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Orientación Universidad
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libro los internados del miedo, Apuntes de Periodismo

Asignatura: (primer año) Historia del mundo, Profesor: Ana Boned, Carrera: Periodismo, Universidad: UCM

Tipo: Apuntes

2015/2016

Subido el 22/10/2016

nerea_avileo
nerea_avileo 🇪🇸

3.8

(56)

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¡Descarga libro los internados del miedo y más Apuntes en PDF de Periodismo solo en Docsity! SEAS ) Los internado Una investigación aterradora que destapa unos hechos silenciados durante décadas: los abusos sexuales, los maltratos físicos y psíquicos, la explotación laboral y las prácticas médicas dudosas que sufrieron miles de niños en los internados religiosos y del Estado durante el franquismo y hasta bien entrada la democracia. Un ejercicio de periodismo de primer orden que da voz a víctimas y testimonios y denuncia con nombres y apellidos la supuesta superioridad moral al servicio de las más bajas pasiones. Montse Armengou y Ricard Belis, con el orgullo del periodismo comprometido como bandera, quieren ofrecer a los damnificados la reparación que no les dan las instituciones y facilitar que se sepa qué pasó en esos internados, con esta infancia tan injustamente tratada. Para Anna Huelves. Liberó su cuerpo cuando dejó atrás a Antonio, aquel niño maltratado en los centros de Auxilio Social. Liberó su alma el día que nos lo explicó todo. Y liberó su espíritu el día que le pidieron perdón. Entonces se reconcilió con su dios y murió en paz. Para mis padres, que durante los años oscuros de la dictadura tuvieron la valentía de inscribirme en la escuela Proa, una institución que enseñaba con criterios pedagógicos avanzados y en catalán, desafiando así a la represiva y alienante educación franquista. RICARD BELIS Para Omar, que me permitió aprender a ser madre cuando todavía no lo era. Para Carla, Tàbata y Anara, que me ponen la miel en la boca de lo que debe ser ejercer de abuela. Les he robado mucho tiempo como tía con la esperanza de que solo conozcan los horrores del fascismo en libros como este. Y, como siempre, a los Vilgou. Sin ellos, imposible. MONTSE ARMENGOU Introducción. El día que Cándido nos llamó para hablar de unas clases de baile Nada más llegar al despacho, sonó el teléfono. Como muchos otros días, cuando llegamos al trabajo abrimos nuestro particular «Imserso de la memoria». Así llamamos cariñosamente al tiempo que dedicamos a atender a las personas que contactan con nosotros y nos cuentan su experiencia durante la dictadura franquista con ánimo de denunciar hechos que no han sido nunca juzgados ni enmendados. En cualquier otro país del mundo —desde Argentina hasta Sudáfrica, pasando por el Congo, Bosnia y tantos otros lugares— habría un organismo estatal que se encargaría de ello; en el Estado español lo hacemos asociaciones e investigadores. Ese día al otro lado del teléfono estaba Cándido Canales y su historia de aprendiz de bailarín: sus depresiones, las sesiones con el psicólogo, el baile como terapia, la inminente boda de su hija, su deseo de sacarla a la pista cuando sonaran los primeros compases del vals nupcial… ¿Y qué pintábamos nosotros como directores de documentales de investigación sobre la represión franquista en el baile de Cándido? Después de una hora larga al teléfono todo encajó: Cándido había quedado marcado irremediablemente por años de maltratos y abusos en el Colegio San Fernando de Madrid, uno de esos terribles internados donde, más que el dolor de los golpes recibidos, lo que dejó en él una marca imborrable fueron las humillaciones. Desde aquellos años ya lejanos de la infancia y la adolescencia —si es que realmente las tuvo— nunca había querido destacar en nada. Pasar desapercibido, ser invisible, era una especie de antídoto para que nadie se fijara en él como víctima propiciatoria de castigos y vejaciones. Por ello, inaugurar la pista de baile el día de la boda de su hija era para Cándido un reto colosal. Con su terrible experiencia nos adentramos en los maltratos físicos y psíquicos, los abusos sexuales, la explotación laboral y las prácticas médicas dudosas que sufrieron cientos de miles de niños en los internados religiosos y del Estado durante el franquismo y hasta bien entrada la democracia. Algunos colectivos —como las internas del Preventorio Antituberculoso de Guadarrama— ya se habían organizado a través de las redes sociales y habían hecho públicos unos castigos que excedían de cualquier rigidez atribuible a otra época, con costumbres pedagógicas más duras. No hablamos de un bofetón o de castigos de cara a la pared —ni lo justificamos—. No. Hablamos de quemar el culo a alguien con velas Los Hogares Mundet Hogares Mundet, un mundo en pequeño Mundet, un mundo en pequeño. Complejo de la caridad social de Barcelona. Toda esta masa ingente y disciplinada de deportistas comienza por tributar un emocionado y marcial saludo a la insignia de la patria que preside la magnífica parada deportiva. Era una mañana soleada de un domingo de septiembre. Las terrazas del Paralelo estaban llenas de gente tomando el aperitivo y la euforia festiva dominaba la mayoría de conversaciones. Había quedado con Juan Antonio Miguel delante del Café Español; no nos conocíamos, pero supuse que no sería difícil encontrarnos: yo iba solo, cosa extraña en aquel ambiente dominical, y él vendría acompañado de un amigo suyo, también exalumno de los Hogares Mundet. Solo cruzar la calle Nou de la Rambla ya los vi. El grupo era más numeroso de lo previsto: aparte de Juan Antonio y su amigo, los acompañaban dos mujeres algo más jóvenes. Enseguida supe que también eran exalumnas de Mundet, hermanas de Carlos Carceller, el amigo de Juan Antonio. Decidimos cruzar la avenida e ir a la terraza de un restaurante de comida rápida: está desierta y necesitamos un poco de intimidad; las deliciosas tapas del Español las dejaremos para otro día. Hemos quedado para que yo les explique bien el proyecto de documental que tenemos entre manos y para que ellos decidan si nosotros podemos ser la herramienta adecuada para poder denunciar al fin las injusticias que sufrieron cuando solo eran unos niños. Durante más de dos horas hablan de sus experiencias; me cuesta trabajo apuntar todo lo que me cuentan: castigos, humillaciones, marginación, tristeza… En más de una ocasión alguno de ellos se encalló por la emoción, pero entonces otro retomaba el hilo, aplicando la solidaridad entre compañeros que les había permitido sobrevivir en ese mundo hostil. Para los cuatro, el paso por el internado más grande de Cataluña había sido traumático. Lo que había sido una de las obras emblemáticas de las políticas sociales franquistas, con una gran reputación entre los barceloneses, se iba desmontando ante mí con cada nueva palabra. Aunque ya llevábamos unas semanas investigando sobre el tema, y ya conocíamos muchas historias tristes de internados, sus relatos aún me ponían la piel de gallina. Con Montse Armengou llevamos años haciendo documentales y libros sobre el maltrato a la infancia por parte del franquismo, pero cada nueva historia vuelve a tocarme el fondo del alma. Supongo que nunca podré entender la crueldad que algunos cuidadores ejercían sobre aquellas criaturas indefensas, y creo que eso, precisamente, es una de las cosas que me capacita para seguir haciendo correctamente este trabajo. Se acerca la hora de comer y sé que llega la hora de la verdad, tengo que hacer la pregunta clave: ¿aceptarán participar en el documental? Sus historias pueden ser determinantes, pero sé que las maneras de afrontar el dolor son diferentes en cada ser humano: para unos puede ser una liberación explicar sus traumas ante la cámara; para otros puede convertirse en una tortura insoportable. Juan Antonio rápidamente accede pero las hermanas de Carlos no lo tienen claro: han sufrido mucho y tienen miedo de estropear la relación con la madre, a la que no saben si culpar de la infancia que han pasado o compadecerse por las circunstancia que la llevaron a ingresarlas en un internado. Carlos es el último en hablar y en su cara todavía hay dibujado el sufrimiento por todo lo que me acaba de explicar: «Deposito mi confianza en vosotros, porque conozco vuestro trabajo y me gusta cómo tratáis estos temas, pero, Ricard, ¡no nos falléis!». Siempre nos sentimos comprometidos con todos los testimonios. Sabemos que nuestro deber de periodistas es darles voz, precisamente porque nunca nadie les ha brindado la oportunidad de denunciar las injusticias que han sufrido, y porque sabemos que cuando pongamos en marcha la cámara los haremos volver a los peores momentos de sus vidas. Pero quizás es la primera vez que alguien nos lo dice de un modo tan directo y siento que la responsabilidad de no fallarles me pesa. Vamos a conocer, pues, lo que pasaba en el enorme recinto de los Hogares Mundet. Ellos y otros testigos nos lo explicarán en los capítulos sucesivos. * * * Barcelona fue una de las ciudades pioneras en España en la creación de instituciones protectoras de la infancia. Ramon Albó comenzó a visitar en las cárceles a los hijos de los presos la última década del siglo XIX. Allí, viendo las malas condiciones en que estaban las criaturas, tomó conciencia de la necesidad de crear unas instituciones benéficas que garantizaran una mínima asistencia a la infancia desfavorecida. En 1895 se convirtió en el primer presidente del Patronato de Niños y Adolescentes Abandonados y Presos, y estuvo al frente de la beneficencia a la infancia hasta la llegada de la República, que lo apartó para establecer un nuevo concepto de ayuda a los desfavorecidos basado en el laicismo y criterios pedagógicos más modernos[2]. El nuevo gobierno franquista, aún en plena Guerra Civil, ya empieza a reorganizar Leonardo tenía 11 años y lo recuerda perfectamente: «Estando en la Casa de la Caridad, nos hicieron subir a todos en un autobús destartalado, vestidos con el uniforme azul, y empezamos a subir las calles de Barcelona hasta que llegamos a los Hogares Mundet. Nos pusieron en el patio formando como en un regimiento. Los niños a un lado y las niñas al otro. Cuando Franco entró, todos saludamos con el brazo en alto»[5]. Las nuevas instalaciones representaban efectivamente un gran cambio respecto a la Casa de la Caridad: constaban de siete edificios, uno para los niños, otro para las niñas y un tercero dedicado a una residencia de ancianos. Completaban las instalaciones un enorme teatro con 1200 butacas, una iglesia con capacidad para 1700 personas sentadas y varios pabellones con instalaciones industriales para poder formar profesionalmente a los alumnos. Todos estos edificios estaban rodeados de pistas deportivas, una piscina y varios jardines. La educación de las niñas fue cedida a las monjas Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl y la de los niños a los Padres Salesianos. Leonardo recuerda los primeros días en los Hogares Mundet y su primer contacto con los salesianos: «Una vez dentro, cerraron la puerta y nos pusieron en filas, flanqueados por curas. Hasta que no llegamos al pabellón de los chicos, todo el camino rezando». Leonardo recuerda que los primeros años había mucha disciplina y que los curas estaban obsesionados con inculcarles la religión, hasta el punto de que cada día comenzaban la jornada con una misa y por la tarde pasaban el rosario. Ana también vivió el cambio de la Casa de la Caridad a los Hogares Mundet, aunque ella fue con las monjas: «Los Hogares Mundet transmitían una sensación de mayor libertad, las instalaciones eran grandes y nuevas, aquello era todo otro mundo. No hay palabra en el diccionario que pueda expresar mi gratitud hacia aquellas personas que me dieron estudios, atención médica, disciplina, saber estar, comprensión… Indudablemente fueron mi familia»[6]. Los Hogares Mundet funcionaron durante casi 30 años y por sus instalaciones pasaron miles de niños y niñas. Muchos, como Ana, guardan un gran recuerdo y están agradecidos porque recibieron una alimentación y una formación que sus padres no les podían dar, y aunque aceptan que había castigos, los disculpan por la necesidad de mantener la disciplina entre tantos niños y niñas. En el foro de Internet de los exalumnos de Mundet[7] se encuentran experiencias diversas. María José Romero explica, por ejemplo, que las monjas las castigaban a estar encerradas en el reducido espacio del inodoro durante cuatro horas seguidas solo por haber entrecruzado las piernas: «Como si me hubieran secuestrado y estuviera recluida en un zulo». O Montse F. V., que explica que con 7 y 8 años las monjas les hacían poner piedrecitas o garbanzos crudos en los zapatos para ofrecer su sacrificio a Dios: «Una infancia dañada y terrorífica que todavía me acompaña algunas noches oscuras en las que no puedo echar a los demonios. De vez en cuando sueño que todavía estoy allí dentro, que no me dejan salir, y que haga lo que haga tendré que volver. […] Recuerdo los insultos de las monjas a las niñas con la más mínima excusa o incluso sin ella. […] Recuerdo a una monja obligando a una niña a comerse una sopa donde le habían tirado un par de renacuajos vivos para castigarla por haberlos ido a pescar en un charco que había al lado de la iglesia…». A pesar de que muchos exalumnos tienen un buen recuerdo de su paso por los Hogares Mundet y de que la institución estuviera muy bien considerada en la sociedad barcelonesa de la época, llama la atención la gran cantidad de testigos que relatan castigos y crueldades escalofriantes. Los salesianos, que aplicaban el espíritu de don Bosco, «Disciplina, estudio, educación…», y las monjas de San Vicente de Paúl tenían una buena reputación como profesores, y sin duda la calidad de las enseñanzas que se dieron en los Hogares Mundet, especialmente las profesionales, tuvieron un buen nivel. Sin embargo, se toleraron algunas prácticas que, aunque tal vez no fueron generalizadas, causaron un gran sufrimiento en muchos niños que han arrastrado hasta la edad adulta un trauma que difícilmente podrán superar. Sea como sea, estos maltratos no salieron nunca del recinto del internado y los Hogares Mundet se convirtieron en un fenomenal instrumento de propaganda de la política asistencial del régimen. En la memoria de muchos barceloneses se alberga el recuerdo de las espectaculares tablas gimnásticas que se hacían en los patios del internado, presididas muchas veces por el presidente de la Diputación Juan Antonio Samaranch, al que se agasajaba reproduciendo su nombre con grandes letras hechas con los cuerpos de cientos de alumnos. Estas fiestas de fin de curso, filmadas por el servicio cinematográfico de la Diputación, reproducían los eslóganes que el régimen consideraba adecuados en cada época, como el famoso «Contamos contigo» para promocionar el deporte. Las comuniones colectivas, las bendiciones de las palmas o las competiciones deportivas eran algunas de las otras imágenes que los Hogares Mundet proyectaban sobre los ciudadanos y que le daban la imagen de institución modélica. Los Hogares Mundet sobrevivieron al final de la dictadura y continuaron activos hasta finales de los años ochenta. La Diputación surgida de los nuevos ayuntamientos democráticos en 1979 empieza a abordar su reforma realizando en primer lugar unos informes sobre el estado de la institución: «En general la situación de los niños y jóvenes de Hogares Mundet se caracteriza por la masificación: tanto en las escuelas como, sobre todo, en los internados, la cifra de niños en los lugares de vida […] configuran una organización masificada». El informe también destaca que los alumnos externos, sin problemas afectivos y con una mejor preparación «han impuesto […] un modelo competitivo que ha marginado progresivamente a los internos y ha aumentado la segregación»[8]. En otro informe se insiste en que «el modelo de asilo selecciona, etiqueta y margina dentro del mismo Mundet (psicopedagógico, FP, BUP y COU. Monjas, Salesianos) y también expulsa a los casos más conflictivos, no tiene en cuenta la nueva marginación»[9]. El centro psicopedagógico que había en los mismos Hogares Mundet acogía a niños con enfermedades mentales. Aun así, en la práctica acabó acogiendo a muchas criaturas aunque no padecieran deficiencia ni cuadro psíquico alguno porque convenía apartarlas del resto del grupo por ser demasiado conflictivas. En épocas de mayor masificación, muchos niños y niñas fueron enviados al psicopedagógico sencillamente porque no había plazas en el internado, con los enormes perjuicios que ello comportaba para su desarrollo. El programa Panorama de TVE emitió en 1987 el documental La ley del más fuerte[10], donde se recogían testimonios de alumnos del psicopedagógico que afirmaban que habían sido enviados allí porque no había plazas en el internado. Aunque Ramon Manent, de la Diputación de Barcelona, afirmaba que desde la llegada de los ayuntamientos democráticos ningún niño sano había sido enviado al psicopedagógico, varios testigos como Isabel Sanahuja, que había apadrinado a dos criaturas de los Hogares Mundet, lo desmienten. El mismo reportaje recoge también testimonios de adolescentes que antes de llegar a la mayoría de edad fueron destinados desde Mundet a granjas para trabajar en unas pésimas condiciones. Seguramente el principal reto de los Hogares Mundet era preparar a aquellos niños desvalidos para su incorporación a la sociedad cuando llegaran a la mayoría de edad. Evidentemente este objetivo se logró en casi la totalidad de los internos, aunque muchos no encontrarían otra salida profesional que trabajar para la propia Diputación de Barcelona. Aún hoy se encuentran muchos exalumnos trabajando en las actuales instalaciones de Mundet como jardineros, responsables de mantenimiento o conserjes. No obstante, varios testigos señalan que muchos exalumnos terminaron cayendo en las drogas y en la delincuencia. Un informe de la Diputación democrática señala que la sexuales que sufrí. Yo era consciente de que cuando me pillasen se me aplicarían los castigos más severos, pero valía la pena pagar este precio». * * * Joan nació en 1957 en las casas baratas del Campo de la Bota. Sus padres no estaban casados, pero ni esta circunstancia ni la escasez de recursos impidieron que tuvieran un hijo cada año. Cuando Joan cumplió los 4 años ya tenían cuatro hijos y la fortuna no les trajo un pan, como dice el dicho, sino una riada que destrozó la casa. El padre se desentendió de todo y desapareció de sus vidas, y su madre se encontró en la calle con dos niños y dos niñas. Desde ese momento se acabó la vida en familia y comenzó una infancia recluida que marcará sus vidas. La madre, años después, siempre les ha explicado que ella tenía un trabajo y que se veía capaz de sacar adelante a la familia, pero que las autoridades del momento consideraron que no estaba capacitada moralmente para educar convenientemente a sus hijos: «Según mi madre, la obligaron a ingresarnos en internados porque, como mujer soltera, no la consideraban apta para educar a sus hijos. Ella siempre nos ha dicho que abandonarnos la afectó mucho y que a pesar de que lo intentó varias veces, nunca le permitieron recuperar a sus hijos». Joan nunca ha tenido la certeza de si estas explicaciones eran una excusa de su madre para justificarse, pero en todo caso hemos podido comprobar a lo largo de esta investigación y de la que realizamos para el documental ¡Devolvedme a mi hijo![13] que era práctica habitual de la época quitarle los hijos a las madres solteras, a veces para darlos en adopción, a veces para internarlos en una institución de beneficencia. Para las autoridades franquistas las madres solteras no estaban capacitadas para educar adecuadamente a sus niños, ni moralmente ni económicamente. Los cuatro hermanos fueron inmediatamente separados: los dos niños a un colegio de Auxilio Social en Montgat; las niñas con las monjas. De hecho, la relación entre los hermanos ha sido casi nula: «Con mis hermanas no nos vimos prácticamente durante toda la niñez. Tras la separación pasaron prácticamente 10 años hasta que mi madre nos llevó un día a verlas, y fue una sensación muy extraña: la última vez que las habíamos visto eran unos bebés y lo que encontramos fue a unas muchachitas. De hecho, para mí, ellas han sido siempre unas extrañas, unas desconocidas. Ellas ahora están casadas, pero no mantenemos una relación de familia: esto nos lo han robado. No entiendo por qué los internados no facilitaban la relación entre hermanos. En los Hogares Mundet, por ejemplo, tenían una sección de chicas. ¿Por qué no las llevaron allí?». Probablemente, aunque las hermanas de Joan hubieran estado en Mundet, tampoco se hubieran visto mucho más, pues la segregación entre niños y niñas era total, como nos explica Carlos Carceller en el siguiente capítulo. Joan, después de pasar por dos internados, ingresa en los Hogares Mundet en el año 1967, cuando tenía 10 años: «Cuando entro allí lo que me impresiona más es la grandiosidad de todo: los comedores, los dormitorios, los patios… Todo era inmenso, y especialmente a los ojos de un niño. Enseguida me di cuenta de que allí la disciplina era muy severa: cada día, antes del desayuno, teníamos que ir a misa. El domingo la misa era especial y coincidíamos con las niñas, pero totalmente separados: los niños a la derecha, las niñas a la izquierda». Joan rapidamente aprendió que en Mundet las normas que imperaban eran las franquistas: «Una de las asignaturas era la FEN, la Formación del Espíritu Nacional, donde nos inculcaban, con solo 10 años, el espíritu fascista del régimen. Además había represalias fuertes si se te escapaba una palabra en catalán: te lavaban la boca con jabón, te pegaban, te dejaban sin merienda, o lo que aún te dolía más, te impedían ver a tu madre en la siguiente visita. Dejaban que el familiar viniera hasta Mundet y cuando estaba allí le informaban de que ese día no podría ver a su hijo porque estaba castigado». Las visitas de la madre eran muy escasas y Joan se sentía abandonado en un mundo que él percibía hostil: «No te sentías querido; tu madre te ha dejado y en el internado tienes la sensación de que no le importas a nadie. Si te faltaba algo, como el cepillo de dientes, nadie se preocupaba de reponerlo y te podías pasar meses sin lavarte la boca. Y si a esto le sumamos la violencia constante a la que éramos sometidos, comprenderás que poco a poco comenzó a nacer en mí una rebeldía que iba creciendo día a día. La violencia era arbitraria e inapelable, ya que no tenías a nadie a quien acudir». Para Joan era muy difícil comprender la incoherencia e hipocresía de los curas que aplicaban como única herramienta educativa el castigo físico: ¿cómo podían aplicar unos castigos tan crueles y terribles y después hablar de amor y reconciliación? «La desesperación que iba creciendo dentro de mí me llevó a cometer alguna rebeldía: un día el salesiano de turno me pilló estando distraído a la hora de clase y me pegó una colleja muy fuerte en la nuca. La cabeza casi me rebotó contra el pupitre y unas punzadas de dolor me atravesaron la cabeza. El hombre siguió con la lección, caminando entre los pupitres, como si no hubiera pasado nada, sin prever el ataque de rabia incontrolable que crecía dentro de mí: cogí la silla y se la tiré encima. Evidentemente me echó de clase y caí en manos del director, que me castigó duramente. No recuerdo en qué consistió la tortura ese día, pero uno de los castigos más habituales era hacerte bajar los pantalones y pegarte varios golpes con la regla en el culo hasta dejártelo completamente rojo. Y todo ello delante de todos los otros niños, para hacer escarnio». Una característica que incorporaban todos los castigos es que debían ser ejemplares. No siempre se basaban en la violencia física, había algunos mucho más sibilinos que infligían un gran sufrimiento moral a los alumnos: «Quedarte sin patio era habitual, pero para que el sufrimiento fuera más grande te hacían estar de pie de cara a unas columnas que había en el mismo patio. Así sentías a los otros niños jugar mientras tú tenías que contemplar las texturas del hormigón. A menudo se te iba la mirada, pero siempre había un cura cerca para pegarte una buena colleja. Este castigo tenía una versión más cruel con el cine. Los domingos, en el teatro que hay en Mundet, nos pasaban una peli precedida del inevitable No-Do. Para muchos de nosotros era el momento más esperado de la semana ya que aquellos filmes te transportaban lejos del internado. Si estabas castigado, te llevaban hasta el vestíbulo para que escucharas la película pero no la vieras, un auténtico martirio. A menudo, cuando el cura no se daba cuenta, me iba acercando poco a poco a la cortina que flanqueaba la sala y terminaba asomándome a la platea. Me pillaron más de una vez saltándome el castigo y me llevé unas cuantas collejas. Al final aprendí un truco para saber si se acercaba el salesiano: me guardaba en el bolsillo las cáscaras de cacahuete y cuando me castigaban las tiraba en la puerta de acceso a la platea y así, si el cura se acercaba, las oía crujir y volvía rápidamente de cara a la pared». Los castigos, sin embargo, no siempre se aplicaban para mantener la disciplina o reprimir las malas conductas, sino que a veces la violencia también se aplicaba arbitrariamente: «Yo tengo la imagen de los curas pegando a troche y moche. Te pegaban por todo: en los deportes, por ejemplo, solo que no aplicases la táctica tal como te había dicho el entrenador, no por malicia sino sencillamente por no haberlo entendido o por no saber más, ya recibías un colleja. Al final ya teníamos asumido que los curas tenían la mano larga, que pegar era como un vicio y que era el único sistema que tenían de hacer cumplir su ley». Aun así, lo peor de la triste infancia de Joan en el internado no fue la violencia física. En los Hogares Mundet aprendió lo que eran los abusos sexuales: «Uno de los castigos habituales era por la noche hacerte salir del dormitorio, y mientras los compañeros dormían, estarte de pie cara a la pared en el inmenso pasillo que había, sin poder dormir. Me acuerdo de que una de las noches nos tocó a dos estar de cara a la pared. Estuvimos muchísimas horas: sentías los pasos del cura que iba arriba y retornando a los Hogares Mundet». Al llegar a Mundet Joan recibió un correctivo ejemplar, pero ni el castigo ni el hambre que había pasado lo disuadieron de planificar una segunda escapada. Su idea era sobrevivir en la montaña hasta llegar a la mayoría de edad. Como tenía 11 o 12 años, la empresa se presentaba cuanto menos complicada. En la segunda escapada Joan volvió a ascender la montaña, persiguiendo el sueño infantil de llegar al parque de atracciones del Tibidabo y subir a las atracciones. El hambre, sin embargo, lo volvió a obligar a bajar a la ciudad. Esta vez, para evitar la Guardia Civil, cambió de estrategia y se montó en un autobús: «Tomé el 27, que tenía parada ante los Hogares Mundet, hasta las viviendas de la Seat, en la Zona Franca donde yo sabía que vivía mi tía. Yo recordaba cómo ir porque habíamos ido con mi madre algún fin de semana con el mismo autobús. El conductor vio que yo no llevaba dinero, pero le dije que mi madre estaba detrás del vehículo y se lo creyó. Al llegar le dije a mi tía que nos habían dado unos días de fiesta en el colegio. Milagrosamente ella se lo tragó y me pude quedar unos días. Tuve la mala suerte de que La Vanguardia publicó la noticia de que un niño de los Hogares Mundet había escapado. Mi tía tuvo una reacción muy violenta y me pegó hasta que se cansó. No la quise volver a ver más». Aparte de las bofetadas de la tía, en Mundet también le esperaban más palizas, pero cuanto más recibía, más convencido estaba de que tenía que huir como fuera de los Hogares Mundet. Así que al poco Joan se puso a pensar en la que sería su última fuga. Esta vez prepararía las cosas a conciencia para no tener que volver nunca más a Mundet: «Analicé minuciosamente qué había fallado en las otras fugas y llegué a la conclusión de que el tema de la comida y del abrigo era fundamental. Me pasé días urdiendo un plan de fuga y mientras lo planificaba los días me pasaban más rápido y las clases no se me hacían tan aburridas. Iba a escondidas a la cocina a robar comida y la guardaba en un rincón secreto que tenía: pan, chocolate, embutido… Cuando estuve convencido de que ya tenía suficiente para afrontar muchos días de supervivencia en la montaña, le pedí al profesor si podía salir de clase para ir al baño. Desde el momento en que me dijo que sí, yo sabía que el tiempo iba en mi contra. Subí las escaleras corriendo hasta el dormitorio, hice un petate con mis sábanas y las tiré por la ventana que daba a la montaña. Después bajé corriendo a buscar la bolsa de la comida que había conseguido dejar escondida bajo unos árboles durante el recreo y sin entretenerme más salí pitando bosque arriba. Entre Mundet y la cima del Tibidabo hay mucho bosque para esconderse y aquella fue mi casa durante unos días. Mientras duró la escapada yo fui el hombre más feliz del mundo: no tenía que ir a misa, ni cantar las canciones franquistas, ni seguir su horario militar». Esta vez Joan consiguió prolongar la aventura más que nunca y pudo disfrutar de quince días de libertad, pero la comida se fue terminando y Joan tuvo que volver a bajar al barrio de Montbau para intentar conseguir víveres. La Guardia Civil lo pilló de nuevo y lo devolvió a los Hogares Mundet. El castigo que le esperaba esta vez, sin embargo, fue especial: «Supongo que llegaron a la conclusión de que había que administrarme una penitencia ejemplar para que otros niños no tuvieran las mismas ideas que yo. Se encargó don Isidro Fábregas, que era el salesiano encargado de los castigos más severos: llamó a todos los alumnos y los hizo poner en un círculo en el centro del cual había una silla; era como un espectáculo. Me llevó hasta el centro del círculo y él se subió a la silla. Me cogió de las dos orejas y, utilizándolas de asa, me levantó hasta su altura mientras iba diciendo: “¿Verdad que no lo vas a hacer más? ¿Verdad que no te vas a volver a escapar?”. Y cuando mi cara alcanzaba la misma altura que la suya, me soltaba y antes de que cayera al suelo me pegaba con las dos manos una doble bofetada. El dolor en los oídos era insoportable y las mejillas te hervían, pero sin dejar tiempo a recuperarme don Isidro me volvía a coger por las orejas y otra vez hacia arriba. Y así, varias veces. ¡No sé cómo no se me despegaron las orejas de la cabeza! Los otros alumnos quedaron tan horrorizados que les quedó claro que mejor no escaparse si no querían terminar como Joan Sisa». En el transcurso de esta investigación hemos oído hablar de este castigo en varias ocasiones, lo que vendría a probar que era una práctica relativamente habitual. Un seminarista que estuvo unos años de monitor en Mundet nos reconoció que los primeros años del internado se había utilizado varias veces, y curiosamente también nos hablaron de otra persona que lo había visto aplicar en otro colegio de los salesianos en Madrid. Estas torturas para niños estaban pensadas, sobre todo, para hacer más daño psíquico que físico: «El mal físico no me afectaba mucho, porque pasaba y ya está. Lo que más miedo me daba era la humillación delante de todos los demás. El mal físico pasa, pero la vergüenza y el orgullo herido continúan muchos días». Entre tanta tristeza, violencia y sensación de abandono, Joan encontró a su primer amor. Era una niña que estaba interna como él en los Hogares Mundet. Los primeros contactos fueron fugaces y breves a través de la reja que separaba el patio de los chicos del de las chicas. Pero pronto necesitaron verse más y Joan, acostumbrado a driblar de todas las formas imaginables la férrea disciplina salesiana, encontró la manera: «Los diferentes edificios de los Hogares Mundet estaban interconectados por unos túneles subterráneos que se utilizaban para trasladar la comida de un edificio a otro o incluso para llevarnos a la iglesia en días de mucha lluvia. Así que nos las arreglamos para vernos en uno de esos pasillos donde evidentemente teníamos prohibido el acceso, si no era en compañía de un profesor. Solo conseguimos llegar los dos a destino dos veces en todos los años, pero valió la pena: allí nos hacíamos caricias y nos dábamos besos, todo muy inocente. Durante el recreo, intentábamos vernos a través de las rejas, pero no podíamos ni acercarnos a la valla porque enseguida venían las monjas o los curas. El único momento que nos podíamos ver de cerca era en la misa del domingo. Las niñas estaban a la izquierda y nosotros a la derecha. Entonces preparamos una estrategia: a la hora de ir a tomar la comunión ellas pasaban muy cerca de nuestro banco y en aquellos breves segundos nos las ingeniábamos para pasarnos mensajitos. Y siempre había bofetadas entre los niños para conseguir estar muy cerca del pasillo central para poder tener las chicas a mano». El amor estaba prohibido y los castigos se convertían en la forma habitual de comunicación entre salesianos y alumnos, pero aun así Hogares Mundet era un buen lugar para que las autoridades del momento se hicieran una foto: «Recuerdo cuando vino Franco a visitar las instalaciones. Nos vistieron a todos de blanco y nos hicieron hacer tablas de gimnasia formando letras gigantes con sus eslóganes. Pasaron bastantes políticos por allí, poniéndose medallas por la obra social que desarrollaban. Y no se puede negar que salvaron a muchos niños de quedarse en la calle: nos daban de comer, de beber, educación, te enseñaban un oficio… Solo faltó que nos hubieran dado un poco del afecto que necesitábamos y que no recibíamos de los padres. Pero en los Hogares Mundet no había amor. Nos despreciaban, nos hacían sentir como un estorbo para ellos, como una carga para la sociedad. Nos decían que podíamos estar agradecidos de estar allí». Con la llegada de la adolescencia, estos niños comenzaron a tener capacidad laboral y la dirección del internado encontró una manera para que estos hijos de la caridad devolvieran a la sociedad lo que habían recibido. Los niños que no tenían una familia que los acogiera durante las vacaciones eran enviados a diferentes empresas a trabajar, sobre todo en hoteles que necesitaban, con la aparición de los primeros turistas, refuerzo de mano de obra durante los meses de verano. En la memoria de 1971 de la Diputación de Barcelona[14] se explicita que «los muchachos de la Sección Profesional son los protagonistas de la “Operación Hoteles-71”, que consiste en que la mayoría de ellos son colocados a trabajar en hoteles de la Provincia». Joan recuerda su experiencia: «Tenía 13 años y me mandaron a trabajar de botones en el Hotel Colón de Calella de la Costa. Trabajaba muchísimas horas y me acuerdo de que empecé a bosque: comíamos bellotas, madroños, todo lo que encontrábamos… Y con esto matábamos el apetito como podíamos». El internado estaba regentado por un cura, el padre Mauri, y su hermana. Imponían una disciplina muy falangista, aunque Carlos recuerda que la estética era «muy happy, muy de aquella época…». Tenían relación con el circo La Ciudad de los Muchachos y de vez en cuando se enviaba a algún niño para que participara en el espectáculo: «Se nos vendía el circo como algo muy atractivo, como una salida, pero, claro, no todo el mundo era llamado para tal privilegio: principalmente iban niños con alguna característica racial exótica o los que eran muy hábiles en gimnasia. Para nosotros, poder ir a La Ciudad de los Muchachos era un sueño, una puerta abierta para abandonar aquel mundo de represión y miseria, aunque visto desde ahora aquello era una explotación infantil implacable. Recuerdo que, durante el año que estuve allí, un niño se escapó y apareció en Mallorca buscando a su madre, ya que se coló de polizón en un barco. La Guardia Civil lo devolvió al internado pero, para nosotros era un héroe, porque nuestra obsesión era salir de allí». La estancia de Carlos en el Juan XXIII solo duró un año. Era un internado de pago y su padre buscó una opción gratuita. No obstante, el nuevo destino fue mucho peor. Estaba ubicado en la falda del Tibidabo, cerca de la ermita de Sant Medir, y recibía el nombre de Can Puig. El centro, regentado por los salesianos, fue inaugurado en 1951 por el alcalde franquista Antonio María Simarro. La prensa de la época lo calificó de «pequeña ciudad de ensueño […] donde los chicos gozan de plena libertad, en medio de bosques dilatadísimos sin cercos que los estorben»[15], pero la realidad que se encontró Carlos a principio de los setenta no coincidía con esta descripción tan idílica: «Allí fue donde recibí los primeros maltratos: había un señor mayor que vigilaba los dormitorios por la noche; se pasaba las horas fumando y nosotros tragándonos el humo. Cuando podíamos le robábamos los cigarrillos y, si nos pillaba, nos pegaba y nos obligaba a estar toda la noche de rodillas delante de la cama. También se encargaba de vigilar las duchas y si no te metías exactamente bajo el chorro de agua (¡lo intentábamos evitar porque salía helada!) te pegaba con una vara en los huevos». Cuatro años más tarde el centro cerró porque se descubrieron varios casos de pederastia. Pese a todo ello, Carlos no recuerda ningún maltrato por parte de los salesianos. La comida seguía siendo escasa, pero Carlos ya había adquirido habilidades de supervivencia en el anterior internado y pronto aprendió que si los pastos del alrededor eran buenos para las vacas, también podían ser un buen alimento para él: «Cuando nos llevaban a jugar al fútbol fuera, pasábamos cerca de unos prados donde, a escondidas de los curas, nos dábamos grandes atracones de hierba, creo que era alfalfa. Nos comíamos el tallo, que era tierno, y no nos pasó nada. Nosotros no lo vivíamos de manera traumática, formaba parte del instinto de supervivencia que tenías que desarrollar. Supongo que la beneficencia era eso, la escasez absoluta de todo. No teníamos ni material para estudiar. Recuerdo que las libretas que usábamos eran recicladas, estaban escritas por un lado porque a los niños ricos les molestaba la espiral y entonces nosotros las aprovechábamos utilizándolas por el otro lado. Los lápices los usábamos hasta que casi no los podíamos sostener con los dedos e incluso los mapas que los salesianos usaban en clase mostraban una España que ya no existía, de tan antiguos como eran». Can Puig acogía a niños hasta los 10 años, y a partir del quinto curso las criaturas eran enviadas a una escuela que los salesianos dirigían en la Zona Franca de Barcelona, Nuestra Señora del Puerto, que tenía una sección para niñas y otra para niños. A partir de ese momento Carlos y sus hermanas coincidirán en las mismas escuelas, aunque esto no facilitará en absoluto que tengan relación, ya que la separación por género, tanto en Nuestra Señora del Puerto como, posteriormente, en los Hogares Mundet, era absoluta. «En Nuestra Señora del Puerto conocí la brutalidad. Llegué con las botas agujereadas, y mi abuelo, en una de las visitas de fin de semana, me las intentó arreglar poniendo unos clavos. Pero el remedio fue peor que la enfermedad porque me clavaba las puntas. Finalmente terminé yendo a ver al director, que era también el encargado del material. El hombre, en lugar de darme un calzado nuevo, empezó a acariciarme y a tocarme. Yo no sabía interpretar mucho el sentido de aquellas caricias, pero algo dentro de mí me advirtió y salí corriendo. Me quedé sin botas nuevas y durante todo el año estuve con agujeros en los zapatos, pasando mucho frío porque me entraba agua. El frío es algo que aún llevamos dentro todos los que pasamos por los internados». Cuando Carlos nos cuenta esto se estremece, quizá por este frío interior que aún no lo ha abandonado, tal vez por el recuerdo del abuso del que se pudo librar: «A mí aquello me asustó mucho porque, aunque no sabía muy bien qué era, veía a los chicos que sufrían abusos sexuales (todos sabíamos quiénes eran) y lo vivían con mucho terror y mucha vergüenza». Años después, ya de mayor, Carlos vio con sorpresa cómo el antiguo director que había intentado abusar sexualmente de él aparecía en la televisión explicando que había salido del armario y colgaba los hábitos. «Me dio mucha rabia porque vendió su paso como un signo de valentía y modernidad, como si fuera un héroe, vamos, y en realidad era un cobarde que abusaba de los niños. Pero él no era el único personaje siniestro de Nuestra Señora del Puerto: había otro personaje, el hermano Esteban, que debería formar parte de los anales de la gente perversa. Este hombre abusaba de los niños: se los llevaba al baño y allí les hacía de todo. Un día lo pillaron con dos niños en las duchas. Aquello nos afectó tanto que, a pesar de nuestro desamparo, fuimos capaces de organizar una especie de grupo de autodefensa: cuando el hermano venía por las camas a buscar a alguien, nos levantábamos en bloque y así impedíamos que se llevara a algún niño al baño. Aquella rebeldía me costó palizas constantes. Recuerdo que aquel hombre llevaba un enorme llavero en las manos, como los antiguos serenos. Siempre que podía me pegaba en la cabeza con aquel llavero y me castigaba a estar toda la noche de pie en el pasillo helado. Si me dormía y me apoyaba en la pared, venía por detrás y descargaba toda su fuerza con el llavero en la cabeza. No solo era un pedófilo, también era un sádico». Carlos aún tiene una marca en el labio de un golpe que le dio el director de la banda de música del centro, un exmilitar que escondía sus frustraciones por la falta de glorias bélicas maltratando a niños. Carlos explicó en casa los castigos del hermano Esteban y su padre fue a hablar con la dirección del centro. El resultado de la conversación no solo no mejoró la situación, sino que los castigos aumentaron en número y en crueldad: «A partir de aquel momento la situación empeoró: hacían escarnio contra mí siempre que podían y alardeaban de su impunidad. Nos restregaban por los morros que éramos una mierda y que nadie nos esperaba en casa, y si te esperaban, daba igual. Aquello era lo que había». La violencia era omnipresente, y no siempre venía de los curas. A menudo había enfrentamientos entre unos alumnos que se sentían rechazados por sus familias y que acababan vertiendo su frustración contra el más débil. Carlos recuerda que para sobrevivir se proveyó de una navaja y formó una pequeña banda: «El hecho de tener un grupo te protegía de alguna manera. Había gente que era muy bestia: era la época de los gitanos de Can Tunis, los quillos del Polvorín y de la banda de Los Correas. La gente sacaba navajas, y no eran navajas de juguete. Era un mundo muy violento y nos protegíamos como podíamos. Una vez un niño me pegó un puñetazo en la espalda y por poco me muero asfixiado en pleno recreo, porque me quedé sin respiración…, y los curas se quedaron mirando pasando de todo. Reconozco que yo era del grupo de los gamberros, pero también teníamos una cierta ética: se trataba de sobrevivir y de protegernos como fuera. Cuando podíamos imponíamos nuestra ley y nuestra justicia. Una vez alguien trajo cromos, y esto, para nosotros, era de pijo. Se los quité para dárselos a mis hermanas. Otra vez robé un estuche de colores Alpino, y también se lo llamarme Carlos, o Carceller: yo era el 194. Allí todos éramos un número. Un día me desapareció la cartera, lo que representaba un gran problema para mí ya que tenía el pase del metro al que tenían derecho los hijos de los trabajadores de los Transportes de Barcelona. Para mí aquello era muy importante, porque me permitía poder salir de allí y coger el bus 27 e ir hacia Sants, a casa de los abuelos. Una noche se me acercó un salesiano con estética progre y comenzó a acariciarme diciendo: “¿Estás muy preocupado?”. Cuando acercó la mano a mis genitales la aparté de un golpe. Se detuvo y no pasó nada: este hombre no era de los que pegaban, pero allí había unos cuantos a quienes les encantaba repartir leña y presumían de ello. Eran todos muy vascos, muy pelotaris, de pelo en pecho, de dar coscorrones y puñetazos. Imperaba una estética muy de macho ibérico». La violencia cotidiana, obviamente, siguió formando parte de la vida de Carlos. Su carácter rebelde lo convertía a menudo en el centro de las iras de los que querían mantener la disciplina a toda costa. «En Mundet me pegaron y castigaron mucho. En concreto recuerdo una paliza que fue antológica: después de cenar teníamos la única hora que nos dejaban para estudiar y hacer los deberes, un rato insuficiente que no daba tiempo para hacer nada. Una de esas tardes debía de haber hecho una travesura, ya no recuerdo cuál, y la reacción del que nos vigilaba fue brutal. Era un seminarista que tendría que hacer méritos, supongo. Comenzó a darme puñetazos, me sacó de la clase y de un empujón me tiró al suelo del pasillo. Comenzó a darme patadas en la cabeza, que me rebotaba contra la pared. Quedé medio aturdido y lleno de sangre, pero, aun así, recuerdo que le dije que lo mataría, una promesa que no he cumplido nunca». Cuando Franco murió, Carlos tenía 12 años y comenzaba una adolescencia complicada. La muerte del dictador llevó pocos cambios a los Hogares Mundet. En algunos casos la estética se modernizó, pero la violencia continuaba: «En nuestro dormitorio teníamos un vigilante muy joven, un seminarista que iba de progre, con greñas y una chaqueta que olía a lana. Nos ponía música de Lluís Llach para reivindicar los nuevos aires de libertad, pero mientras iba repartiendo soplas a troche y moche. De hecho, recuerdo las bofetadas a ritmo de Lluís Llach. Desde entonces, a Lluís Llach no puedo verlo ni en pintura. ¡Es como si a un judío le pusieran Wagner!». Este seminarista del que habla Carlos terminó siendo maestro y hasta hace poco fue coordinador pedagógico de un instituto. Hemos conseguido localizarlo y ha accedido a hablar con nosotros, pero manteniendo el anonimato. Durante la conversación nos reconoció que en Mundet había repartido algunas bofetadas, pero que fue «por pura supervivencia, ya que había algunos chicos muy violentos y, si no te imponías, estabas literalmente muerto». La violencia continuada, la frustración y la sensación de abandono fueron creciendo dentro de Carlos hasta puntos insostenibles: «Tenía mucha rabia, mucho odio. Con 14 años ya tenía una úlcera de estómago que me mataba de dolor… Supongo que somatizaba toda aquella mierda, hasta que al final, por instinto de supervivencia y para no perjudicar a mis hermanas, me dediqué a canalizar toda esa rabia escribiendo. Y evoqué todo aquel mundo con ironía». Las hermanas gemelas de Carlos también estaban en los Hogares Mundet, pero en el pabellón femenino, totalmente segregado del de los chicos. Estaba totalmente prohibido cualquier contacto entre niños y niñas, aunque se tratara de hermanos: «Alguna vez yo me escapaba para ver a mis hermanas, pero si nos pillaban podía haber consecuencias. Las normas eran muy estrictas. Incluso en el recreo había unas líneas que no se podían sobrepasar. Si te encontraban fuera del patio de niños, estabas “fuera de sitio” e irremediablemente se te aplicaba un castigo. En una ocasión, una de las monjas nos vio juntos y castigó a mis hermanas “por conducta ligera y alternar con hombres”. No sirvieron de nada los llantos de mis hermanas, que querían aclarar que el “hombre” era sencillamente su hermano». Carmen, la hermana de Carlos, recuerda cómo iban las cosas allí dentro: «Allí había que pedir permiso para todo: para ir a la cabina telefónica, para ir al bar… y evidentemente ir con chicos estaba prohibido. Y el castigo más ejemplar podía ser no ir a casa el fin de semana: venía la familia a buscarte y regresaban con las manos vacías. El padre o la madre no tenían nada que hacer ante la autoridad de una monja». Las niñas de los Hogares Mundet también estaban sometidas a una disciplina férrea, aunque el modo de imponerla no era el mismo que con los chicos: «Las monjas aplicaban un sadismo sutil, la violencia no era física, su arma era la humillación… Una de mis dos hermanas se meaba en la cama y la obligaban a pasear con las sábanas mojadas en la cabeza delante de todas las demás niñas, para hacer escarnio y humillarla». Aunque era un niño rebelde y travieso, Carlos fue, académicamente hablando, un buen alumno y se convirtió en uno de los primeros estudiantes de beneficencia que estudiaron el bachillerato en lugar de la formación profesional. Le encantaba estudiar y siempre buscaba tiempo para leer, una tarea nada fácil en un internado, donde toda la jornada estaba estrictamente pautada. En los Hogares Mundet los salesianos daban mucha importancia al deporte, y especialmente el fútbol. Carlos, que odiaba el deporte rey, vivía como un auténtico suplicio las largas tardes deportivas, que él habría dedicado al estudio o la lectura: «Nosotros fuimos los primeros que tuvimos la suerte de que nos dejaran hacer el BUP, porque los internos teníamos que hacer FP. La idea era que los hijos de la desgracia teníamos que hacer un oficio. Pero un grupo de profesores laicos insistió en que los que teníamos buenas notas teníamos que seguir estudiando, fuera cual fuera nuestro origen. Esto generó mucha rabia a ciertos curas, porque además nosotros éramos rebeldes y no aceptábamos bailar al son de su música: arrancábamos crucifijos, nos saltábamos las misas…». Como hemos visto en capítulos anteriores, la entrada de la democracia no conllevó cambios inmediatos en los Hogares Mundet. De hecho, los salesianos estuvieron hasta 1982, el año en que abandonaron la institución, después de que la Diputación les exigiera hacer algunos cambios que no quisieron asumir. Sin embargo, Carlos no llegó a conocer los Hogares Mundet laicos porque fue expulsado poco antes: «Estábamos en tercero de BUP y nos enteramos de que venía una delegación de la Diputación para conocer de primera mano el funcionamiento del internado. Los curas y las monjas buscaron a los niños más guapos y más dóciles para hacerlos desfilar delante de los señores diputados y dar una buena imagen. Evidentemente, nosotros no fuimos convocados. De BUP debían ir unos alumnos externos, los privilegiados que tenían familias estables y solo venían a los Hogares Mundet a estudiar. Les pedimos que, si no les importaba, ya iríamos nosotros en su nombre a la reunión. Nos presentamos y comenzamos a explicarlo todo. Recuerdo que se pusieron muy nerviosos: el director, el padre Palau, no sabía dónde meterse. El representante de la Diputación se levantó y en castellano me dijo: “No os preocupéis, un día quedamos y hablamos”. Yo ya tengo 50 años y todavía espero que me diga algo, ese señor». Este fue el último gesto de rebeldía que permitieron a Carlos en los Hogares Mundet: «Nos echaron manipulando las notas, y de eso estoy seguro porque un cura me lo reconoció. Como éramos alumnos de beneficencia teníamos que aprobarlo siempre todo, lo que yo siempre había hecho sin problemas. Y ese año, curiosamente, nos dejaron suspendidas las asignaturas que daban los hermanos. Y en septiembre me encontré en la calle». Salir al exterior no era fácil después de toda una vida recluido en diversas instituciones. Su mundo siempre había tenido unos límites reconocibles, cercanos, sórdidos pero conocidos. Saltar la valla era un salto al vacío sin protección. «De repente me encontré solo en un parque de Barcelona, a pleno día, y recuerdo que me sorprendió ver que había vida por las calles los días laborables… Nunca había salido del internado los días de cada día… Recuerdo el sentimiento de desorientación, estaba perdido, lleno de odio. En aquella época, si me hubieran dado un arma, podría haber sido un delincuente. De hecho, cuando me expulsaron, sin que lo supiera mi padre, me presenté al médico del metro de Barcelona, el doctor Anoia, y le dije: “Mire, no me espero que esto nos ayude a todos un poco». Juan Antonio Miguel, la historia de un «materno» que sobrevivió El primer recuerdo de Juan Antonio es de un internado; de hecho, entró al internado incluso antes de nacer. Su madre trabajaba sirviendo en casas señoriales en la zona alta de Barcelona y quedó embarazada siendo soltera. Al octavo mes, la barriga ya era tan prominente que no había manera de esconderla, y pronto fue considerada no apta para seguir haciendo su trabajo: estaba pesada y lenta, pero lo que resultaba más inconveniente era que manchaba la reputación de la familia a la que servía. Ser madre soltera en 1964 era un pecado imperdonable en una sociedad moralmente controlada por la Iglesia, especialmente para las clases subalternas; las más acomodadas tenían recursos para saltarse, si convenía, ciertas convenciones sociales. Así que, sin casa ni trabajo, no tuvo más remedio que ser acogida en la Maternidad, donde tuvo que trabajar planchando y fregando el suelo hasta el último día de gestación para pagarse el parto. Juan Antonio, pues, abrió los ojos en un internado y no logró salir hasta la mayoría de edad. «De la Maternidad no recuerdo nada positivo, allí todo era muy triste. Las primeras imágenes que me vienen a la cabeza son salas inmensas y oscuras donde te sentías como una hormiguita. Y sobre todo echábamos de menos que alguien nos diera afecto. Éramos un grupo de niños desvalidos que no teníamos el cariño de una madre y las monjas no nos lo podían dar porque éramos muchos niños para muy poco personal». En muchos casos, las madres tenían que quedarse un año trabajando en la Maternidad como castigo por su pecado y por «agradecer» que las monjas acogieran a su hijo. Un compañero de la Maternidad de Juan Antonio que prefiere permanecer en el anonimato le contó una anécdota vivida por su madre: «La ventaja de que obligaran a las madres a trabajar en la Maternidad es que durante ese período nos cuidaba nuestra propia madre. Un día hubo una epidemia de diarrea entre los bebés y yo fui de los pocos que se salvó. La madre superiora preguntó a mi madre cómo lo había hecho para evitar que enfermara. Ella le confesó que, como yo rechazaba con llantos desgarradores el biberón, no me lo dio. Todas las demás cuidadoras obligaron a los niños a tomar el biberón a pesar de los llantos desconsolados. Finalmente se supo que aquella partida de leche en polvo que provenía de los Estados Unidos estaba en mal estado. Hablo de cuarenta o cincuenta bebés, todos afectados de diarrea menos yo. Este es un buen ejemplo del maltrato que recibíamos en la Maternidad, porque incluso las madres de los otros compañeros nos pegaban y nos tiraban del pelo cada vez que hacíamos algo que no les gustaba, como rechazar un biberón». Juan Antonio estuvo en la Maternidad hasta los 7 años, cuando hizo la primera comunión. Sus recuerdos son, por tanto, borrosos e imprecisos. Muchas veces lo que más recuerda son sensaciones que, ya de mayor, pudo corroborar a partir de sus investigaciones. «De allí lo que más recuerdo es el miedo. Las puertas hacían unos alaridos al abrirse y cerrarse que nos ponían la piel de gallina, y nosotros, por supuesto, no podíamos racionalizarlo. Por la noche, muchas veces, me tapaba con la sábana hasta más arriba de la cabeza porque tenía esa sensación de miedo. Aún hoy en día tengo tendencia a taparme, supongo que es una manera de protegerme del exterior». Cabe decir que esta sensación de miedo tenía una base, ya que el trato de las monjas y del resto del personal no era precisamente cariñoso: «Recuerdo uno que era manco y que iba repartiendo hostias a troche y moche. Cuando peor lo pasábamos era cuando nos hacíamos pis en la cama. Intentabas esconderlo, lo que resultaba imposible, porque sabías que después vendría el escarnio y el castigo de estar horas y horas de pie junto a la cama. Si te pasaba a menudo, todavía era peor, porque entonces te iban despertando varias veces durante la noche y te obligaban a ir al baño aunque no tuvieras ganas». En la Maternidad había dos monjas que se llamaban Montserrat. Una era joven y dulce y los niños la llamaban «la buena», y la otra era mayor y mucho más antipática, y recibía el apodo de «la mala». Esta última, cuando quería pegar a alguien y no lo podía coger ella misma, ya que era muy pesada, pedía ayuda a cuatro alumnos (siempre había algunos pelotas dispuestos a colaborar) para que «cazaran» al niño insurrecto y lo inmovilizaran para recibir la paliza. Si no lo conseguían, pedía ayuda a cuatro niños más. La experiencia demostraba, sin embargo, que para la víctima era mejor no resistirse, pues el castigo aumentaba exponencialmente en relación con el número de niños que habían intervenido en la «detención». Los niños vivían en un gran estado de dejadez, escasos de comida, afectividad y atención básica. «La comida era nauseabunda, pero te la comías porque tenías hambre. Y a veces, de tan mala, vomitabas. Si te pasaba eso, tenías un gran problema, porque entonces las monjas te hacían comer lo que habías sacado. Yo estaba tan delgado que se me marcaban todos los huesos». Juan Antonio no contó nunca a su madre sus sufrimientos y sus tristezas, en parte porque no conocía otra realidad: «No podía decir nada a mi madre de la situación y ella ni me preguntaba. Yo creo que ya sabía cómo nos trataban las monjas, porque había trabajado allí dentro, pero supongo que, en aquella época, para una madre soltera era impensable enfrentarse con las religiosas. Yo no recuerdo a mi madre con La debilidad de los «maternos» no solo se reflejaba en los resultados académicos o las burlas de los compañeros, sino que también sufrieron en mayor proporción abusos sexuales: «Nosotros no hablábamos, no nos quejábamos, estábamos más indefensos que el resto. Había un salesiano en particular a quien le gustaba mucho acercarse y tocarte. Y tú, en un primer momento, te dejabas hacer porque no sabías si estaba bien o mal y agradecías que un cura te mostrara afecto en lugar de maltratarte. Nos faltaba amor y si un hermano te trataba más delicadamente o estaba más pendiente de ti, lo veías como una tabla de salvación. A cambio te hacía cosas que tú, en ese momento, no racionalizabas, y, aunque lo hicieras, ¿dónde podías denunciarlo? El código de valores allí dentro lo marcaban ellos. Nosotros éramos como los perros: aunque el dueño le pegue, el perro lo sigue igualmente porque está esperando que le dé comida. Y nosotros íbamos detrás de ellos: nos guste o no, eran nuestros guías». Juan Antonio no sufrió ningún abuso sexual grave, pero un compañero, «materno» como él, le explicó hace pocos meses por primera vez su experiencia. Quiere mantener el anonimato porque ni su mujer ni sus hijos conocen los hechos. Es la primera vez que rompe el silencio: «Teníamos 9 o 10 años. Dormíamos en unos grandes dormitorios colectivos, con unas dieciséis camas en cada uno. En un rincón estaba el espacio donde dormía el cura, que estaba separado del resto del dormitorio por una cortina blanca opaca que colgaba de una barra sujeta al techo por unas anillas de metal. La cama era un poco más grande que la nuestra y todo ello ocupaba el espacio de dos niños. Mi cama estaba delante de su dormitorio, a unos diez metros. No me gustaba estar tan cerca del cuidador, porque me sentía controlado, pero era lo que me habían asignado y no había discusión. Desde hacía algunas noches notaba movimiento de compañeros que entraban y salían de su departamento, pero no entendía qué pasaba. Una noche me despertó y me dijo que lo acompañara. Me hizo entrar en su cama y me obligó a acariciar su pene y ponérmelo en la boca, haciéndole friegas con las dos manos. Cuando terminó, y como si fuera lo más normal del mundo, me ordenó que volviera a mi cama. Así escrito parece fácil, pero hasta ahora no he sido capaz de explicarlo a nadie, ni siquiera a mi mujer. Me llena de vergüenza contarlo y me es muy difícil contener la rabia y la impotencia, hasta el punto de que me cuesta respirar y todo. A partir de ese momento comprendí en qué consistía el continuo ir y venir de mis compañeros a la habitación del cura. Pero con mi infantil ingenuidad no comprendí el significado de aquellos hechos y en un primer momento no le di ninguna importancia porque no era consciente del daño que me causaría años después. El tráfico nocturno continuó y una semana después volvió a requerir mi presencia. Yo no entendía qué significaba todo aquello, pero me producía una desconocida repugnancia. Cuando volvió a empezar con lo que después supe que eran abusos sexuales, me puse a llorar. Aquella noche me mandó a la cama sin ni tocarme y cogió al compañero que dormía a mi lado. Nunca más me volvió a tocar. De los curas seguí recibiendo su ira divina y sus maltratos, pero nunca más abusos sexuales». La violencia era cotidiana. A menudo solo se manifestaba verbalmente, o con algún cachete, pero en alguna ocasión las cosas salían de madre. Juan Antonio, debido a su timidez, lograba pasar desapercibido, y esto era una gran virtud en el mundo de los internados, ya que a menudo se ahorraba palizas y castigos. No obstante, fue testigo de muchos maltratos: «Yo he visto a niños que han tenido que ir al sanatorio porque a algún maestro se le ha ido la mano. A un amigo mío, porque salió tres veces de la fila en el trayecto del patio a la clase, el cura lo cogió por los pantalones y la camisa, lo elevó un metro y lo soltó de cara al suelo. El niño no tuvo tiempo de protegerse con las manos y golpeó con la boca contra el suelo y se le partió un diente. Se aguantó el llanto por miedo a más represalias y nadie lo llevó al médico hasta después de una semana, cuando alguien se dio cuenta de que le seguía supurando el diente. Allí todo estaba pautado y programado, y no podías salirte de la raya ni un poco. Si estabas “fuera de sitio”, como ellos lo llamaban, te esperaban castigos». En todo este contexto de violencia, represión y aislamiento el desarrollo de los niños era más lento; pese a ello, con la llegada de la adolescencia, poco a poco Juan Antonio se fue abriendo y se dio cuenta de que había un mundo más allá del internado: «En octavo de EGB, con 14 años, empiezas a ser más consciente de todo. El despertar es muy lento porque nosotros llevábamos todo el bagaje del internado que nos pesaba. Pero aun así empiezas a salir más a menudo los fines de semana: haces el primer cigarrillo, te compras un helado, ves a chicas, aunque ni te atreves a decirles nada…, e incluso ves la tele (en casa no teníamos, pero como mi madre había alquilado un piso en el núcleo antiguo de Barcelona, desde el balcón veía la de los vecinos). Y cuando vuelves al internado el domingo por la noche empiezas a darte cuenta de que hay otros mundos, aparte de lo que te han enseñado los salesianos, y que son mucho más interesantes». Poco a poco Juan Antonio y sus amigos comienzan a ser más críticos con la estricta normativa que rige sus vidas y pierden el miedo a saltársela: pequeñas escapadas al adyacente parque del Laberinto y al Palacio de las Hiedras, mirar una revista pornográfica… Habían empezado la búsqueda de la libertad y a minimizar la importancia de estar «fuera de sitio». Juan Antonio fue uno de los pocos «maternos» que lograron estudiar el BUP en lugar de hacer la desprestigiada formación profesional de la época. Al igual que su amigo Carlos Carceller, fue uno de los primeros internos que rompieron la norma no escrita según la cual los niños provenientes de la beneficencia no podían hacer estudios superiores. Y esto implicó compartir aula con chicos externos: «Era gente que vivía en Montbau o en Horta y solo venía a Mundet a estudiar. Aunque seguíamos estigmatizados porque éramos los marginados de la casa, y eso se notaba en el trato, fue muy positivo porque nos aportaron un aire fresco que provenía de fuera de las vallas de Mundet. Y de esta relación salió la alocada idea de hacer una revista que tocaba temas de todo tipo». La revista llegó a ser muy popular entre los alumnos, ya que en cada número se intentaban ensanchar un poco más los muros. Carlos y Juan Antonio fueron algunos de los principales colaboradores: «Nos acarreó algún problema, porque empezamos a atrevernos a criticar el mundo de los salesianos. Era el año 1981, teníamos 17 años y hacía seis que había muerto su excremencia y soplaban aires de libertad. Muchas veces eran artículos ingenuos y a menudo carecían de información veraz, pero necesitábamos rebelarnos: en el centenario de la fundación de los salesianos ridiculizamos al santo fundador de la orden publicando su nombre con diminutivo, Juanito Bosco; en otro número Carlos escribió un artículo en el que criticaba el Tribunal de la Rota porque no permitía el divorcio; en otras ocasiones criticamos la organización del internado… Tampoco era para tanto, pero los salesianos supongo que temieron perder el control e hicieron una circular justificando su censura. Habíamos hecho una revista que podríamos decir que estaba “fuera de sitio”. Primero, con las escapadas, habíamos estado físicamente fuera de sitio, y ahora lo estábamos intelectualmente». A pesar de la rebeldía, Juan Antonio consiguió terminar los estudios en Mundet y después se licenció en Historia. Todo un triunfo tras pasar los primeros 17 años de su vida encerrado en un internado. Fue el único superviviente de la primera generación de niños de la Caridad que llegaban al bachillerato: «A mis amigos los expulsaron a todos, a mí me dejaron todavía no sé muy bien por qué. De todos modos, las secuelas del internado cuestan mucho de superar: aún hoy me cuesta relacionarme y sobre todo mirar a alguien a los ojos cuando me habla. Me cuesta mucho romper el hielo e incluso durante los años de universidad me seguí sintiendo diferente, inseguro, tenía vergüenza constantemente. Si alguien hablaba de mí, me sonrojaba rápidamente. Necesitaba ponerme al nivel de los otros después de tantos años encerrado. Quizás te parecerá absurdo, pero las primeras veces que salí solo de Mundet, con 16 o 17 años, me iba a la sección infantil de El Corte Inglés a jugar con los juguetes que no había tenido nunca. Mientras mis amigos externos miraban ropa, ¡yo jugaba con los mano cómo funcionaba la institución. El odio y la agresividad que tenían las monjas se me quedaron muy grabados, porque yo había conocido monjas que no eran así. Se les adivinaba el rencor, supongo que por haber sido perseguidas durante la Guerra Civil. ¡Parecía que en la Maternidad hubieran hecho unas oposiciones para escoger a los personajes más negros y nefastos!». Magda iba asintiendo mientras Carmen hablaba y no se pudo contener: «Lo curioso es que este rencor lo arrastraron durante muchísimos años y estos maltratos en los internados duraron hasta bien entrada la democracia. El régimen, con la victoria de los aliados en la Segunda Guerra Mundial y la llegada del turismo, se abrió en muchos otros sectores, y en cambio en este mundo de las “cárceles para niños” todo siguió prácticamente igual. La gente no era consciente de que existían estos centros de reclusión para niños o para madres solteras, o para mujeres que teóricamente eran desviadas, y ser calificada como “desviada” podía significar sencillamente tener ideas democráticas». El artículo «Los hijos del pecado» de Carmen sobre la situación en la Maternidad es demoledor y sorprendentemente crítico, teniendo en cuenta la falta absoluta de libertades del momento. El texto denuncia primero la situación de las madres y se atreve a criticar la hipocresía moral del régimen, algo absolutamente insólito en los medios de comunicación de la época. Aquí reproducimos algunos fragmentos: Ante las puertas de nuestra Maternidad se detiene una mujer embarazada. […] Si en la recepción responde a este santo y seña (¿Estado?: ¡Soltera!), rápidamente es conducida a su futuro mundo de apartheid que, en la Maternidad Provincial de Barcelona, se llama Pabellón Rosa. La esperan en el Pabellón otras doscientas mujeres «caídas» como ella: la esperan para darle la bienvenida a un purgatorio que para ella hemos inventado la sociedad. […] La sociedad las condena, las monjas de allí las desprecian. […] Algunas, después del parto, se marchan renunciando al hijo. O dejándolo allí reconocido. Pocas, muy pocas, poseen el coraje y la conciencia de lucha necesaria para irse a cuestas con su pecado. […] Las que se quedan […]) son designadas bajo el nombre de «mecánicas». Visten bata gris a cuadros, cosen, friegan, recosen, planchan, gritan y pegan a los niños. […] Rezan el rosario todos los días y las monjas les recuerdan perpetuamente que han de redimirse. En la segunda parte, la periodista se centra en el estado lamentable en que se encuentran los niños, y es cuando el artículo es más impactante. Explica sin eufemismos cómo las madres «mecánicas» maltratan a los niños que no son suyos y cómo las monjas permiten una degradación absoluta de las condiciones de vida de los niños: No les suenan nunca, llegando, en según qué épocas, la parte de la nariz a la boca a infectarse. Llegan a producirse escenas de histerismo colectivo… la mujer chillando, gesticulando y estirándose los pelos, los niños todos llorando a gritos. Los niños no tienen prácticamente comunicación humana con personas mayores, casi no les hablan, sólo las órdenes precisas. […] La disciplina […] es a base de gritos, golpes (con la mano, la zapatilla o el puño) y miedos. […] No han visto conducirse normalmente a ningún ser humano. Viven en el terror, en rebaño, despersonalizados y con la sola pedagogía del grito y del alpargatazo. El artículo termina reclamando que se saque inmediatamente a aquellos niños de allí y que se sustituyan a las monjas por personal seglar, un ataque directo a la Iglesia católica que difícilmente podía dejar indiferente a la sociedad de la época. Juan Antonio ha leído incontables veces el artículo. Es historiador y ha investigado mucho para intentar comprender los porqués de tanta injusticia. El reportaje de Carmen le confirma que aquellos recuerdos medio borrosos de niño que le han perseguido toda la vida no son una pesadilla: «A mí aún, cuando entro aquí en el recinto de la Maternidad, hay algo que se me remueve. No recuerdo ni un momento de felicidad, solo mucha negrura y mucho miedo. Nosotros no podíamos dirigirnos a nadie para quejarnos, incluso creo que ni siquiera le dije nada a mi madre. A estas alturas todavía piensa que estuve bien aquí». Juan Antonio recuerda que en contadas ocasiones los sacaban a dar una vuelta por la Diagonal, todos en hilera. Carmen se había topado, en algunas ocasiones, con aquellas filas de hospicianos por la calle: «Todavía tengo grabadas las caritas de aquellos niños. Se me pone la piel de gallina cuando recuerdo cómo se me acercaban como si yo fuera la Virgen y me abrazaban y me llenaban de babas y mocos. Yo no había visto nunca una tristeza y una desolación tan grandes». Carmen tuvo que pagar un precio muy alto por denunciar estas vejaciones e injusticias. Las complicaciones comenzaron desde el primer día: «Después de hacer las fotos tuvimos que salir disparados de la Maternidad, ya que había un guardia que nos quería quitar la cámara. Salimos de allí corriendo tras darle un carrete que no era». El artículo causó un gran impacto y la revista recibió muchas cartas al director y muchas presiones, algunas de las cuales pedían la cabeza de Carmen: «La redacción de la revista era muy masculina, y después de la avalancha de cartas al director (la mayoría de apoyo, pero algunas muy críticas) oí como el director y el propietario de la revista hablaban de mí en la redacción, sin fijarse en que yo estaba allí. Hablaban de cómo marginarme y sentí como uno decía al otro: “Después de todo, las mujeres solo sirven para follar”. A partir de ese momento me relegaron a hacer trabajos de segunda. Intenté buscar trabajo en otras publicaciones, pero había quedado marcada después de escribir “Los hijos del pecado”». Con la llegada de los aires más democráticos, Carmen terminó trabajando en revistas de primera fila como Triunfo o Cuadernos para el Diálogo, y en otras más combativas, como Vindicación Feminista, en la que coincidió con Magda Oranich, que también se suma a la conversación: «Hay que remarcar que Carmen escribe este artículo memorable el año 68, y yo escribí otro sobre un tema similar 9 años más tarde, ya en democracia, y las cosas no habían cambiado tanto. Porque la falta de preparación de la gente que cuidaba a estos menores o que supuestamente los protegía era la misma que 9 años antes… La estructura era absolutamente la misma, totalmente represiva, y sobre todo represiva para las mujeres». Magda escribió en 1977 un artículo en la revista Vindicación Feminista titulado «Patronato de Protección de la Mujer: Fábrica de subnormales», en el que se denunciaba esta institución, creada en 1902, y que tenía como fin, según sus propios estatutos, «velar por la moralidad pública, y muy especialmente, por la de la mujer, y ejercerá sus funciones tutelares de vigilancia, recogida, tratamiento e internamiento sobre aquellas mujeres mayores de dieciséis años y menores de veinticinco que los Tribunales, Autoridades y particulares le confíen». Esta institución sirvió en la práctica para recluir a todas las jóvenes que no encajaban en la estricta moral de la época. Las celdas de sus centros de internamiento las ocuparon madres solteras, prostitutas, niñas que habían sufrido violaciones, personas con ideas políticas o sencillamente chicas rebeldes que resultaban molestas a sus familias. «Yo conocí casos de chicas a quien el padre las había llevado allí porque tenían ideas democráticas, socialistas o nacionalistas. Franco había muerto, pero la estructura no había cambiado». Magda, luchadora antifranquista, estuvo recluida en la cárcel de mujeres de la Trinidad, y allí, por primera vez, oyó hablar de esta institución: «Allí empecé a oír hablar mucho del Patronato de Protección de la Mujer, y más hubiera valido que estas “protecciones” se las hubieran ahorrado, porque siempre implicaban represión. Me interesó porque la sociedad no sabía que las mujeres internas pasaban ese calvario, como el que pasó tu madre, Juan Antonio, o como el que pasaba tanta gente. Y creo que denunciarlo en los últimos años del franquismo y los primeros de la democracia hizo que poco a poco las cosas cambiaran». Magda consiguió, después de muchas gestiones y grandes dificultades, que la dejaran entrar en uno de los centros del Patronato de Protección de la Mujer de Barcelona. Se trataba de la casa que las religiosas Adoratrices del Buen Pastor tenían en Barcelona, en la calle Císter, número 36, el centro donde estuvo recluida la también protagonista del documental y de este libro Consuelo García del Cid. Nada más entrar, Magda queda impresionada: «Era como una prisión. Yo estaba acostumbrada a las cárceles, porque como profesional del derecho tenía que ir a menudo, pero lo que me afectaba es que eran chicas que no habían hecho nada. Que estuvieran en esa situación, sin libertad, sin poder salir a la calle, era un horror». En el artículo Magda describe detalladamente el centro: «En esta institución suelen Preventorios antituberculosos, del «Albergue de la sexta felicidad» al infierno El día 20 de septiembre de 2014 murió mi padre, Pere Armengou Figuerola. Una semana después, desatendiendo las dudas de familia y amigos sobre si estaba en condiciones de trabajar, me fui a Madrid. Unas mujeres que no conocía de nada, solo de cuatro correos electrónicos y un par de llamadas, me esperaban en la terraza del Círculo de Bellas Artes. El vapor producto de la combinación de los microaspersores y del bochorno del estrenado otoño las envolvía en un aura especial. Había tenido que cambiar la cita por el desenlace familiar, así que conocían el momento personal por el que estaba pasando. Esto, y el hecho de que muchas conocieran los trabajos de investigación histórica que hemos hecho con Ricard Belis, hicieron que, de repente, quedara sumergida en la calidez de aquel grupo. Desde aquel momento era una de las suyas. Nuevamente ese cosquilleo de satisfacción, de recompensa por el compromiso y una trayectoria de años, y a la vez el reto de estar a la altura de aquella confianza. Reyes Méndez, Antonia del Amor, Marián Alejandre, Itziar del Salto, Ángela Lirola, Ángela Bermejo, Chus Gil, Paloma Fernández y Consuelo García del Cid fueron mi primer aterrizaje en este mundo de dolor físico y devastación personal que supusieron los internados infantiles y juveniles, especialmente los preventorios antituberculosos. Y a pesar de la dureza de lo que contaban allí sentadas alrededor de un café, algo me impresionó de ellas desde el primer día: su alegría y su fuerza, aunque sus relatos se vieran a menudo interrumpidos por las lágrimas y por el recuerdo de cómo las habían hecho sentir, débiles e insignificantes. Salí de aquel encuentro llena de emociones; ellas, con una larga lista de deberes a petición mía: gente con la que contactar, teléfonos que había que buscar, personas a quienes había que convencer para que, si bien fuera lejos de los focos, accedieran a tener una charla con nosotros… Nos despedimos y me quedé pensando en la otra cosa que me impactó: su generosidad, tanto si tenían que testimoniar ante la cámara como si debían ceder a otra persona el espacio dentro del documental. Desde ese día muchas de ellas hicieron abundante trabajo anónimo para que esta investigación viera la luz. Para ese encuentro yo había leído un libro fundamental, de los pocos que han abordado y sobre todo denunciado todo lo que pasó en aquellos centros: Las desterradas hijas de Eva[21]. Su autora, Consuelo García del Cid, estaba a punto de llevar a imprenta el libro —basado en los centros del Patronato de Protección de la Mujer, como veremos más adelante—, cuando contactó con las exinternas del Preventorio del Doctor Murillo. La parada de máquinas fue literal y la recogida de testimonios impresionante. De ella aprendí muchas de las cosas que expongo a continuación. La tuberculosis, conocida también como «peste blanca», era una enfermedad de difícil tratamiento hasta la irrupción de los antibióticos, concretamente de la estreptomicina. Aislamiento, reposo y aire sano eran los remedios tradicionales en sanatorios especializados, a menudo situados en la montaña o aprovechando el yodo del mar. A principios del siglo XX, el doctor Calmette, del Instituto Pasteur de París, inauguró en Lille el primer preventorium, un concepto que revolucionaba la profilaxis de esta terrible enfermedad que a menudo llevaba a la muerte. La idea era aislar temporalmente a los niños que tuvieran un caso de tuberculosis en la familia para evitar el contagio. Se trataba de niños sanos porque si ya estaban enfermos, eran enviados al sanatorio. Se suponía que en un entorno saludable aquellos niños se fortalecerían y serían menos vulnerables a aquella terrible plaga. En España fueron construyendo sanatorios y preventorios casi al mismo ritmo que se extendía la enfermedad. Los esfuerzos de la II República para controlar la tuberculosis —el 1936 se crea el Patronato Nacional Antituberculoso— se cortan en seco con la Guerra Civil. La España devastada de las primeras décadas de la dictadura ofrece un panorama desolador en un país donde la autarquía y las dificultades económicas impiden el acceso a unos antibióticos que se estaban revelando como la solución definitiva. A partir del 1940 el Servicio de Colonias Preventoriales, dependiente del Patronato Antituberculoso, comienza a organizar estancias de tres meses para niños y niñas de 7 a 12 años en alguno de los centros repartidos por toda la geografía española: Preventorio Infantil del Doctor Murillo (Guadarrama, Madrid), Niño Jesús (Almería), Aguas de Busot (Alicante), la Savinosa (Tarragona), San Rafael (Segovia), Nuestra Señora del Amparo (Gandía, Valencia), Hospital del Tórax (Terrassa, Barcelona), Sant Joan de Déu (Calafell, Tarragona)… Aun así, la realidad es que allí enviaron a niños mucho más pequeños y mayores, y las estancias se podían llegar a alargar años. Los testigos que veremos a continuación nos demuestran que los preventorios terminaron siendo un contenedor de situaciones muy diversas, especialmente para familias sin recursos que, a pesar de no tener a ningún enfermo de tuberculosis, veían en aquellos centros la única manera de garantizar un plato en la mesa o unas semanas de vacaciones a sus hijos. Los centros se dividían por sexos y muchas veces los hermanos eran separados —los niños hacia un lugar, las niñas hacia otro— en preventorios alejados de la residencia familiar, lo que dificultaba las visitas y el control de cómo iba la estancia de los niños. Los trámites para conseguir plaza no eran fáciles y ayudaban los contactos, las influencias y más de un sobre con dinero bajo mano. La tuberculosis tardó décadas en erradicarse en España, pero los preventorios llevaron a cabo, a la perfección, el papel de escaparate de un asistencialismo a medio camino entre la beneficencia y el adoctrinamiento. Era la cara amable de una dictadura que seguía fusilando y que, por no tener, no tenía ni Ministerio de Sanidad, ya que las competencias sanitarias estaban repartidas entre los Ministerios de Gobernación y de Trabajo, en un intento de contentar a las diferentes familias franquistas, los militares ultracatólicos por un lado y los falangistas por el otro. Los antibióticos que ya estaban curando numerosos casos de tuberculosis en el mundo solo se encontraban en el mercado negro o estaban reservados a las personas adineradas o cercanas al poder. Las clases populares debían hacer creer que se tragaban el No-Do, que ofrecía una imagen idílica de España en general y de los preventorios en particular. Ernestina es recibida con muestras de simpatía por las niñas del Preventorio Infantil de Guadarrama. Tres residentes son las encargadas de mostrarle este centro enclavado en plena Sierra. En la hora de la comida brilla el yantar sano y abundante y también una prueba del buen apetito de las pequeñas[22]. Pero los testimonios recogidos para esta investigación nos hablan de otra realidad en la que los maltratos físicos, psíquicos y los abusos sexuales hicieron perder para siempre la ilusión y la inocencia a muchas criaturas. No es que sea un solo interno el que se queje de un régimen peor que el de un cuartel, donde todo estaba pensado y organizado: los dos únicos vasos de agua al día que se podía beber fuera invierno o verano; el par de veces que se permitía ir al baño, independientemente de que en otros momentos del día no te pudieras aguantar —lo que ha provocado que muchos exinternos hayan arrastrado problemas intestinales y de estreñimiento de por vida—… No es que en un caso aislado la perversidad de una cuidadora hiciera volver a comer lo que una criatura había vomitado o que se les fuera la mano en un momento de nervios. No hablamos de un único episodio de gritos, insultos y humillaciones por haberse meado en la cama. Nos referimos a la denuncia de cientos, de miles de personas de diversas épocas, de centros diferentes que no se conocen entre sí y que hablan de un régimen de terror que hoy merecería prisión para sus responsables. Se trata del testimonio valiente de unos niños, hoy ya adultos, que cuando han decidido hablar en público como parte de la superación del proceso de su trauma se han encontrado con los gritos y los insultos de los que fueron sus responsables y de sus hijos. Ciertamente, no debe de ser agradable que se sepa que sus madres o sus hermanas quemaban culos o restregaban ortigas por las partes íntimas como castigo por haberse orinado. Manuel Ignacio Martínez y Javier Moreno, los niños que querían ver el mar vuelven a la Savinosa En un acantilado junto a la playa de la Arrabassada de Tarragona, con unas vistas al mar que han sido objeto de deseo de la codicia urbanística, se alza imponente un edificio en ruinas, el que fue el Preventorio Antituberculoso de la Savinosa. Construido en 1932, reconvertido en hospital de sangre durante la Guerra Civil — muchos presos republicanos enfermos fueron arrancados de las camas para ser fusilados— y reinaugurado en 1945, funcionó hasta 1966. Ahora las ventanas rotas, las baldosas de cerámica expoliadas y los grafitis de colores vivos que han dejado las diferentes oleadas de okupas conviven con rótulos originales que indican «despensa», «enfermería», «pabellón 1»… Aunque Javier y Manuel Ignacio no necesitan indicaciones. Ha sido traspasar la valla de los jardines del recinto —hoy propiedad de la Diputación de Tarragona y vigilado para evitar el pillaje y las sesiones esotéricas de los amantes de los espacios abandonados— y se han orientado perfectamente. Los recuerdos les han venido a la cabeza casi tan rápido como las lágrimas a los ojos de Manuel. Javier estuvo en 1963; Manuel, entre 1959 y 1960, no lo puede decir con precisión porque nunca ha tenido ningún documento oficial de su estancia. Por tanto, no coincidieron en el preventorio. Ahora uno vive en Málaga y el otro en un pueblo de Guadalajara. Hoy el rodaje del documental Los internados del miedo los lleva a conocerse y descubrir vivencias comunes. Manuel respondía al perfil de niño que había que llevar a un preventorio antituberculoso, ya que su padre había tenido una afección pulmonar producto de las malas condiciones de la prisión donde tuvo que cumplir condena por un oscuro asunto que suena más en revancha contra él que a ningún delito. En el caso de Javier, fue la recomendación de un médico amigo de la familia. «Nos lo vendían como unas vacaciones pagadas en la playa, divertidas, saludables y con buena alimentación. Recuerdo que mi madre me decía que había fuentes de leche. Y, efectivamente, sí que había leches, sí, pero de otro tipo», dice Javier, irónico, recordando las bofetadas que recibió. A la Savinosa iban niños de todo el Estado español. A los de Madrid y alrededores se los convocaba en las dependencias del Servicio de Colonias Infantiles de la calle Andrés Mellado, 29-31, y de allí iban hacia la estación de Atocha. «Yo iba con la ilusión de pasar unos meses divertidos, ver el mar, jugar en la playa, pero en el tren ya vi que todo aquello era un poco diferente a como me lo había imaginado. Los vagones estaban a rebosar. Dormíamos dos niños en cada asiento, por el suelo pusieron mantas y también dormían niños, incluso en los portaequipajes colgados del techo del pasillo. Y allí ya vi las primeras bofetadas a algún crío algo movido». A Manuel tampoco le gustó lo que vio nada más salir, especialmente que no les dejaran comer los bocadillos que previsoramente les habían preparado sus madres para el viaje y que, en cambio, después en todo el trayecto solo les dieran un plátano. Era el preludio de lo que se encontrarían en la Savinosa. «Nada más llegar ya tenías la primera mala impresión. Veníamos de aquella paliza de viaje en tren de dos días desde Madrid y te encontrabas a un grupo de chavales como si fueran ultras del fútbol de hoy en día, con mucha agresividad, gritando: “¡¡¡Novatos del pre, novatos del pre!!!”. Y yo pensaba: “¿Qué dicen de novatos del pre?”. El pre era la abreviación de preventorio. Y también nos decían: “Somos los vet (veteranos) del pre. ¡Nos quedan dos días para la vía!”, en referencia a la vía del tren que cogerían porque ya se iban. Aquello era un flujo constante de niños que llegaban con otros que se iban después de haber pasado tres meses en el preventorio. Enseguida nos hicieron sacar la ropa que habían hecho bordar a nuestras madres con las iniciales. No sé por qué les hicieron gastar tiempo y dinero si después nos teníamos que poner los uniformes reglamentarios, beige para los nuevos, azul marino para los veteranos». Manuel y Javier pasan por los caminos que recorren los diferentes pabellones y edificios de este imponente complejo, con capacidad para seiscientos niños. Cada pared, cada rincón, es una imagen que viene a la mente. La Cruz de Lorena, símbolo del Patronato Nacional Antituberculoso y de las Enfermedades del Tórax, dependiente del Ministerio de Gobernación —el Ministerio de Sanidad no se creará como tal hasta el 1977—, preside la zona de la despensa y de la fuente. Parece mentira cómo una inocente fuente puede llevar recuerdos tan amargos. «La sensación más terrible que recuerdo es la sed. Pasábamos una sed terrible. No podíamos beber toda el agua que queríamos, solo un vaso durante la comida y otro en la cena. Fíjate que el día que teníamos la “suerte” de que no nos daban cena, solo un trozo de pan con un quesito, teníamos que beber de la fuente, y ese día era una fiesta porque podíamos beber toda el agua que quisiéramos. ¡Y eso que el agua era salada!», recuerda Javier. Siguiendo el recorrido llegamos a unas amplias salas que conservan perfectamente la disposición de lo que habían sido los comedores. A ninguno de los dos les produce un buen recuerdo. Javier explica: «La comida era vomitiva, especialmente cuando nos ponían lo que llamábamos el serrín, una pasta asquerosa con un olor que se sentía a la legua. De hecho, yo he estado mucho tiempo sin comer cuscús porque me recordaba aquella comida. Te lo tenías que terminar todo. A mí no me pasó, pero a algunos niños los obligaban a comer lo que vomitaban. Intentábamos tirar la comida o esconderla bajo la mesa. A veces fingíamos que teníamos diarrea porque así nos daban arroz blanco con pescado hervido y nos parecía un manjar de los dioses. De hecho, yo volví a casa más delgado. Se suponía que aquí veníamos a fortalecernos, a alimentarnos bien, a ganar peso, y yo lo perdí. ¡Fíjate cómo era la comida que nos peleábamos para coger el trozo de pan más pequeño! La señorita decía: “¡No os peleéis, que hay más!”. Y lo que ella no sabía es que lo que queríamos era el trozo más pequeño porque era malísimo». Llegados a la enfermería recuerdan la tanda de vacunas e inyecciones, muchas comunes en todos los internados, como la llamada «de la lenteja», porque hacía una reacción en la piel en forma de bulto que se parecía a esta legumbre. Pero a Manuel la enfermería le trae otros recuerdos, porque fue su casa durante más de la mitad de la estancia en la Savinosa a causa de una hepatitis. «Me tiré un mes y medio, en la cama. A mi lado había un chico catalán, Ramonet, que por las noches, cuando las monjas iban a misa, se ponía a llorar recordando a su madre, que había muerto. Pero al menos aquí pude probar la leche y el filete de ternera, más duro que la suela de un zapato, sí, pero era carne que el resto ni veían. Nunca me cansaré de repetir que yo llegué normal y sano y que aquí me puse a morir. Mira, si es que cuando volví a Madrid y mi padre pasó por mi lado en la estación, ni me reconoció. Y mi madre, cuando llegamos a casa, se quedó helada porque estaba infinitamente peor que cuando me fui». El paseo continúa. Ahora es un simple árbol lo que suscita malos recuerdos. Algo tan simple como arrancar un trozo de corteza de los pinos para darle forma y que la imaginación lo transformara en un barco, una pistola o cualquiera de los juguetes que no tenían merecía un severo castigo. «Aparte de darte una buena tanda de tortazos, te castigaban con sentarte con la cabeza entre las piernas dobladas, en posición fetal, durante horas. Había todavía una postura más cruel, de rodillas con las manos debajo. El peso del cuerpo te hacía polvo los dedos. Era horroroso, un dolor insoportable. Eran unos castigos desmesurados», dice Javier. «Totalmente inapropiados e injustos, porque nosotros no habíamos hecho nada para merecer aquello», remata Manuel. Y añade: «Yo he leído que era una política de castigo a los hijos de republicanos que íbamos a parar a estos lugares. No lo sé. Pero no entiendo cómo se podía dar este trato a unos niños que eran el futuro del país. Yo vine con mucha ilusión, pero una vez aquí cada día me iba a dormir y me despertaba pensando lo mismo: “¿Qué coño estoy haciendo aquí?”. Nos dejaron marcados de por vida». La necesidad de una disciplina en un centro con tantas criaturas se podría entender como una medida para mantener el control, pero no justifica aquella crueldad, aquellos castigos por todo, incluso por algo tan propio de los niños como correr. «A la que la comida es muy mala o que te han pegado, ¿pero cómo le explicas que te has sentido herido en tu intimidad, cómo expresas la humillación? Te da incluso vergüenza. Yo leí el informe Sábato sobre las víctimas de la tortura en Argentina y ni mucho menos me quiero comparar, pero a menudo el torturado tiene vergüenza de lo que le han hecho, se siente como si se lo mereciera. Hay incluso clínicas en Dinamarca que ayudan a la gente a superar estos sentimientos, porque no los puedes evitar, no te lo puedes quitar de encima en la vida. Hay un escritor francés, Michel de Montaigne, que dice que no hay nada que se recuerde tanto como lo que más quieres olvidar». En el caso de Javier, aquel universo femenino dominado por la maldad lo impresionó mucho. «Era la primera vez que me maltrataban mujeres. Yo venía de un colegio, el Calasanz de los padres escolapios de Madrid, donde nos daban unas palizas terribles. Especialmente el padre Severino, que nos cogía de las patillas y nos levantaba a peso. Esto hoy le podría haber supuesto prisión. Pero que el maltrato viniera de mujeres me afectó mucho porque yo tenía identificadas a las mujeres en figuras como mi madre, mis tías, mis primas…, personas dulces, protectoras, acogedoras, que te ayudaban. Y que fueran mujeres las que nos maltrataban de esa manera me dejó muy descolocado. Creo que es algo que me afectó en mis relaciones posteriores con mujeres». Durante 30 años, Javier no quiso hurgar en el pasado. Fue hace relativamente poco, a través de Internet y gracias, sobre todo, al blog de Scila[23], que encontró el testimonio de más «savinosos», de exinternos del preventorio con relatos muy similares al suyo. Despertarlos de madrugada para hacerlos ir al baño, castigos y humillaciones por haberse orinado en la cama, las obsesiones sexuales de las cuidadoras, que tan pronto ataban las manos a la cama del niño que pescaban masturbándose, como se buscaban los más fornidos para abusar sexualmente… El anonimato del ciberespacio permite que muchos exinternos desgranen sus recuerdos en el blog. Tan apartado lo había tenido que Javier no había vuelto nunca más a la Savinosa. Manuel sí, una sola vez, cuando se casó y fue de viaje de bodas a Salou. «No sé si es que ahora estoy más blando, pero nada más llegar me ha impresionado mucho más que la otra vez. Siento rabia y unas ganas de gritar a los cuatro vientos la injusticia que se hizo con aquellos niños, con nosotros, y que, como tantas otras cosas, ha quedado aparcada y callada. Aquí no se puede denunciar ni reclamar nada. Debe hacerlo una juez argentina, como si ellos no tuvieran bastantes problemas. El sentimiento que me domina es una mezcla de pena, tristeza, rabia. Y rebeldía, porque aún ahora, con los años que tengo, no puedo dejar de preguntarme: “¿Por qué, por qué? Si solo éramos niños, ¿por qué?”. Yo de aquí no me llevé nada bueno, solo una buena ración de hostias y golpes de alpargata. Y mucha pena, mucha tristeza y muchas lágrimas derramadas. Y un trauma eterno que no me lo quitará nadie, un poso negativo que te queda para siempre. Maldigo mil veces el día que vine aquí, esta experiencia no se la deseo a nadie. Y no consiento que nadie me diga ni a mí ni a otras compañeras —como las chicas del preventorio de Guadarrama— que todo esto no ocurrió o que es mentira. Y no lo consiento porque las lágrimas y la pena son mías y el maltrato físico y psicológico ha quedado aquí archivado como un daño terrible». Manuel hace honor a su nombre en Internet, «guerrillero indomable» —«porque a pesar de todo no me han doblegado»—, y pasa del abatimiento al enojo cuando recuerda un programa matinal de una cadena estatal que convirtió la necesaria denuncia en un show. Removiendo morbosamente el dolor, invitaron a algunas cuidadoras de la Savinosa, que se atrevieron a decirles que quizás estaban confundiendo aquellos maltratos con los que posiblemente habían pasado cuando hacían el servicio militar. «Es absurdo pensar que confundes cosas de cuando tenías 9 años con las que te podían haber pasado en la mili con 19. Para empezar, el guarda que ahora vigila estas instalaciones nos ha dicho que está harto de recibir visitas de exinternos que le cuentan sus malos recuerdos, los maltratos. Pero es que, además, no tiene ningún sentido pensar que nos lo inventamos. ¿Tú crees que si hubiéramos tenido una buena experiencia de nuestra estancia cuando éramos niños, ahora que ya somos adultos montaríamos una conspiración en las redes sociales para decir que lo pasamos fatal? Es absurdo», concluye Javier. Durante el proceso de investigación, nuestra compañera Montse Bailac — responsable de documentación y archivos— contactó con David Bayerri, un joven tarraconense que en los años de instituto hizo un trabajo de investigación de bachillerato, «¡Savinosa, ya te conozco!», merecedor del Premio Consejo Social de la Universitat Rovira i Virgili 2011[24]. El trabajo, de gran calidad, tenía una muy buena colección de fotografías y una inquietante entrevista con una de las maestras del preventorio. Así fue como Montse contactó con Ascensión Campos. Gracias a su habilidad y profesionalidad consiguió que la exmaestra accediera a recibirla, mostrarle las fotografías de aquellos años en la Savinosa y explicarle su versión de los hechos mientras trabajó allí, entre 1956 y 1964. Se indigna con lo que cuentan algunos internos, asegura que ella comía lo mismo que los internos y que no era para tanto —«claro que se podía escapar algún insecto en las lentejas, ¡cocinando para seiscientos niños y doscientos empleados no puedes esperar que las eligieran de una en una!»— y niega cualquier tipo de maltrato. Con experiencia en otros preventorios —antes había estado en el de Aguas de Busot, en Alicante—, cree que todo era muy normal, «eso sí, con disciplina, no con tantas tonterías como ahora se gastan con los niños». Declina aparecer en pantalla asegurando que personas de su entorno familiar —«gente muy importante y con muchos contactos»— le han desaconsejado que hable más con periodistas[25]. Siempre nos quedaremos con las ganas de saber si ella era la señorita con las uñas largas y pintadas de rojo que atemorizaba a los niños con su severidad. Es evidente que no todos los niños sufrieron abusos, ni en todos los centros, ni en todas las épocas, ni siquiera se puede decir que pasara lo mismo en todos los pabellones. Pero la frecuencia con que se repetían los maltratos hace pensar en una coincidencia excesiva. Las actitudes negacionistas indignan a los internos que han sufrido en sus propias carnes y espíritus aquellos abusos. «Si yo digo que de junio a septiembre de 1963, en el pabellón 1A, con la señorita Mari Carmen, pasó todo esto, nadie puede decir que lo que cuento es mentira, ni yo decir que en otro pabellón los niños no estuvieran muy bien. Yo no lo pongo en duda, pero pido que no pongan en duda lo que yo cuento, porque somos muchos los que coincidimos. Cuando se empezaron a publicar algunas experiencias de los preventorios en el 20 Minutos[26] mucha gente dejó comentarios en el sentido de que, con todo lo que estaba pasando en España, con la crisis, la corrupción, casos de torturas en comisarías y muertos en las prisiones, lo nuestro era peccata minuta. Y sí, es verdad. Pero si todo esto pasó, ¿por qué no lo puedo explicar? Yo no quiero ninguna compensación económica. Que se sepa y ya está. Y eso sí, me gustaría mucho que la señorita Mari Carmen me llamara y me pidiera perdón. Y el Estado claro que tenía una responsabilidad sobre nosotros y debería haber velado porque estuviéramos bien tratados». Manuel asiente. Es absurdo que alguien remueva recuerdos tan amargos buscando su día de gloria televisiva. Las ganas de que se sepa qué se hizo con esta niñez tan injustamente tratada, la más vulnerable, la que se debería haber protegido más, es lo que los mueve. «Que se sepa, porque un niño nunca tiene la culpa de nada». Como siempre, tanto si había directrices como si no, la actitud individual podía prevalecer ante hipotéticas consignas de maltratos. «Una vez nuestra cuidadora, la señorita Mari Carmen, se fue de vacaciones y la sustituyó una chica. La llamábamos “la guapa” porque se parecía a Sophia Loren. Nunca nos pegó, nos decía las cosas con respeto. Fue volver la señorita de siempre y ya volver con los maltratos», recuerda Javier. Efectivamente, cada pabellón era un mundo, los niños estaban muy Dolores Zamorano, víctima de pederastia en el preventorio «porque Dios lo quiere» Escoltada por su marido, un trabajador del Metro de Madrid curtido en las luchas sindicales, y una fotografía de la primera comunión que hizo cuando estaba interna en el Preventorio Antituberculoso del Doctor Murillo de Guadarrama (Madrid). Así se presentó Dolores a tomar un café, un caluroso día de finales de septiembre. Su determinación era clara. Accedía a hablar conmigo, pero no quería participar en ningún programa de televisión. Su paso por un espacio matinal de una cadena española la escarmentó y no quería hacer ningún circo de su tragedia. En aquel café, con el apoyo de su marido, me fue detallando la historia de vejaciones y abusos sexuales que sufrió en el preventorio y que poco tiempo después repetiría ante las cámaras de TV3 —convencida de la seriedad de este proyecto gracias a anteriores trabajos nuestros—, en uno de los testimonios más aterradores que he escuchado jamás en mi vida periodística. A diferencia de otras criaturas que iban a hacer una estancia en un preventorio, en casa de Dolores no había ningún caso de tuberculosis. De hecho, su abuela pagó unas ocho mil pesetas en 1965 para que las hermanas Zamorano pudieran pasar una temporada en la montaña. Las buenas intenciones de que una criatura mal comedora cambiara de aires y se fortaleciera toparon desde buen comienzo con un recibimiento impactante. «Yo tenía 9 años y mi hermana 8. Nada más llegar nos separaron en filas y a cada grupo le tocaba una sala de dormitorios diferente. Mi hermana la amarilla, yo a la malva… Nos dijeron que siguiéramos a la cuidadora. Empezaron a llamarnos y a raparnos el pelo: “¡Qué asco, estas piojosas! ¡Piojosas asquerosas, muertas de hambre! ¡Vamos, marranas, a la ducha!”. Y así, en una hilera, desnudas, fuimos hacia las duchas, —que a mí me daba mucha vergüenza, porque tengo mucho pudor; fíjate que hace 37 años que estoy casada y todavía me da angustia que mi marido me vea desnuda—. Y con agua fría, en invierno, en plena sierra de Guadarrama…». Dolores se fue a dormir agotada por las impresiones del primer día, deseando que todo fuera una pesadilla. No obstante, el brusco despertar del día siguiente y todo lo que vino después le hicieron desear el más profundo de los sueños. «Nos despiertan a toque de silbato, nos hacen salir al patio nevado descalzas y nos dicen que esto es para que entendamos que tenemos que cumplir las normas, que no se puede hacer nada que no digan las cuidadoras y que, por supuesto, a nuestras familias, de lo que pasa en el centro, ni pío. Aquellas formaciones de una, dos, tres horas en el patio, descalzas, casi desnudas, con nieve hasta arriba, se repitieron otras veces. Tanto daba que llorases, les importaba un bledo. El objetivo era que entendiéramos que ellas estaban por encima de todo, del bien y del mal. Yo empecé a llorar. Mi hermana, aunque era más pequeña que yo, era muy madura, y más tarde supe que pensó: “De aquí mi hermana no sale”. Lo que vino después fue aún peor. Bajamos a desayunar y nos dan una especie de pasta blanca que a mí me dio mucho asco. Probé la primera cucharada, pero en la segunda ya vomité. Inmediatamente vino una cuidadora, me agarró del pelo y me dijo: “¡Agáchate, marrana, puta! Ahora te comerás lo que has vomitado”. Me lo comí, sí, pero lo volví a vomitar. Y me lo volví a comer, y lo volví a vomitar… Yo lloraba: “Me quiero ir a casa, mi madre no me hace estas cosas”. Porque es verdad, yo venía de una familia humilde, pero nunca me faltó de nada». El colofón del día fue cuando le pusieron la primera de una tanda diaria de inyecciones. La administración de unas inyecciones blancas y amarillas de las que hablan muchas internas del preventorio de Guadarrama sigue siendo un misterio. La destrucción de los historiales médicos ha hecho que ni ellas ni ningún investigador haya podido saber exactamente de qué se trataba. Algunas internas han llegado a pensar si podía tratarse de algún experimento médico. La injusticia de no poder acceder a su historial médico y el dolor y la rabia por los maltratos recibidos dejan vía libre a los peores pensamientos, alimentados por el hecho de que muchas de esas niñas son mujeres con distintos problemas de salud y con una preocupante incidencia —o coincidencia— de cánceres y afecciones de tiroides. «No pinchaban a todas las niñas. Mi hermana, por ejemplo, se libró. A mí aquellas inyecciones me ponían fatal. Llegué delgadita, pero cada día estaba peor. Hasta que un día me dijeron que tenía que ir a la “casita”, una especie de hospital que había en el internado. Había cogido la varicela. Lo pasé fatal, con todo el cuerpo lleno de costras. Pero es que al cabo de cuatro días cogí una pulmonía. Y venga inyecciones, y yo cada vez peor. Mi hermana se escapaba para venir a verme por una ventana y me animaba. “Va, no seas burra, que dentro de dos días ya estarás bien y podrás venir a jugar”». Una de las cuidadoras, Enriqueta, también la animaba, pero de otro modo: «Me decía que no llegaría muy lejos, que me moriría pronto, que daba asco verme, que estaba allí porque era una desgraciada y que mis padres no tenían nada para darme de comer. Todo para humillarme». Durante el poco tiempo que Dolores lograba reponerse un poco y hacer vida con el resto de las niñas, lo que veía no contribuía precisamente a su recuperación, especialmente la emocional. Con confusión, en la nebulosa de la infancia, entre los recuerdos y las imágenes que no se saben ubicar cuando se es un niño, pero con la intuición intacta de que algo no iba bien, Dolores recuerda —y no es la única— la inquietante presencia de un hombre que las espiaba a través de una ventana cuando iban a las duchas desnudas. Nunca vieron claramente qué llevaba en las manos, solo que se parecía a una cámara fotográfica. Lo que está presente con todo detalle, indudablemente, en la memoria de Dolores es el día que oyeron unos gritos escalofriantes en las duchas. «Entrábamos a las duchas por grupos. Mientras esperábamos nuestro turno empezamos a oír unos gritos. De repente salió una niña llorando de las duchas con sangre que le corría piernas abajo. Yo en ese momento no entendía nada, es ahora que entiendo que aquel hombre le debió de hacer alguna barbaridad. Aquella niña ya no levantó cabeza, hasta que la vinieron a buscar sus padres». La salud de Dolores empeora. Ahora son unas paperas las que la vuelven a llevar a la enfermería. Pero, paradójicamente, con su agravamiento viene la esperanza. Ese fin de semana tocaba visita familiar, una de las pocas que se hacían durante la estancia en el preventorio y que no siempre la distancia del domicilio familiar hacía factible. De cara a la galería, los días de visita todo cambiaba. A las niñas les ponían un uniforme que sustituía las batas roñosas, la comida se transformaba radicalmente y la actitud de las cuidadoras era correcta e incluso cariñosa. Las internas ya las tenían suficientemente atenazadas con el miedo y las amenazas como para temer que explicaran nada a sus padres, pero, por si acaso, nunca las dejaban solas en presencia de los familiares, no fuera que alguna hablara más de la cuenta. Las familias visitaban a sus hijas y las volvían a dejar con añoranza, pero seguras de que era lo mejor para ellas, que estaban bien atendidas, que tenían asegurado el plato en la mesa y aire sano que las alejaba de entornos domésticos a menudo insalubres. La estancia hasta ese momento de Dolores en el preventorio había sido tan accidentada que recibirá instrucciones adicionales sobre lo que puede y no puede decir a los padres. «Me sacaron del hospital para recibir a mis padres y me dijeron que no contara nada de lo que me había pasado, que como mucho les dijera que tenía el cuello un poco hinchado porque tenía anginas. En ese momento vi la luz. ¡Yo no podía tener el cuello hinchado por unas anginas porque me las habían sacado! ¡Si les decía esto, sospecharían! Dicho y hecho. Cuando llegan mis padres y mi tía enseguida me dicen: “¡Pero, hija mía!, ¡cómo tienes el cuello! ¿Estás bien? ¿Te tratan bien?”. Y yo, claro, les seguí el rollo: “Sí, sí, todo muy bien, me tratan muy bien, esto es solo que se me han hinchado las anginas…”. Mi madre se quedó muy callada y a mi tía, una mujer con estudios y que había trabajado de enfermera en Caracas, todo aquello no le convenció. Después fuimos a comer y siguieron haciendo el papelón habitual: carne, del pudor. «El capellán se levantó el hábito y me puso el miembro en la boca hasta que sentí que se me empezaba a escurrir una cosa asquerosa. Me toqueteó toda, me hizo darle la espalda y por detrás también me hizo lo que quiso. Cuando hubo terminado, de golpe, me dijo que yo era asquerosa, que Dios me castigaría por todo aquello y que tuviera mucho cuidado de no contar nada a mis padres, porque él se encargaría de que no volviera nunca más a casa. Yo me sentía a morir, temblaba toda, pero, aunque me hubiera querido escapar, había cerrado la puerta con llave y la habitación estaba muy oscura. Entonces me dijo que me dejaba allí para que pensara muy bien en todo lo que me había dicho, que él estaría muy pendiente de si hablaba con alguien. Y que tuviera en cuenta que, a pesar de que lo que yo había hecho no estaba bien, era un favor que le hacía a Dios… ¿Te lo imaginas? ¡¡¡Un favor que yo hacía a Dios, decía aquel tío asqueroso!!! ¡No te puedes imaginar el asco que sentí, aquel asco no se lo puede imaginar nadie! No hay palabras para describir aquel episodio… A partir de ese momento caí en picado y ya no salí de la enfermería, de la casita. Incluso el médico se pensó que me moría. Mi tía movió contactos que tenía en el hospital de La Paz. Un día se plantó con mis padres en el preventorio y dijeron que de allí no se marchaban sin mí. Así, prácticamente arrastrándome porque no me aguantaba derecha y con mi padre llorando, fue como salí de Guadarrama». Si bien el preventorio quedó atrás, las secuelas de los abusos acompañan a Dolores hasta el día de hoy. La vida ha tratado de compensarla con un marido que dejó la Legión por ella y que lejos de actitudes machistas tan propias de la época tuvo la delicadeza de esperar las noches que fueran necesarias desde la de bodas para que Dolores se abriera al sexo. «Me costó mucho tener relaciones con mi marido, muchísimo, porque yo a los hombres los detestaba. Cuando era jovencita y salía con las amigas y había algún chico que me gustaba, cuando se me aproximaba, para mí era el punto y final». Los dos hijos del matrimonio le enseñaron que el sexo puede ser amor y no violencia, sometimiento y abuso de autoridad. Pero aún ahora, cuando denuncia estos hechos, la dominan la rabia y la impotencia, la pasada y la presente, y termina llorando desconsolada. «¿Tú crees que es normal que después de tanto tiempo me ponga así? Y no lo digo por el hecho de llorar, eso es lo de menos, lo digo por el miedo. ¡Todavía tengo miedo! Lo que te diré ahora es una burrada, pero aún sigo pensando que tal vez soy culpable, que quizá podría haberlo evitado. Mira si son malas estas personas que te hacen sentir como un desecho. Lo hacen tan bien que te hacen llegar a pensar que lo habrías podido evitar, que quizá le deberías haber dicho: “¡No me ponga la mano encima!”. Pero tú eres una niña. Mi madre me decía que buscara apoyo en Dios… ¡Tú creías que si este hombre predicaba la palabra de Dios no te podía hacer nada malo! Si esto me pasara ahora, me defendería, pero en ese momento no sabes qué es bueno, malo o regular. Ha sido de mayor que he sabido que lo que me hizo hacer este hombre se llama felación, pero yo entonces no tenía ni idea. El asco que siento solo lo puede entender quien lo ha pasado. Y lo que más me duele es que todavía haya gente que lo niegue, cuidadoras que han ido a programas de televisión y lo han negado, diciendo que era una exageración». Dolores está convencida de que no fue la única víctima de este cura pederasta, porque había visto a otras niñas salir compungidas de su despacho. Cuando lo pudo explicar a su hermana, que por razones de salud hacía mucha más vida en el patio, su reacción fue: «¡No me digas! ¿A ti también?». Así que el tema era más o menos conocido entre las niñas. Bueno, entre las niñas y también entre las cuidadoras, que con su silencio se convirtieron en cómplices y encubridoras de estas violaciones y de sus consecuencias: a Dolores le hicieron creer que su culo en carne viva era consecuencia de unas hemorroides que sangraban… Una vez fuera del internado, Dolores se libró de los maltratos, pero no de sus recuerdos. Con 10 años empezó a ir al psicólogo, algo poco habitual en una familia humilde de la España de los años sesenta. Nuevamente, la intuición y los contactos de su tía fueron fundamentales para que esa niña que volvió silenciosa y apagada de Guadarrama se abriera a un terapeuta. «Fue esta persona quien me dijo que lo que me habían hecho era una agresión y que, aunque tuviera miedo y vergüenza, lo tenía que contar en casa. Mi padre no me creyó. Y no lo culpo, porque era todo tan fuerte… Pensó que exageraba como venganza porque me lo había pasado mal con el tema de la comida. Me decía: “Pero, hija mía, ¿no te lo estarás inventando? Ten mucho cuidado con las cosas que dices, que es un cura y nos pueden buscar la ruina. ¡Un cura no puede hacer estas cosas!”. Mi padre tenía miedo, estaba acojonado. En cambio, mi madre sí me creyó, sabía que no me podía inventar algo así. No te puedes imaginar cómo lloró mi madre el día que se lo expliqué, las veces que me pidió perdón. Yo le decía: “No me tienes que pedir perdón, tú lo hiciste por mi bien”. Pero ella me replicaba: “No, hija, me tendría que haber dado cuenta antes”. ¡Pero cómo se lo iban a imaginar! Es diferente hoy en día, mis hijos ya son mayores, pero siempre los he tenido advertidos. Mi marido dice que soy muy protectora, pero yo pensaba que si me pasó a mí, ¿por qué no les podía pasar a ellos?». La vida de Dolores es la de una resiliente, una persona que a pesar de la experiencia vivida ha recibido y ha dado amor a su entorno. El camino, sin embargo, no ha sido fácil. Su salud ha quedado física y psíquicamente resentida de por vida. Por indicación de los médicos que la atendían, sus padres fueron hasta cuatro veces a Guadarrama a buscar su historial médico para saber exactamente las enfermedades que había tenido durante su estancia, los tratamientos recibidos y qué eran las misteriosas inyecciones blancas y amarillas. Pero no hubo ningún resultado. Cuando todavía existían expedientes, que tenía todo el derecho a consultar, se los denegaron y ahora se dan por destruidos. Esto no hace sino alimentar el fantasma de que ella y muchas más fueron víctimas de algún tipo de experimento o, como mínimo, de malas praxis médicas. «Me encantaría encontrar mi historial médico de Guadarrama y saber qué nos metieron en el cuerpo. Quizás parte de los problemas de salud que tengo vienen de allí». En el terreno psicológico, y como es de manual en la mayoría de víctimas de violencia —especialmente sexual—, la culpabilidad se mezcla con la vergüenza; la sensación de que tal vez podía haber hecho algo para impedir esa aberración, ella, una niña indefensa ante un hombre adulto, se confunde con la sensación de suciedad. Dolores tiene dos cosas claras. Una, que estas sensaciones la acompañarán mientras viva. La otra, que lo único que la podría aliviar algo es que le pidieran perdón. «Que me dijeran “lo siento” para mí significaría que me creen, que esto ha pasado, que no me lo invento. Me quedé deshecha y sigo estando deshecha. No hay nada en el mundo que me pueda compensar. No quiero dinero, solo el reconocimiento de que las cosas no se hicieron bien, que nos maltrataron, porque es un maltrato obligarte a comer los vómitos o quemarte las partes íntimas por haberte hecho pis en la cama. Que el Gobierno o alguna institución nos reconociera como víctimas, que es lo que hemos sido. Sencillamente pedir perdón, decir: “En aquella época pasaron estas cosas, es verdad que existían estos maltratos y queremos pedir perdón a estas personas”. Esto para mí sería gratificante. Y si me llamara la familia del agresor, ya ni te cuento. Pero nada de esto ocurrirá. Ni me llamará la familia ni el Gobierno hará nada. ¿Tú crees que no saben todas las atrocidades que pasaron? Pero no les interesa remover nada, y si no, mira cómo ha acabado el juez Garzón. Solo puedo daros las gracias por la valentía que habéis tenido en hacer públicos estos hechos. Si no fuera por vosotros, estas cosas no se sabrían. No puedo aspirar a otra cosa porque aquí, ya se sabe, si sacas los pies del tiesto, colleja». Orgullo de un trabajo, el del periodismo comprometido, que permite a las víctimas la reparación que no les dan las instituciones. Y rabia como ciudadana, porque es muy triste que un simple documental o un libro sea el único consuelo de estas personas dañadas en el pasado y rematadas por el silencio y el olvido del presente. ¿Vergüenza? No, yo no siento ninguna. Que la tengan los que se enorgullecen de la «marca España», la misma España denunciada por la ONU, Amnistía Internacional y el Consejo de Europa por no hacer nada por el sufrimiento de tantas y tantas víctimas de aquellos hechos, solo así le parece que los ha superado. Por eso le tenemos que agradecer —no nosotros como periodistas, por tener unas declaraciones de impacto, sino la sociedad en general, por poder ser conocedora de hasta qué punto la infancia fue la gran víctima inocente del franquismo— su valentía, el valor de hurgar para nosotros en sus recuerdos y con ellos abrir las compuertas al desconsuelo. «En el momento en que hablo de este tema no puedo evitar ponerme así. Crees que lo tienes superado, pero, de repente, te viene todo a la cabeza y te quedas aplastada. Yo me quiero convencer de que lo he superado, pero es hablar de esto y se me remueve todo. Piensas: “¿Qué hice para que me pasara todo lo que me pasó?”. Sobre todo aquellos corros, cuando me insultaban, los tengo grabados, no me los puedo quitar de la cabeza. Llegabas a pensar: “¿Por qué no me muero y así termina todo esto?”. No es que pensara en el suicidio, porque una niña de 4 años no sabe ni qué es, pero muchísimas veces lo único que quería era morirme, morirme como única solución, porque aquello no era vida para una niña». Como ocurre en muchas de nuestras investigaciones, a menudo no queda ningún rastro documental de las atrocidades cometidas, solo el testimonio, el relato de las víctimas. Por eso procuramos siempre que este testimonio oral sea lo más amplio posible, que adquiera una dimensión de relato coral en el que varias personas que no se conocen corroboren los hechos denunciados. Itziar del Salto, una niña que estuvo en el preventorio de Guadarrama mucho antes que Mikae, en el año 1958, confirma estas prácticas vejatorias. A ella, por suerte o por desgracia, le tocó estar al otro lado del corro. «A la niña que se había hecho pis por la noche nos obligaban a decirle: “¡Cerda, meona!”. Nos hacían hacer un círculo y a ella la ponían en medio, y todas teníamos que insultarla, gritando e insistiendo: “¡Meona, marrana!”. ¿Te imaginas lo que era para una niña de 6, 7 años? ¡Qué impotencia! Tú no quieres hacerlo, pero te empujan a maltratar a aquella criatura. Si conocías un poco a la niña o era de tu habitación, después tratabas de acercarte, pedirle perdón y consolarla un poco. Pero te va quedando un sentimiento de culpa, de dolor, porque sabes que eso está mal hecho, pero te han obligado. Yo me preguntaba: “¿Cómo puede ser que me hagan rezar el rosario dos veces al día y en cambio me hagan hacer algo que no tiene nada que ver con Jesucristo?”. Pegar, insultar, humillar… Porque es más fuerte el dolor de la humillación que el de una bofetada, se queda dentro. Llegaba un momento en que aquellas niñas ya no tenían nombre, ya no eran Carmen o María, sino la meona de la sala amarilla o rosa. La llamabas para jugar y ya no la llamabas por su nombre. “Eh, tú, meona, ¿quieres que juguemos?”. Se les quitaba la identidad y eso, cuando tienes esa edad, es muy difícil de recuperar». Mikae intenta comprender por qué muchas internas acababan siguiéndole el juego a las cuidadoras y participando en los insultos y los maltratos. Lo ve como un mecanismo de supervivencia y de autoprotección, ya que pensaban que lo que hicieran a otras niñas se lo ahorrarían ellas mismas. Para quien no encuentra ninguna disculpa es para las cuidadoras y no acepta como atenuante que los castigos y los métodos pedagógicos de la época fueran más duros y violentos, porque lo que sufrió excedía cualquier norma al uso. «Quemar el culo a una niña con velas no es clavarle una bofetada. Restregarle ortigas no me parece darle un cachete. Hay gente que dice: “Es que en aquellos tiempos es lo que había, las bofetadas”. Pero aquello no eran bofetadas. Aquello eran maltratos físicos y psicológicos, se trataba de hundirnos. Era como estar en el mismo infierno. Los maltratos físicos se curan con el tiempo, pero los psicológicos no, las humillaciones se quedan para siempre. Es verdad que las cuidadoras no recibían ninguna formación y que muchas eran muy jovencitas. Pero eran nuestras responsables, nos tenían que cuidar, ¡nos habrían podido llegar a querer! Si pasas más de dos años y pico con una criatura —como fue mi caso—, creo que podría haber habido un poco de ternura, un mínimo contacto físico, un beso, una caricia, una sonrisa. Pero nada, aquellas mujeres eran como piedras, como rocas. No eran mujeres, no les veías ni una brizna de corazón, de sensibilidad, nada. Si te hacías pis en la cama, te podían regañar, de acuerdo, pero no quemarte el culo con velas y restregarte ortigas. Y se me enciende la sangre cuando algunas de aquellas cuidadoras dicen que todo esto que explicamos no es verdad, cuando saben perfectamente todo lo que pasó». A diferencia de otras exinternas, Mikae no cree que recibieran ninguna consigna para infligir maltratos y actuar con violencia. Probablemente tiene razón. En un contexto en que la mayoría de aquellas niñas provenían de los sectores más desfavorecidos, la sensación de manga ancha y el convencimiento de que no habría consecuencias hacían que aquellas señoritas —muchas eran ellas mismas exinternas y también víctimas de la violencia— pasaran de cuidadoras a maltratadoras. Unas participaban en los abusos a regañadientes por temor a ser consideradas blandas; otras lo hacían de buen grado, seguras de su impunidad e inmunidad. Todas ellas probablemente tenían una vida interior muy pobre y el ejercicio de la violencia les daba sensación de poder y de ser alguien. «Eran personas amargadas, no tenían nada. Empezaron a maltratar, le cogieron el gusto y así continuaron. Eran unas auténticas frustradas». Nosotros hablamos con Julia, una de esas señoritas que trabajaron en los preventorios. Vivió las dos caras de la moneda, como interna, en 1958, y como cuidadora en el año 1965, cuando entró a trabajar con solo 15 años. Asegura que nunca vio maltratos como los relatados aquí, pero reconoce que a menudo los golpes eran muy fuertes. «Te daban instrucciones de cómo tenías que actuar, había mucha mano dura y tú también tenías que pegar porque si no te las cargabas. Además, eran muchas niñas para una sola persona y nosotras éramos jóvenes e inexpertas». Las pocas visitas que reciben Mikae y su hermana son una llamada desesperada para que los padres las saquen de allí. Aun así, el cuidadoso atrezo que las responsables del preventorio despliegan cuando hay visitas para que todo parezca maravilloso y la difícil situación familiar hacen que los padres de Mikae no la crean. Atribuyen las cosas que les cuenta su hija a las ganas de volver a casa y piensan que en Guadarrama recibirán la alimentación, los cuidados y la educación que no les pueden dar. Pero la realidad era otra: la comida era escasa y vomitiva, los maltratos estaban a la orden del día y la educación era inexistente. «No recuerdo que nunca nos dieran ni una clase. Yo no sabía ni leer ni escribir, y así me quedé. Solo rezábamos. Eso sí, recuerdo muchas horas de patio sin hacer nada e insultos, bofetadas y varapalos por todo. Eso sí que lo hacían de maravilla. Y la soledad, estar rodeada de tantísimas niñas, pero tener la sensación de estar sola, como en una oscuridad». A diferencia de otros casos, como el de Dolores Zamorano, Mikae no era una niña enfermiza. Sin embargo, no se libró de las famosas inyecciones, a menudo más de una al día. Al igual que sus compañeras, el hecho de no haber podido recuperar el expediente médico de Guadarrama hace sospechar a Mikae que quizá fueron una especie de conejillos de Indias de algún tratamiento experimental, especialmente en su caso, una de las demasiado numerosas exinternas que han sufrido un cáncer. «También nos hacían muchas radiografías, de pulmones, de tórax, de todo. Yo entiendo que nos hicieran alguna de control, ¿pero tantas? Aquello era demasiada radiación en el cuerpo. Para mí está claro, con las inyecciones nos administraban algún medicamento que debían de estar probando y nos tenían que ir haciendo tantas radiografías para hacer el seguimiento». Más allá de las malas pasadas que puedan hacer la desconfianza y la falta de información, la verdad es que el preventorio de Guadarrama ofrecía una concentración de criaturas golosa para, como mínimo, los estudios médicos: una población constante de quinientas niñas que podían ser controladas mucho mejor que los niños que vivían con sus familias. De hecho, hay constancia de varios estudios hechos por quien fue el director médico del centro, el Dr. Luis Menárquez Carretero[28]. Chus Gil, alma de una página web que ha permitido que se reúnan en el ciberespacio muchas exinternas del preventorio, encontró una publicación en la que Julia García, la niña que aprendió la diferencia entre una hostia y la Hostia Julia puede hablar con propiedad del Preventorio Antituberculoso del Doctor Murillo de Guadarrama. No solo porque con 8 años que tenía cuando entró en 1963, los recuerdos aún son muy nítidos, sino por el tiempo que pasó allí: 4 años para una estancia que debía ser una especie de colonias de tres meses. «Mi madre tenía una amiga que trabajaba de criada para un señor con influencias y le dijo que miraría que nos hicieran el favor de aceptarnos en el preventorio. ¡Y vaya favor que nos hicieron!», dice con una risa que ni las peores experiencias vividas le han hecho perder. «Mi madre nos dijo que nos íbamos de vacaciones. Y nosotras, la mar de contentas. Cogimos un autobús en la calle Andrés Mellado de Madrid y hala, montaña arriba». Fue llegar y despedirse de su larga cabellera hasta la cintura. Rapada al cero, embadurnada con un producto en polvo para los piojos, duchas de agua fría con estropajo de esparto, gritos, inyecciones —Julia es otra de las exinternas que cree que la única explicación para tantas inyecciones y radiografías en niñas sanas era la experimentación—, castigos, largas sesiones de patio tanto si hacía frío como calor, sin hacer nada, rezando o cantando himnos patrióticos que Julia mascullaba moviendo los labios porque no se sabía la letra… Nada más llegar, les sacaron toda la ropa que llevaban, incluso la ropa interior. Chaquetas y abrigos que las madres habían puesto amorosamente en el equipaje en previsión del frío de la sierra madrileña quedaron requisados y sustituidos por batitas finas que servían tanto para el verano como para el invierno. Los viejos y ásperos uniformes del preventorio, reciclados y reutilizados hasta la miseria, se repartían arbitrariamente y tan pronto te tocaba ropa pequeña como demasiado grande. «Tenías que cogerte todo el día las bragas con las manos y, si tenías suerte, podías conseguir una cuerda y atártelas, pero si no ibas todo el día arrastrándolas. Eso sí, el día que venían nuestros padres nos ponían muy arregladas, nos daban chocolate con churros, etc. Pero cuando la familia se iba, vuelta a empezar. Y por supuesto, tampoco podías explicar nada a los padres ni cuando les escribías cartas, porque las cuidadoras te las leían». El impacto para ella y su hermana, unas niñas pobres pero felices que se pasaban el día en la calle mientras la madre hacía trabajos en las casas, fue brutal. Julia puede hablar, su hermana todavía no. Fue precisamente el instinto de protección hacia su hermana lo que le hizo sufrir muchos castigos. «Nos daban un puré repugnante y yo miraba de comerme el mío y el de mi hermana, porque sabía que ella no podía tragarse aquello y que lo vomitaría. Hasta que un día nos pillaron y nos separaron. Te lo tenías que comer todo, si era necesario te tapaban la nariz y te lo hacían comer a la fuerza. Allí vi a niñas que fueron obligadas a comerse los vómitos. Y nos decían que qué nos pensábamos, si nos creíamos que se gastaban el dinero con unas muertas de hambre para que después tiráramos la comida. A mí me ha quedado grabado este desprecio cuando nos hablaban: “Sois pobres, unas muertas de hambre. ¡Aún gracias que aquí coméis y estáis calientes!”. ¿Calientes? ¡Calientes de qué, si yo me pasé un año calzada solo con una zapatilla! A mí me parece que al ganado lo trataban mejor». Vómitos tragados una y otra vez, castigos que rozaban la tortura por no haber controlado de noche unos esfínteres que eran la expresión del miedo y el desconsuelo de aquellas criaturas… Una vez más, el relato de Julia es un calco del de tantas otras internas, aunque no hayan coincidido en el tiempo. Es la prueba irrefutable del alcance y la consolidación de unos maltratos que acabaron siendo normales en el día a día del preventorio, de este y de tantos otros. «Por la noche no te podías levantar a hacer pis, ¡pero ay de ti que te orinaras en la cama! Yo he visto cómo quemaban el culo con una vela a niñas que se habían orinado, o las hacían pasear por todo el patio con la sábana mojada para que todo el mundo supiera que eran unas meonas. Explicas esto y tú puedes creer que estoy loca, estás en tu derecho de pensar: “¿Pero qué está diciendo esta mujer?”. Pero todo esto se tiene que vivir. Y yo, Julia García Diego, no miento. Hay gente que dice que no hay para tanto, que se lo pasaron bien. Pues de acuerdo, se lo pasaron bien. Yo las creo, seguro que había alguna cuidadora buena. Pero que ellas me crean a mí. Yo no tengo ningún buen recuerdo. No estoy contando todo esto porque sí. He estado más de 50 años callada y como ahora ha surgido la oportunidad de hablar, pues lo cuento. Yo no obtendré ningún beneficio, porque no me podrán quitar de encima todo este sufrimiento. Pero que no me digan que es mentira. Una vez en un programa de televisión coincidí con unas cuidadoras que nos seguían gritando, tildándonos de mentirosas, insultándonos. Nos seguían tratando igual que cuando éramos niñas. Hasta que me cansé y le dije a una: “¡¡¡Calle, señora, que yo ya no tengo 8 años para que me trate así, tengo 57!!!”». Llegó el día en que uno de esos castigos brutales, desproporcionados, sin ninguna lógica, no fue para las otras niñas, las que se meaban o vomitaban, sino que recayó sobre Julia. Y una vez más, vino de parte de los llamados «representantes de Dios en la Tierra». «Allí no estabas amparada ni por Dios. Recuerdo que nos estaban preparando para hacer la primera comunión y yo pregunté a Don Mauro, el cura: “Padre, ¿qué es la Hostia?”. Estábamos en lo alto de una escalera y me dio una bofetada con tanta fuerza que me tiró escaleras abajo. Yo sangraba por la oreja —de hecho, he quedado sorda de este lado para siempre— y cuando bajó no se dignó ni a ayudarme a levantar. Me agarró por el pelo y me dijo: “Lo que yo te he dado es una hostia y lo que tú recibirás es la sagrada forma”. Me parece verlo como si fuera ahora, al cabronazo aquel, plantado delante de mí. No sé lo que habría dado por habérmelo encontrado frente a frente…». La energía y la risa congénita de Julia solo se rompen en lágrimas cuando habla de las cuidadoras, cuando intenta comprender la razón de tanta maldad. «No entiendo cómo se podía tratar a niñas pequeñas de esa manera. No era necesario que nos dieran besos todo el día, pero al menos un poco de afecto, que éramos niñas muy pequeñas, sin los padres cerca… Que te dieran una torta o te castigaran lo podías entender, pero aquello no: no podías beber agua, no podías preguntar, a la mínima te tenían toda la noche castigada bajo una mesa o en una habitación a oscuras… ¡Y no te quejes, que encima te decían que te estaban quitando los piojos y el hambre! Éramos pobres y se ve que los pobres no teníamos derecho a nada. Las cuidadoras son personas como tú y como yo, pero eran seres degenerados, sin sentimientos. Hay que ser muy malo para tratar a unas niñas así. De aquella experiencia te juro que me quedó la determinación de que haría lo que fuera necesario antes de poner un hijo mío en un lugar así. Han pasado los años y todavía no sé cómo pude aguantar todo aquello». Parte de la niñez de Julia voló en aquellos cuatro 4 en el preventorio. Entró una niña de 8 años, salió una adolescente de doce. «Cuando finalmente nos dijeron que ya podíamos ir a casa, a mi me hicieron quedar un mes más. Ni te cuento el número que monté, llorando, gritando. Resulta que en una de las últimas exploraciones me vieron una manchita en los pulmones y me hicieron ir al hospital, la “casita”, —como la llamábamos nosotros—. Yo siempre he pensado que aquella mancha me la provoqué comiendo pasta de dientes. Como solo nos daban un vaso de agua al mediodía —por la mañana y por la noche era leche—, a mí el cuerpo me pedía agua, y comer pasta de dientes me daba sensación de frescor. Cuando se me acababa la que me enviaba mi madre, robaba la que podía. Es la única explicación que encuentro a que me hicieran quedar un mes y pico más. O eso, o que tuvieran que terminar de investigar algo, porque el historial médico no lo he tenido nunca». El expediente clínico es una de tantas cosas que Julia siente que le han robado, un paso de 4 años por un internado del que no ha quedado rastro administrativo, pero sí una huella profunda en la que echa de menos muchas cosas: la educación —yo sé leer, escribir, las cuatro reglas y poco más, porque los 4 años que pasé allí, de clases, pocas: mucha labor, mucho punto de cruz y mucho bordado, pero está claro que no les interesaba que salieras de allí preparada para una carrera—, el entorno familiar, los juegos sin temor a Chus Gil, Marián Alejandre y Paloma Fernández: el empoderamiento a través de las redes sociales «Ya había cumplido 40 años y necesitaba encontrar a mujeres como yo que me dijeran: “Sé de qué me hablas, yo estuve y pasé por lo mismo que tú”. Necesitaba saber qué había de realidad y qué había de fantasía. Necesitaba tapar ese agujero. Necesitaba exculpar a mi madre por haberme llevado allí o culparla del todo, porque yo pensaba que se había dejado convencer muy fácilmente para llevarme a un lugar tan horrible como aquel. Y lo encontré. Y me sirvió para ver que mis padres no tenían la culpa de nada, me sirvió para quedarme en paz con mi madre y reconciliarme con ella». Desde que existe Internet —que en algunos casos es casi decir desde que el mundo es mundo— Chus Gil había estado buscando información del Preventorio Antituberculoso del Doctor Murillo de Guadarrama. Nada. Solo encontraba información histórica, sobre la arquitectura del edificio, que si había acogido a huérfanos de la Guardia Civil, que si actualmente era un hogar de ancianos… No fue hasta 2011 que, en un foro de aficionados a entrar y fotografiar espacios abandonados, alguien mencionó el lugar donde había sido internada dos veces, entre 1970 y 1971. Eran pequeñas gotas en el océano de la memoria, mensajes de mujeres que habían estado allí de pequeñas, que buscaban a antiguas compañeras y que contaban historias milimétricamente iguales que los recuerdos de Chus. «Para mí fue una de las cosas más alucinantes que me han pasado nunca. Entré en estado de shock, era una emoción enorme. No podía dejar de leer aquellos mensajes ni de llorar. Empecé a contestar, a tirar del hilo, y me di cuenta de que aquella experiencia triste y lamentable que viví era lo normal, lo que habían pasado la mayoría de internas. Cada día eran más las que decían: “Yo también estuve allí”». Chus pensó que era la hora de organizar un grupo como es debido en Facebook[31]. Entre todas fueron recopilando información y juntando las piezas de un puzle compuesto de maltratos, hasta que decidieron pasar del mundo virtual al real. «Contactamos con el Ayuntamiento de Guadarrama que, de momento, no nos recibió mal e, incluso, nos reconoció como víctimas. Todo cambió cuando intervino la alcaldesa con una actitud despótica». Muchos vecinos las acusan de querer perjudicar económicamente a un pueblo de la sierra madrileña que aún recibe muchos turistas de segunda residencia. Las exinternas han tenido que aguantar bromas pesadas en Facebook y Twitter en que algunos hombres del pueblo han colgado fotografías de ellos disfrazados grotescamente de niñas del preventorio. Una de las explicaciones de este resentimiento está muy claro para Chus: durante décadas, el preventorio alimentó a todo el pueblo de Guadarrama. «Yo creo que aquello era un negocio. El Patronato Antituberculoso manejaba mucho dinero, quinientas niñas a las que permanentemente se debía dar cuatro comidas al día. La comida la suministraban proveedores del pueblo, la mayoría de las cuidadoras venían del pueblo». Parece lógico que no quieran hablar mal de lo que fue una de las principales fuentes de ingresos y de puestos de trabajo durante décadas. Quizá todavía no han calculado los beneficios, al menos morales, de admitir todo lo que pasó dentro de los gruesos muros del preventorio. El silencio en Guadarrama está tan arraigado y es tan contagioso que una de las pocas negativas que tuvimos durante la elaboración del documental fue la de la actual propietaria del recinto, la aseguradora privada Sanitas, que actualmente regenta una residencia de ancianos y que nos denegó el permiso para grabar solo los exteriores del edificio. El grupo de Facebook ¿Estuviste en el Preventorio del Doctor Murillo? fue creciendo y Chus planteó a sus compañeras que tenían que dar un paso más. «Éramos mujeres que hablábamos de cosas que nos habían pasado cuando teníamos 5, 6, 7 años… Era muy difícil hacer una denuncia, sobre todo si éramos pocas. La única manera de que nos creyeran era que fuéramos cien, mil, dos mil… Y por eso teníamos que hacer el salto a los medios de comunicación. Era la única manera como podíamos hacer llegar el mensaje a las mujeres que hubieran pasado por lo mismo y hacerles saber que lo podían compartir con nosotras. Que si alguna vez se habían sentido solas porque no las creían, nosotras sí las creíamos, porque lo habíamos vivido. Y si éramos muchas, nos tendrían que creer». En ausencia de políticas de memoria, en un país denunciado por distintos organismos internacionales y con un Gobierno del PP que cumplió la promesa electoral de cerrar la Oficina de Víctimas de la Guerra Civil y la Dictadura, las asociaciones y los medios de comunicación son a los únicos que los afectados pueden acudir. Por primera vez muchas de las internas del preventorio de Guadarrama —y con ellas de otros centros de toda España— comenzaron un peregrinaje por los medios, que trataron con desigual seriedad su drama. Mientras que diarios como Público, 20 Minutos o Diagonal —con los excelentes reportajes de María José Esteso Poves— aportaron rigor y contextualización, no se puede decir lo mismo de la deriva de acusaciones cruzadas con que terminaron algunos programas televisivos matinales, en los que los llantos de algunas internas quedaban ahogados por los gritos de las cuidadoras, que aún las trataban como si las tuvieran subyugadas. La valoración que hacen las afectadas es desigual. Mientras que algunas no han querido saber nada más de los medios de comunicación, otras creen que fue un peaje necesario para visibilizar su problema ante el autismo emocional y democrático de la justicia y las instituciones españolas. Como hemos visto, Chus ha hecho también un gran trabajo de investigación con respecto a los médicos que trabajaban con el remanente continuo de quinientas niñas del preventorio, el campo ideal para, como mínimo, hacer sus investigaciones, a pesar de que algunas exinternas están convencidas de que se fue más allá y se hizo experimentación científica. También ha encontrado documentos impagables que abonarían la tesis de que muchos niños fueron enviados a los preventorios por ser hijos de republicanos, criaturas a las que la represión política sobre sus familias en forma de prisión, exilio, ejecuciones y decomisos de bienes habían dejado en condiciones muy precarias. Beneficencia, propaganda y adoctrinamiento encontraban en los preventorios antituberculosos un lugar ideal para ir de la mano. Esta era, por ejemplo, la tesis de María Rosa Urraca Pastor, una maestra y enfermera carlista que escaló posiciones dentro del régimen franquista hasta que se vio eclipsada por Pilar Primo de Rivera. Su catolicismo tradicionalista no le impidió una crueldad despiadada contra los republicanos, incluso cuando ya estaban derrotados: facilitó a los nazis una lista de ochocientos refugiados políticos en Francia, muchos de los cuales fueron detenidos, repatriados y fusilados. Los hijos huérfanos de los perdedores de la Guerra Civil tampoco parecía que le motivaran la caridad cristiana. Al abordar este problema de los huérfanos se plantea con toda su crudeza el problema general de la convivencia entre los rojos y nosotros una vez terminada la guerra. ¿Se puede pensar en la posibilidad de que los hijos de nuestros mártires y de nuestros héroes, los huérfanos de los Cruzados de España convivan, se eduquen y se formen en las mismas instituciones que los hijos de los asesinos rojos, los huérfanos de quienes murieron con las armas en la mano del lado de allá o bajo el peso inexorable de la ley y la justicia de nuestro lado? ¿Son responsables los hijos de los delitos cometidos por los padres? Realmente es un problema de difícil solución. La caridad cristiana, además de obligarnos al perdón, nos habla de misericordia y amor para esos niños que no son ciertamente responsables de la maldad de sus padres. Y, sin embargo, un deber de justicia nos dice que parecía casi una monstruosidad a nuestros Cruzados generosos que España no tuviera el más mínimo gesto de predilección por sus viudas y por sus huérfanos. […] El problema sentimental pasa a ser pedagógico. Una previa clasificación pedagógica resuelve esta cuestión: […] enviar a preventorios y reformatorios a muchos de estos huerfanitos[32]. Chus reconoce que tomó conciencia de todo lo que había sufrido cuando fue adulta. «Yo siempre había sentido pena por aquella niña de 7 años, por aquella Chus pequeña. Y sentir pena por uno mismo es algo muy triste. El afán que tuve de dinamizar este grupo, de compartir nuestra historia, de juntarme con gente con el mismo espíritu y con ganas de sacarlo a la luz hizo que dejara de sentir pena por esa cabeza». Marián cree que el hecho de que la mayoría de internas provinieran de familias humildes incrementaba la sensación de que les podían hacer cualquier cosa unas cuidadoras amargadas y sin formación, que quizá ni tenían conciencia de los maltratos: aquello era el trato normal para conseguir lo que querían, gente sumisa y obediente. «Allí no tenías que existir. Allí es donde aprendí a no existir, a procurar que no te vieran por miedo a recibir un cachete, un castigo. A veces pienso que ya va siendo hora de dejar de ser invisible, pero me he acostumbrado tanto que no sé dejar de serlo. Ante un problema espero que se solucione por sí solo, ante una situación comprometida trato de salir del medio para que no me salpique. Por eso te digo que para mí hay un antes y un después del preventorio. Tu vida se vuelve gris, es como si te hicieras adulto de golpe a base de hostias. Me ha quedado para siempre esta necesidad de afecto, me dormía llorando imaginándome que mi abuela me abrazaba o que mi padre venía a rescatarme. Este es el frío del alma del que te hablaba y que parece que nunca más me he podido quitar de encima. Soy una persona muy insegura y por cualquier cosa pienso que se me dejará de querer». Durante mucho tiempo Marián apartó de la memoria aquel fatídico curso del 1971 al 1972. Pero un día, llevando a su hija a una fiesta de cumpleaños en un parque de aventura de la sierra de Madrid, se perdió y acabó delante de aquel edificio imponente que era el Preventorio Antituberculoso del Doctor Murillo. «De repente fue como si se abriera un cofre que tenía encerrado en la memoria. Las piernas me temblaban, el corazón me latía deprisa». La mirada gélida de la señorita Maite —una de las cuidadoras con peor reputación—, el hecho de pensar que si las circunstancias fueran propicias aquella gente volvería a estar allí y haría lo mismo… Todo ello la impulsó a su particular «salida del armario». «Ahora soy una mujer mucho más valiente, más descarada, no me quedo nada dentro. En el grupo he conocido a una gente estupenda y eso nos hace más fuertes». * * * El calor que ha atenuado el frío del alma del que nos habla Marián lo protagonizan mujeres como Paloma Fernández. Su estancia en Guadarrama fue corta. Aquello no se parecía en nada a otras colonias estupendas que había pasado en Cercedilla. «Estábamos peor que presas porque no teníamos ninguno de los derechos de un preso, ni intimidad ni acceso a los paquetes que te enviaba la familia, nada. En la primera visita que me hicieron mis padres, al cabo de un par de semanas, me derrumbé y empecé a llorar. No fue necesario que les dijera nada. Mi padre, que era médico, me envió a buscar mis cosas en el dormitorio y ese mismo día volví con ellos. Recuerdo una sensación muy amarga cuando el coche se alejaba y pensaba en mis compañeras, que se tenían que quedar. No todos los padres podían sacarlas de allí». Quizá consciente de que fue una privilegiada, la corta estancia de Paloma fue inversamente proporcional a la intensidad con que se dedica al activismo en las redes sociales desde que Chus creó el grupo. Y lo hace sin pelos en la lengua: «El preventorio era terrorismo puro, una máquina de imponer un miedo cerval a aquellas niñas indefensas, con personajes emblemáticos de aquel terror como la famosa señorita Maite, que llegó a clavar el tacón de un zapato en la cabeza de una interna». Está convencida de que la coincidencia de castigos en los diferentes preventorios respondía a unas consignas claras de las que eran víctimas los segmentos más pobres de la sociedad, a menudo los perdedores. Y también que mucha gente hizo negocio metiendo mano en los presupuestos asignados para los niños, dándoles auténtica porquería para comer, no ofreciéndoles ni jabón ni papel higiénico o no renovándoles unos uniformes que se caían a trozos. «Aquello era un horror y no un horror cualquiera, no. Tal como lo veo, era terrorismo de Estado. Y se tendrá que abordar algún día, en algún momento tendrá que rascarse la herida, limpiarla y cerrarla en condiciones. Y no hacer como hasta ahora, con esta actitud de “tapamos todo, lo ignoramos porque, total, esta gente se irá muriendo”. Es verdad, nos vamos muriendo, pero quedará un poso de resentimiento, de amargura, que no puede ser bueno para una sociedad. Todo esto se tiene que depurar. No estoy hablando de revancha, que por la vía de la justicia incluso sería legítimo. El tema no es que nuestro ego quede satisfecho porque nos pidan una disculpa. No, el problema es cuando una sociedad ve como admisible o normal que aquellos niños lo pasaran tan mal o que alguien piense que todavía tenían que dar las gracias por la caridad del Estado porque al menos los alimentaban. ¿Tú sabes el daño que hace esto? Tengo compañeras que he conocido en el foro de Facebook y te puedo asegurar que son personas que no se valen por sí solas, que están en una situación de desigualdad social por culpa de los traumas que sufrieron en el preventorio. Hay gente muy herida. Estamos ante un problema que históricamente es inconmensurable y es increíble que no genere ningún interés. Ya no es que no nos escuche un fiscal, no, es que nadie quiere investigar con el pretexto de que “habrá prescrito con la ley de amnistía”. Si hablamos de crímenes contra la humanidad —y para mí lo son—, esto no prescribe, que para algo se crearon los tribunales de Nuremberg y todos los que vinieron detrás. Pero aquí nadie quiere meter baza. Y la verdad es que cientos de miles de españoles de diferentes edades están solos con su trauma, a menudo sin haber hablado nunca con nadie». Como tantas otras exinternas, Paloma estuvo mucho tiempo sin hablar, encapsulada en aquella niña tan diferente de la que había entrado en el preventorio. Estremece pensar lo que debían de haber visto aquellas criaturas para que estancias breves de apenas quince días, como en el caso de Paloma, o de pocos meses en otros, llegaran a marcar tanto. «Yo pensaba que siempre podías confiar en los adultos. Que iría a la policía o la Guardia Civil y desmontarían el preventorio en dos días porque aquello no podía existir, era una barbaridad, como una novela de Dickens. Y la Paloma que sale de allí es mucho más escéptica, una niña que controla lo que la rodea, muy precavida hacia la gente, que si es necesario se esfuma en el anonimato, que se hace invisible porque está en juego su supervivencia». Es la creación del grupo ¿Estuviste en el Preventorio del Doctor Murillo? lo que, como en otros tantos casos, la hace reaccionar, le hace sentir el empoderamiento que produce que «cada día más compañeras te digan: “Esto que te pasó no lo soñaste, es así”. La historia no la escribes como te gustaría, la historia es como es, y por eso estamos explicando cómo fue. A través de nuestro grupo en Internet mucha gente está tomando conciencia de que fue maltratada. Y lo que hay que generar es una toma de conciencia social de cómo fueron atacados los derechos de la gente más fácilmente vulnerable, niños y mujeres». Paloma es beligerante, lucha para que se conozca el pasado, pero sobre todo lucha para que se tomen acciones en el presente. Y es que para ella no puede haber futuro en una sociedad en la que el duelo personal embadurna toda la sociedad hasta convertirlo en un duelo colectivo. «Nosotros no vamos en contra de nadie, sino a favor de nosotros y del futuro de nuestros hijos. Vamos en contra de una estructura que lo permitió, y esta estructura tenía unos nombres y apellidos. Y si para que todo esto salga a la luz deben salir nombres y apellidos, ¡qué le vamos a hacer! En el caso de las cuidadoras, ¿qué se pensaban? ¿Que podían hacer lo que quisieran y que nunca pasaría nada, que se irían de este mundo sin tener que revisar este episodio de su vida? ¿Que te puedes pasar el resto de la vida pensando que esto se olvidará, que el pasado ha pasado? Pues mira, no, quizás algún día te encuentras con alguien que te dice cuatro cosas, o con un grupo más organizado, como nosotras. Porque lo que esta gente no puede pretender es pensar que aquí no pasó nada. Sí que pasó, y todos nos tenemos que hacer responsables de lo que hicimos. ¡No haberlo hecho! Para mantener la disciplina en aquellos centros no era necesario hacer las barbaridades que aquellos esbirros hicieron. Yo lo único que quiero es recomponer mi personalidad dañada por ellas y
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