Cómo no? -dijo. -Entonces -dije- considera que son aquéllas las naturalezas que deben ser elegidas también en otros aspectos. En efecto, hay que preferir a los más firmes y a los más valientes, y, en cuanto sea posible, a los más hermosos. Además hay que buscarlos tales que no sólo sean generosos y viriles en sus caracteres, sino que tengan también las.prendas naturales adecuadas a esta educación. ¿Y cuáles dispones que sean? -Es necesario, ¡oh, bendito amigo! -dije-, que haya en ellos vivacidad para los estudios y que no les sea dificil aprender. Porque las almas flaquean mucho más en los estudios arduos que en los ejercicios gimnásticos, pues les afecta más una fatiga que les es propia y que no comparten con el cuerpo. Cierto -dijo. -Y hay que buscar personas memoriosas, infatigables y amantes de toda clase de trabajos. Y si no, ¿cómo crees que iba nadie a consentir en realizar, además de los trabajos corporales, un semejante aprendizaje y ejercicio? -Nadie lo haría -dijo- ano ser que gozase de todo género de buenas dotes. -En efecto, el error que ahora se comete -dije yo- y el descrédito le han sobrevenido a la filosofía, como antes decíamos, porque los que se le acercan no son dignos de ella, pues no se le deberían acercar los bastardos, sino los bien nacidos. -¿Cómo? -dijo. -En primer lugar -dije yo-, quien se vaya a acercar a ella no debe ser cojo en cuanto a su amor al trabajo, es decir, amante del trabajo en la mitad de las cosas y no amante en la otra mitad. Esto sucede cuando uno ama la gimnasia y la caza y gusta de realizar toda clase de tra- bajos corporales sin ser, en cambio, amigo de aprender ni de escuchar ni de investigar, sino odiador de todos los trabajos de esta especie. Y 534a b c d e 535a b c d es cojo también aquel cuyo amor del trabajo se comporta de modo enteramente opuesto. -Gran verdad es la que dices -contestó. -Pues bien -dije yo-, ¿no consideraremos igualmente como un alma lisiada con respecto a la verdad a aquella que, odiando la mentira voluntaria y soportándola con dificultad en sí misma e indignándose sobremanera cuando otros mienten, sin embargo acepta tranquila- mente la involuntaria y no se disgusta si alguna vez es sorprendida en delito de ignorancia, antes bien, se revuelca a gusto en ella como una bestia porcina? e 536a
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