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Orientación Universidad
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Ethan frome, Apuntes de Literatura Americana

Asignatura: Literatura Norteamericana: Naturalismo y Modernismo, Profesor: Isabel Díaz, Carrera: Estudios Ingleses, Universidad: ULL

Tipo: Apuntes

2014/2015

Subido el 30/06/2015

luismy_hdez
luismy_hdez 🇪🇸

2.5

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¡Descarga Ethan frome y más Apuntes en PDF de Literatura Americana solo en Docsity! Ethan Frome Edith Wharton A AI ¡ ETHAN FROME OO DE SOLEDAD PUÉ UBA o e http: //www.hbrodot.com Librodot Ethan Frome Edith Wharton Librodot 2 2 PRÓLOGO Si no supiéramos que la presente novela es una de las obras más famosas de Edith Wharton y si la autora no nos advirtiera en el prefacio que lo que vamos a leer es una modesta historia situada en un pueblo de Nueva Inglaterra (por más que la modesta historia se trate de una tragedia, como veremos, y las tragedias no se caracterizan por su modestia), el encuentro con Ethan Frome nos sorprendería y tal vez pensáramos que el editor de la novela ha cometido un descomunal error al imprimir el título bajo el nombre de Edith Wharton. Aunque la agilidad del estilo y la manera directa en que nos presenta al personaje central (el protagonista de una historia acaecida hace años) nos podrían hacer pensar en ella como candidata a la autoría del libro, el asunto se separa de tal modo de los que suelen ser habituales en sus obras, que probablemente en seguida desecharíamos su candidatura El eco de Cumbres borrascosas añadiría mayor perplejidad a nuestro ánimo, porque no se percibe fácilmente la influencia de Emily Brontë en el resto de las novelas de Edith Wharton, tan neoyorquinas, tan interesadas en escrutar las ondulaciones y pequeñas turbulencias de la superficie y las formas de una clase social ávida de dinero, poder y fama, y fundamental- mente cínica. Ningún rastro de Emily Brontë en esos entresijos. Y sin embargo, en cuanto el amargo aire que envuelve al alto, delgado y descalabrado Ethan Frome llega a nuestro entorno de lectores, no podemos dejar de evocar aquel páramo desolado por el que el alma de Catherine Earnshow deambulaba errante, y presentimos que los personajes de la historia que se avecina nos van a ofrecer un rostro desencantado. No lo presentimos, lo sabemos, porque Ethan Frome es, lo describe la autora, lúgubre, enteco y prematuramente viejo, un hombre de cincuenta y dos años cuya savia se secó hace tiempo, un muerto en vida. Pero una aureola de fascinación lo envuelve, una inaprehensible pero profundísima dignidad emana de él, y hace que el narrador, y los lectores todos, se interesen por su vida, por ese pasado que flota, va con aire de tragedia, a su alrededor, y que tal vez se trate de una historia de amor. Si hubiera que ponerle un rostro y una figura a este personaje, puede que los correspondientes al veterano actor James Stewart fuesen los que a mi entender se acomodaran mejor a la impresión que Edith Wharton nos transmite cuando vemos por primera vez a Ethan Frome. Esa cálida mezcla de desgana, estoicismo, dureza y desvalimiento que nos transmite el conocido actor es la que rodea a Frome. Y la mirada, claro. ¿Qué habrá en el fondo de los ojos de Ethan Frome, en esa eterna pregunta que, como un James Stewart ya maduro, sigue dirigiendo a la vida? He aquí, pues, a Edith Wharton frente al páramo, frente a un drama de muy pocos personajes, encerrados en un pueblo perdido de Nueva Inglaterra, frente a un relato invernal, ingrato, inmisericorde. Y, en una excepción, la autora escribe un prefacio para definir lo que va a poner en nuestras manos y prepararnos, quizá, para la forma en que nos va a hacer su entrega. Edith Wharton declara que éste es «el primer tema al que me aproximaba con entera confianza en su valor», lo cual no deja de resultar significativo en una autora que aborda un asunto totalmente nuevo. Se siente fascinada por la dificultad del asunto (no olvidemos que en los otros, Librodot Ethan Frome Edith Wharton Librodot 5 5 está marcada en el rostro lúgubre, enjuto y envejecido de un hombre acabado a quien, sin embargo, rodea un atrayente halo de misterio, un hombre que podría dedicarnos, bajo el ala de su sombrero, una melancólica mirada azul. SOLEDAD PUÉRTOLAS Librodot Ethan Frome Edith Wharton Librodot 6 6 PREFACIO DE LA AUTORA Había tenido ocasión de conocer algo de la vida en un pueblo de Nueva Inglaterra mucho antes de que estableciera mi hogar en el mismo condado que mi imaginario Starkfield; no obstante, durante los años pasados allí, ciertos aspectos llegaron a serme mucho más familiares. Incluso antes de aquella iniciación definitiva, sin embargo, ya había advertido, con gran disgusto, que la Nueva Inglaterra de las novelas guardaba escaso parecido, si exceptuamos una vaga semejanza botánica y dialectal, con la abrupta y hermosa región que yo había conocido. Incluso la abundante enumeración de helechos, plantas de jardín y laureles silvestres, y la concienzuda reproducción de lo vernáculo me dejaban con la sensación de que los crestones de granito habían sido, en ambos casos, pasados por alto. Tal impresión es estrictamente personal y si dejo constancia de ella aquí es porque explica mi novela Ethan Frome y para algunos lectores puede también en gran medida justificarla. En cuanto a los orígenes de la historia, eso es todo. No hay nada más que decir de ella que tenga algún interés, excepto lo que se refiere a su construcción. El problema que se me planteaba, tal como lo vi desde el primer momento, era el siguiente: debía ocuparme de un tema cuyo clímax dramático, o si se prefiere su anticlímax, tiene lugar una generación des- pués de los primeros actos de la tragedia. Pero a cualquier lector convencido, como yo siempre lo he estado, de que todos los temas (en el sentido que tiene la palabra para un novelista) contienen implícitamente su forma y dimensiones propias, le habría parecido que este espacio de tiempo forzoso designaba a Ethan Frome como el tema de la novela. Sin embargo, en ningún momento fue ésta mi intención ya que, al mismo tiempo, tenía la impresión de que el tema de mi historia no era de los que permitían introducir demasiadas variaciones. Había que tratarlo sin ambages y de forma concisa, tal como la vida se había presentado siempre a mis protagonistas; cualquier intento de elaborar o complicar sus sentimientos habría falseado necesariamente el conjunto. Ellos, estos personajes, eran, en verdad, mis crestones de granito; sólo que aún estaban a medio emerger del suelo y eran algo más articulados. Esta incompatibilidad entre tema y proyecto podría haber parecido sugerir, quizá, que mi «situación» debía, a fin de cuentas, desecharse. Todo novelista ha recibido alguna vez la visita de fantasmas insinuadores de buenas situaciones falsas, temas-sirena que atraen su embarcación hacia las rocas; escucha a menudo sus voces y contempla el espejismo que le brindan mientras atraviesa el árido desierto con el que se encuentra siempre a la mitad del camino de cualquier obra que tenga entre manos. Conocía muy bien el canto de estas sirenas y, en más de una ocasión, me había concentrado en mis tareas más enojosas hasta que las sentía alejarse de mis oídos llevándose, quizás, entre sus tules de mil colores, una obra de arte perdida para siempre. Pero no tuve miedo de ellas en el caso de Ethan Frome. Era el primer tema al que me aproximaba con entera confianza en su Librodot Ethan Frome Edith Wharton Librodot 7 7 valor, para mis propósitos, y con una fe relativa de mi capacidad para transmitir al menos una parte de cuanto yo veía en él. Todo novelista, repito, que se preocupa por su arte, ha tropezado con temas como éstos y se ha sentido fascinado por la dificultad de presentarlos, en todo su realce y al mismo tiempo, sin ornamentos añadidos ni trucos de ropaje o iluminación. Éste era mi cometido si quería contar la historia de Ethan Frome; y todavía creo que mi proyecto de construcción —el cual obtuvo la inmediata e incondicional desaprobación de unos cuantos amigos a quienes se lo comenté con el propósito de tantear sus opiniones— se justificaba de sobra en el caso que nos ocupa. En realidad, tengo la impresión de que si bien es imposible evitar un cierto tono de superficialidad en la historia en la que intervienen gentes refinadas y de personalidad compleja a las que el simple espectador imagina e interpreta gracias a la intervención del novelista, no tiene por qué existir tal inconveniente si el espectador es, él mismo, refinado y la gente a la que interpreta personas sencillas. Si es capaz de ver todo cuanto sucede en torno a ellas, no iremos, ni mucho menos, en contra de la verosimilitud, al permitirle ejercer esta facultad; es bastante natural que actúe como un intermediario comprensivo entre sus personajes rudimentarios y los espíritus más complejos a quienes está tratando de presentarlos. Pero todo ello es bastante evidente, y sólo precisa explicación para aquellos que nunca han considerado la narrativa como un arte de composición. El verdadero mérito de mi construcción creo que reside en un detalle menor. Debía encontrar el medio de conseguir que mi tragedia, de una manera natural y a la vez descriptiva, llegase a oídos de su narrador. Podía, claro está, haberlo sentado frente a alguna comadre del pueblo que le hubiera servido en bandeja, en pocos segundos, la historia completa, pero al hacer esto habría falseado dos elementos esenciales de mi retrato: en primer lugar, la reticencia profundamente arraigada y la incapacidad de expresarse propias de la gente que yo estaba tratando de describir, y en segundo lugar, el efecto de «redondez» (en el sentido plástico) que se produce al dejar que su historia nos llegue a través de personas tan distintas como Harmon Gow y la señora Ned Hale. Cada uno de mis cronistas contribuye a la narración sólo en la medida en que él o ella son capaces de comprender lo que para ellos es un caso complicado y misterioso; y sólo el narrador de la historia posee la capacidad suficiente para verlo todo, explicarlo de forma sencilla y situarlo en el lugar que le corresponde entre sus otras y más importantes categorías. No pretendo que se me reconozca originalidad alguna por haber seguido un método del cual La Grande Bretêche y The Ring and the Book me habían brindado un magnífico ejemplo. Mi único mérito consiste, quizá, en haber intuido que el procedimiento allí empleado podía también aplicarse a mi modesta historia. He escrito este breve análisis —el primero publicado hasta ahora sobre uno de mis libros— porque como introducción de un autor a su obra, creo que lo único que puede tener algún interés para el lector es la explicación de por qué decidió escribir la obra en cuestión y de los motivos que le llevaron a elegir una determinada forma y no otra en el momento de dar cuerpo a su obra. Estos objetivos principales, los únicos que pueden establecerse explícitamente, debe sentirlos el artista de forma casi instintiva Librodot Ethan Frome Edith Wharton Librodot 10 10 su buggy, tomaba las riendas con la mano izquierda y se alejaba lentamente hacia su granja. —¿Fue un accidente muy grave? —le pregunté a Harmon, viendo alejarse a Frome, y pensando qué gallarda debía resultar aquella cabeza enjuta y atezada, con su mata de pelo claro, asentada en aquellos hombros vigorosos, antes de que se encogiesen y se deformasen. —Fue horrible —me confirmó mi informador—. Más que suficiente para matar a cualquier hombre. Pero los Frome son duros. Ethan llegará a los cien. —¡Dios santo! —exclamé. En aquel momento, Ethan Frome, tras subir a su asiento, se había inclinado para comprobar la estabilidad de una caja de madera (también tenía la etiqueta de un farmacéutico) que había colocado en la parte pos- terior del buggy y vi su cara tal como debía ser cuando se creía solo. —¿Dice que va a llegar a los cien ese hombre? ¡Si parece ya muerto y en el infierno! Harmon sacó un trozo de tabaco del bolsillo, cortó un pedazo y se lo metió en la correosa bolsa del carrillo. —Creo que ha pasado demasiados inviernos en Starkfield. Los listos se van, casi todos. —¿Por qué no lo hizo él? —Alguien tenía que quedarse y ayudar a los viejos. Nunca hubo nadie más que él en la casa. Primero su padre...; luego su madre..., más tarde su mujer. —¿Y luego el accidente? Harmon rió sardónicamente. —Eso es. Después de eso tuvo que quedarse. —Comprendo. Y desde entonces, ¿han tenido que cuidarle? Harmon se pasó el tabaco al otro carrillo, pensativo. —Bueno, en cuanto a eso..., yo creo que Ethan es el que se ha cuidado siempre de los demás. Aunque Harmon Gow explicó la historia según sus alcances intelectuales v morales, había vacíos patentes entre los datos que daba, y tuve la sensación de que en esos vacíos de la historia era donde residía su significado más profundo. Pero hubo una frase que se me grabó en la memoria y que fue el núcleo alrededor del cual agrupé mis deducciones posteriores: «Creo que ha pasado demasiados inviernos en Starkfield.» Antes de concluir mi estancia allí, ya sabía yo bien lo que significaba esto. Y, sin embargo, había llegado ya en la época degenerada del autobús, la bicicleta y el servicio de entrega rural, cuando eran más fáciles las comunicaciones entre las aldeas montañesas dispersas, cuando las poblaciones mayores de los valles, como Bettsbridge y Shadd's Falls, tenían bibliotecas, teatro y salas de la YMCA1 a las que podían bajar a divertirse los jóvenes montañeses. Pero cuando cayó el invierno sobre Starkfield, y el pueblo quedó cubierto de una capa de nieve que los pálidos cielos re- novaban interminablemente, empecé a comprender cómo debía haber sido allí la vida (o su negación más bien) cuando Ethan Frome era joven. 1 Young Men's Christian Association (Asociación de Jóvenes Cristianos). (N. de los T.) Librodot Ethan Frome Edith Wharton Librodot 11 11 Mis patronos me habían enviado allí para un trabajo relacionado con la gran central eléctrica de Corbury Junction, y una prolongada huelga de carpinteros había retrasado tanto el trabajo que me vi anclado en Starkfield (el lugar habitable más próximo) casi todo el invierno. Durante la primera parte de mi estancia allí, me había sorprendido el contraste entre la vitalidad del clima y lo mortecino de la comunidad. Día tras día, pasadas ya las nieves de diciembre, un deslumbrante cielo azul derramaba torrentes de luz y aire sobre el paisaje blanco que los devolvía con fulgor aún más intenso. Parecía lógico suponer que aquella atmósfera avivase las emociones, además de la sangre; pero no parecía producir otro cambio que el de amortiguar aún más el lento ritmo de Starkfield. Después, cuando comprobé que a esta fase de claridad translúcida seguían largos períodos de frío sin sol, cuando las tormentas de febrero plantaron sus blancas tiendas en aquel pueblo leal y la caballería impetuosa de los vientos de marzo cargó apoyándolas, empecé a comprender por qué Starkfield salía de su asedio de seis meses como guarnición rendida por el hambre que capitulase sin condiciones. Veinte años atrás debía haber muchos menos medios de resistencia, y el enemigo debía dominar casi todas las líneas de comunica- ción entre las poblaciones bloqueadas. Y considerando todo esto, comprendí la fuerza siniestra de la frase de Harmon: «Los listos se van, casi todos.» Mas, siendo así, ¿qué combinación de obstáculos, fuera cual fuese, había logrado impedir marcharse a un hombre como Ethan Frome? Durante mi estancia en Starkfield me alojé con una viuda de mediana edad, a quien se conocía familiarmente como la señora de Ned Hale. El padre de la señora Hale había sido el abogado del pueblo de la anterior generación, y «la casa del abogado Varnum», donde aún vivía mi casera con su madre, era la mansión más notable del pueblo. Se alzaba a un extremo de la calle principal, y su pórtico clásico y sus ventanas de paños pequeños daban a un caminito enlosado que conducía, entre abetos noruegos, al blanco y esbelto campanario de la iglesia congregacionista. Era evidente la decadencia de los Varnum, pero las dos mujeres hacían lo posible por mantener un aire digno y respetable. Y la señora Hale, sobre todo, mostraba un lánguido refinamiento, muy acorde con su casa, rancia y antigua. En la «mejor sala» de la casa, con su tapicería de crin negra y su caoba, débilmente iluminada por una gorgoteante lámpara Carcel, escuché, velada tras velada, otra versión más matizada y sutil de la crónica de Starkfield. La señora de Ned Hale no se sentía ni se fingía socialmente superior a la gente que la rodeaba, pero el azar de una sensibilidad más delicada y algo más de cultura habían creado entre ella y sus vecinos justo la separación suficiente para que pudiera juzgarles con cierto distanciamiento. No era reacia a ejercitar esta facultad, y yo confiaba en conseguir que me proporcionara los datos que faltaban de la historia de Ethan Frome, o, más bien, una clave de su carácter que me permitiera coordinar los datos que ya conocía. Su cabeza era un almacén de anécdotas inocuas y cualquier pregunta sobre sus conocidos hacía brotar todo un cúmulo de datos; mas, ante el tema de Ethan Frome, se mostró inesperadamente reservada. No había en su reserva indicio alguno de aversión; advertí sólo una resistencia insuperable a hablar de él o de sus Librodot Ethan Frome Edith Wharton Librodot 12 12 asuntos, un grave «Sí, les conocía a los dos..., fue horrible...» parecía ser la máxima concesión que su congoja podía hacer a mi curiosidad. Tan marcado fue el cambio de actitud e implicaba tales honduras de triste iniciación que, con cierto temor a resultar impertinente, planteé de nuevo el caso a mi oráculo del pueblo, a Harmon Gow; pero a pesar de mi interés, no conseguí sacarle gran cosa. —Ruth Varnum fue siempre nerviosa como una rata. Y ahora que caigo, ella fue la primera que los vio cuando los recogieron. Fue justo debajo de la casa del abogado Varnum, abajo, en la curva del camino de Corbury, y fue más o menos por la época en que Ruth se prometió con Ned Hale. Los jóvenes eran amigos todos, y supongo que lo que le pasa es que no soporta hablar de ello. Ya ha tenido bastantes problemas ella también en su vida. Todos los habitantes de Starkfield, como los de comunidades más notables, habían tenido suficientes problemas personales para sentir una relativa indiferencia por los del vecino; y aunque todos admitían que los de Ethan Frome habían superado el nivel medio, nadie quiso explicar el porqué de aquella expresión de su cara que, como yo insistía en pensar, ni la pobreza ni el sufrimiento físico habían podido grabar en ella. No obstante, me habría contentado con la historia fragmentaria que habían ido explicándome de no haberme afectado la provocación de aquel silencio de la señora Hale, y (poco después) la casualidad de mi contacto personal con el propio Ethan Frome. A mi llegada a Starkfield, Denis Eady, el rico tendero irlandés, que era el propietario de lo que más se aproximaba en Starkfield a una caballeriza de coches de alquiler, había quedado en llevarme todos los días a Corbury Flats, donde tenía que coger el tren para Corbury Junction. Pero, a mediados del invierno, los caballos de Eady enfermaron de una epidemia local. La enfermedad se extendió a los otros establos de Starkfield, y, durante uno o dos días, tuve dificultades para encontrar un medio de transporte. Entonces, Harmon Gow me indicó que el bayo de Ethan Frome aún se tenía en pie y que tal vez su propietario me llevara con gusto. Me sorprendió el comentario. —¿Ethan Frome? Pero si nunca he hablado con él siquiera. ¿Por qué demonios iba a hacerme ese favor? La respuesta de Harmon me sorprendió aún más. —No sé por qué lo haría pero sí sé que no le vendría mal ganarse un dólar. Me habían dicho que Frome era pobre, y que la serrería y los áridos acres de su granja apenas daban para mantener a la familia durante el invierno; pero no había supuesto que estuviera tan necesitado como indicaban las palabras de Harmon, y mostré mi sorpresa. —Bueno, no le han ido demasiado bien las cosas — dijo Harmon—. Cuando un hombre se pasa veinte años o más de aquí para allá como un pasmarote viendo lo que hay que hacer sin hacerlo, se consume por dentro y pierde el coraje. Esa granja de Frome estuvo siempre tan yerma como una jarra de leche por la que ha pasado el gato. Y ya sabe usted lo que vale hoy en día una serrería hidráulica vieja como la suya. Cuando Ethan podía trabajar en las dos cosas de sol a sol, conseguía sacar para vivir. Aunque ya entonces su gente se lo comía casi todo y no entiendo cómo se las arregla Librodot Ethan Frome Edith Wharton Librodot 15 15 —El bayo irá bien hasta allí si le damos tiempo. Me dijo que tenía que hacer allí esta tarde. Procuraré que llegue. Lo dijo con una tranquilidad tal, que sólo pude contestarle: —Me hace usted un gran favor. —No se preocupe —contestó. El camino se bifurcaba delante de la escuela y seguimos un sendero que bajaba por la izquierda, entre ramas de abeto dobladas hacia los troncos por el peso de la nieve. Yo había paseado muchas veces por allí los domingos y sabía que el tejado solitario que se divisaba entre ramas peladas al pie de la colina era el del aserradero de Frome. Tenía un aire mortecino y desolado, con la rueda ociosa perfilada sobre las aguas oscuras, salpicada de espuma blancoamarillenta, y con los desvencijados cobertizos cubiertos de su blanca carga. Frome ni siquiera volvió la cabeza cuando pasamos por delante, y, aún en silencio, empezamos a subir la loma siguiente. Kilómetro y medio después, siguiendo un camino que yo no conocía, llegamos a un plantel de manzanos raquíticos que alzaban sus troncos retorcidos en una ladera, entre afloramientos de pizarra que asomaban el morro por entre la nieve como animales que quisieran respirar. Detrás de los manzanos había uno o dos campos cultivados, las lindes borradas por la nieve, y, encima, acurrucada entre las inmensidades blancas de la tierra y el cielo, una de esas casas de campo aisladas de Nueva Inglaterra que dan al paisaje un aspecto aún más solitario. —Ésa es mi casa—dijo Frome, con un gesto rápido de su codo tullido; y, ante lo angustioso y opresivo de la escena, no supe qué decir; había dejado de nevar y un fogonazo de acuosa claridad nos mostró la casa de la ladera allá arriba, en toda su quejumbrosa fealdad. Aleteaba en el porche el lúgubre espectro de una enredadera de hoja caduca y las delgadas paredes de madera, cubiertas de una fina capa de pintura, parecían temblar con el viento, que se había levantado al dejar de nevar. —La casa era más grande en tiempos de mi abuelo: hace años que tuve que quitarle la «L» —continuó Frome, conteniendo con un tirón de la rienda izquierda al bayo, que intentaba claramente desviarse hacia la desvencijada cancela de la entrada. Me di cuenta entonces de que el aspecto insólitamente desolado y raquítico de la casa se debía en parte a la pérdida de lo que en Nueva Inglaterra se conoce como la «L», ese suplemento largo, de aleros empinados que suele edificarse en ángulo recto respecto al edificio principal de la casa y que la comunica, por medio de almacenes y depósitos de herramientas, con la leñera y el pajar. Sea por su sentido simbólico, esa imagen que brinda de una vida ligada a la tierra, y que encierra en sí las principales fuentes de calor y de alimentación, o sea sólo por la consoladora idea de que permite a los habitantes de la casa acudir a su trabajo matutino sin tener que afrontar las inclemencias de un clima tan duro, no hay duda de que la «L», más que la casa en sí, parece ser el centro, el verdadero núcleo, de la casa de campo de Nueva Inglaterra. Quizás esta concatenación de ideas, que me había asaltado muchas veces en mis vagabundeos por los alrededores de Starkfield, me hiciese percibir un tono nostálgico en las palabras de Frome, y ver en aquel edificio acortado la imagen de su propio cuerpo encogido. Librodot Ethan Frome Edith Wharton Librodot 16 16 —Estamos muy, aislados ahora —añadió—, pero antes de que el ferrocarril pasara por los Flats venía mucha gente por aquí. Arreó luego al renqueante bayo y, como si la mera visión de la casa me hubiera dado tal acceso a su confianza que ya no pudiera mantener su reserva, prosiguió pausadamente: —Siempre he pensado que los problemas más graves de mi madre se debieron a eso. Cuando el reumatismo la atacó tanto que apenas podía moverse, solía sentarse allí a mirar el camino; y un año que estuvieron seis meses arreglando la carretera de Bettsbridge, cuando las inundaciones, y Harmon Gow tenía que pasar por aquí con la diligencia, se recuperó tanto que casi todos los días bajaba hasta la cancela a verle. Pero cuando empezaron a pasar los trenes, nadie volvió por aquí y mi madre nunca pudo entender qué había ocurrido, y fue lo que más le angustió hasta su muerte. Cuando entramos en el camino de Corbury empezó de nuevo a caer la nieve, bloqueándonos la última vista de la casa. Y con ello volvió el silencio de Frome, alzando entre nosotros el viejo velo de reserva. Esta vez no cesó el viento al empezar a nevar. Por el contrario, se levantó un ventarrón que abría de vez en cuando en el cielo andrajoso pálidas briznas de claridad sobre un paisaje agitado y caótico. Pero el bayo era tan firme como la palabra de Frome y conseguimos llegar a Corbury Junction atravesando aquel blanco paisaje desolado. Por la tarde, cesó la tormenta y, en mi inexperiencia, la claridad del oeste me pareció presagio de una tarde tranquila. Terminé mi tarea lo más deprisa que pude y partimos de nuevo hacia Starkfield con buenas posibilidades de llegar allí para la cena. Pero al oscurecer las nubes volvieron a apiñarse, precipitando la noche, y empezó a caer la nieve, firme y monótona, de un cielo calmo, en una suave difusión universal aún más desconcertante que las ventoleras Y remolinos de la mañana. Parecía formar parte de la creciente oscuridad, era como si la propia noche invernal se nos cayera encima capa a capa. El pequeño rayo de la linterna de Frome se borró de repente en aquella atmósfera agobiante, en la que de nada servían ya su sentido de la orientación ni el instinto hogareño del bayo. Divisamos por una o dos veces un hito espectral que nos indicaba que íbamos sin rumbo, y al que volvía a tragarse luego la niebla; y cuando al fin logramos volver a nuestro camino, el viejo caballo empezó a dar señales de agotamiento. Me sentía culpable por haber aceptado la oferta de Frome y, tras una breve discusión, le convencí de que me permitiera bajar del trineo e ir andando por la nieve junto al bayo. Nos arrastramos así unos dos kilómetros, y llegamos al fin a un punto donde Frome, atisbando en lo que para mí era sólo noche amorfa, dijo: —Ahí abajo está la valla de mi casa. El último trecho había sido lo más duro del viaje. El crudísimo frío y la pesada marcha me habían dejado casi sin resuello y sentía tictaquear el lomo del caballo como un reloj bajo mi mano. —Mire, Frome —empecé—, no tiene sentido que venga usted hasta el pueblo... Pero él me interrumpió. —Tampoco que vaya usted —dijo—. Ya hemos tenido bastante. Librodot Ethan Frome Edith Wharton Librodot 17 17 Comprendí que me ofrecía pasar la noche en su casa y, sin contestarle, le seguí hasta la cuadra, donde le ayudé a desenganchar y acomodar al caballo, que estaba agotado. Una vez hecho esto, cogió la linterna del trineo y, adelantándose de nuevo a la noche, me dijo por encima del hombro: —Por aquí. Sobre nosotros, lejos, temblaba un cuadro de luz entre la pantalla de nieve. Renqueando tras Frome, enfilé hacia la luz, y a punto estuve de caer, con aquella oscuridad, en uno de los grandes montones de nieve que había delante de la casa. Frome fue subiendo los resbaladizos escalones del porche, marcando con sus botas un camino en la nieve. Luego alzó la linterna, localizó el picaporte, abrió y entró en la casa. Yo entré tras él en un pasillo bajo y sin luz, a cuyo final subía una caja de escalera como una escalerilla, perdiéndose en la oscuridad. A la derecha, una línea de luz perfilaba la puerta de la habitación que emitía la claridad que habíamos visto a través de la noche; y, tras la puerta, oí una voz de mujer que rezongaba quejumbrosa. Frome pateó en el gastado hule para sacudirse la nieve de las botas, y posó la linterna en una silla de cocina que era el único mueble. Luego abrió la puerta. —Adelante —me dijo; y la voz quejumbrosa se calló... Aquella noche descubrí la clave de Ethan Frome y empecé a articular esta visión de su historia... Librodot Ethan Frome Edith Wharton Librodot 20 20 siguiera los pasos del padre y, entretanto, se dedicaba a aplicar las mismas artes a la conquista de las jóvenes casaderas de Starkfield. Ethan Frome se había contentado hasta entonces con considerarle un tipo despreciable, pero ahora estaba pidiendo claramente un par de latigazos. Era extraño que la chica pareciera no advertirlo: que alzara el rostro extasiado hacia el de su pareja y colocara sus manos en las de él sin sentir, en apariencia, lo afrentoso de su mirada v su contacto. Frome tenía la costumbre de ir andando a Starkfield a recoger y llevar a casa a la prima de su esposa, Mattie Silver, las pocas veces en que la ocasión de divertirse la llevaba hasta el pueblo. Fue la esposa de Frome quien indicó, cuando la chica se fue a vivir con ellos, que tendría esas posibilidades de diversión. Mattie Silver era de Stanford y, cuando se instaló en casa de los Frome para ayudar a su prima Zeena, se juzgó conveniente, dado que no iban a pagarle nada, procurar que no hubiera un contraste demasiado acusado entre la vida que había llevado hasta entonces y el aislamiento de una granja de Starkfield. Pero de no ser por esto, pensó sardónicamente Frome, difícilmente se le habría ocurrido a Zeena dedicar un solo pensamiento a las posibles diversiones de la chica. Cuando su mujer propuso por primera vez que deberían dar a Mattie alguna tarde libre de vez en cuando, él opuso ciertos reparos, interiormente, por tener que andar los tres kilómetros que había hasta el pueblo, y los tres de vuelta, tras una dura jornada de trabajo en la granja. Pero poco después, había llegado a desear que Starkfield pudiera dedicarse a la jarana todas las noches. Hacía ya un año que Mattie Silver vivía bajo su techo, y tenía frecuentes oportunidades de verla, desde primera hora de la mañana hasta que se sentaban para la cena; pero no había momentos en su compañía comparables a aquellos en que, cogidos del brazo y ella intentando seguir con su paso ágil el ritmo de las largas zancadas de él, volvían a la granja en la oscuridad de la noche. Quedó prendado de la chica el primer día, cuando fue hasta los Flats a buscarla, y ella le sonrió y le saludó con la mano desde el tren, gritando: « ¡Debes de ser Ethan! », y saltó del tren con sus bártulos, mientras él pensaba, examinando su menuda figura: «No creo que sirva mucho para el trabajo de la casa, pero no hay duda de que es una persona agradable.» No fue sólo que la llegada a la casa de un poco de vida joven y optimista fuese como encender un fuego en un hogar frío, pues la chica era algo más que la criatura alegre y servicial que él había imaginado. Sabía ver y sabía oír. Podía enseñarle y explicarle sus cosas y saborear la bendita sensación de que todo lo que decía dejaba largas reverberaciones y ecos que él podía despertar a voluntad. Y en estos paseos nocturnos de vuelta a la granja él sentía más intensamente la dulzura de esta comunión. Siempre había sido más sensible que la gente que le rodeaba al atractivo de la belleza natural. Sus estudios inconclusos habían conformado esta sensibilidad y hasta en sus momentos de mayor desdicha el campo y el hielo le hablaban con persuasión vigorosa y profunda. Pero hasta entonces la emoción no había salido nunca al exterior, era como un dolor silencioso, que empañaba de tristeza la belleza que evocaba. Ni siquiera sabía si había otra persona en el mundo que sintiera lo que sentía él o si él era la única víctima de aquel fúnebre privilegio. Luego Librodot Ethan Frome Edith Wharton Librodot 21 21 supo que otro espíritu había temblado ante el mismo aliento de lo mara- villoso: que a su lado, viviendo bajo su techo y comiendo su pan, había una criatura a quien podía decirle: «La de allá es Orión; aquella grande de la de- recha, Aldebarán; y ese grupo de pequeñas estrellitas, que parecen un enjambre de abejas..., son las Pléyades...» O a quien podía mantener extasiada ante un saliente de granito que brotaba entre los helechos desplegando el inmenso panorama de la era glacial, y hablando de los largos y oscuros períodos sucesivos. El hecho de que la admiración por su sabiduría se mezclase con el asombro por lo que le enseñaba, no era en modo alguno la parte menor de su placer. Y había otras sensaciones, menos definibles pero más sutiles, que les atraían mutuamente con un estremecimiento de dicha silenciosa: el rojo frío del crepúsculo tras las montañas invernales, el vuelo de rebaños de nubes sobre laderas de dorado rastrojo, las sombras intensamente azules de los abetos sobre la nieve iluminada por el sol. Cuando ella le dijo una vez: «¡Parece que estuvieran pintados!», Ethan pensó que el arte de la definición no podía ir más lejos, y que al fin se habían hallado palabras para expresar su alma oculta... Mientras estaba allí, en la oscuridad, fuera de la iglesia, estos recuerdos volvieron con la agudeza de las cosas desaparecidas. Viendo girar a Mattie por la pista, de mano en mano, se preguntaba cómo podía haber pensado alguna vez que le interesara su charla aburrida. Para él, que sólo en presencia de ella estaba alegre, la alegría de ella constituía una prueba palpable de indiferencia. Aquella expresión con que miraba a sus compañeros de baile era la misma que, cuando le miraba a él, parecía siempre una ventana que hubiera conseguido atrapar el crepúsculo. Percibió incluso dos o tres gestos que, en su fatuidad, había imaginado reservados exclusivamente para él: aquel modo de echar la cabeza hacia atrás cuando algo le divertía, como para saborear la risa antes de dejarla salir, y aquel truco de bajar los párpados despacio cuando algo le encantaba o le conmovía. Lo que veía le hacía desgraciado, y su aflicción despertaba miedos latentes. Su esposa jamás había mostrado celos de Mattie, pero últimamente gruñía cada vez más por el trabajo de la casa y hallaba medios indirectos de llamar la atención sobre la ineficacia de la chica. Zeena siempre había sido lo que en Starkfield llamaban «enfermiza», y Frome tenía que admitir que, si estaba tan enferma como creía ella, necesitaba la ayuda de un brazo más fuerte que aquel que se apoyaba levemente en el suyo durante los paseos nocturnos de regreso a la granja. Mattie no tenía disposición natural para los trabajos domésticos, y el aprendizaje de ellos nada había hecho por remediar tal defecto. Aprendía de prisa, pero se le olvidaban cosas y era muy soñadora, y no parecía dispuesta a tomarse en serio el asunto. Ethan creía que si alguna vez se casaba con un hombre a quien amara despertaría el instinto dormido y sus tartas y pastas se convertirían en el orgullo del condado. Pero las tareas domésticas en abstracto no le interesaban. Al principio era tan torpe que no podía evitar reírse de ella. Pero ella se reía con él, y eso les hizo más amigos. Ethan hizo cuanto pudo por complementar los torpes esfuerzos de la muchacha, levantándose más temprano de lo normal para encender la cocina, llevando la leña por la noche y menospreciando el aserradero en favor de la granja, para poder ayudarla en la casa durante el Librodot Ethan Frome Edith Wharton Librodot 22 22 día. Llegó incluso a bajar furtivamente a la cocina los sábados por la noche para barrer el suelo cuando las mujeres ya se habían acostado. Y un día Zeena le sorprendió en plena labor y dio la vuelta y se fue en silencio, con una de sus extrañas miradas. Últimamente había dado otras muestras de insatisfacción, igual de intangibles, pero más inquietantes. Una cruda mañana de invierno, mientras él se vestía en la oscuridad y la vela temblequeaba por la corriente de aire que entraba por la ventana mal ajustada, la oyó hablar a su espalda, desde la cama. —El médico no quiere que me quede sin alguien que se ocupe de mí — dijo, con su liso gimoteo. La creía dormida y el rumor de su voz le sorprendió, pese a que era dada a bruscas explosiones verbales tras largos intervalos de misterioso silencio. Ethan se volvió y la miró, tendida allí, vagamente delineada bajo el oscuro cobertor de calicó, el rostro huesudo al que daba un tinte grisáceo la blancura de la almohada. —¿Alguien que se ocupe de ti? —repitió él. —Si tú dices que no puedes pagar a una chica cuando se yaya Mattie... Frome se volvió de nuevo, y alzando la navaja se inclinó para examinar el reflejo de su mejilla tersa en el sucio espejo del palanganero. —¿Por qué demonios habría de irse Mattie —Bueno, cuando se case, quiero decir—repuso su esposa, con el mismo sonsonete a su espalda. —Bueno, no nos dejará mientras tú la necesites —contestó, raspándose con aspereza la barbilla. —Jamás permitiría que dijesen que me interponía en el camino de una pobre chica como Mattie y no la dejaba casarse con un muchacho listo como Denis Eady —contestó Zeena, con tono de quejumbrosa humildad. Ethan, mirando furioso su rostro en el espejo, echó la cabeza hacia atrás y arrastró la navaja de la oreja a la barbilla. Lo hizo con mano firme, pero era una excusa para no dar una respuesta inmediata. —Y el médico no quiere que me quede sola—continuó Zeena—. Quería que hablase contigo de una chica de la que ha oído hablar, que podría venir... Ethan posó la navaja y se irguió con una carcajada. —¡Denis Eady! Si no es más que eso, creo que no hay motivo para apresurarse a buscar una chica. —Bueno, me gustaría hablar contigo de eso —insistió Zeena, obstinada. Él se estaba vistiendo ya, con una torpe precipitación. —De acuerdo. Pero ahora no tengo tiempo; ya me he retrasado — contestó, acercando a la vela su viejo reloj de plata de bolsillo. Zeena, aceptando aparentemente esto como definitivo, se quedó contemplándole en silencio, mientras él se echaba los tirantes por los hombros y se ponía la chaqueta. Pero cuando ya se encaminaba hacia la puerta, le dijo, brusca e incisiva: —Creo que siempre te retrasas... ahora te afeitas todos los días... Librodot Ethan Frome Edith Wharton Librodot 25 25 echase hacia atrás la piel de oso para hacerle sitio a su lado. Luego, en una rápida maniobra de fuga, dio la vuelta y subió a toda prisa por el talud hacia la parte delantera de la iglesia. —¡Adiós! ¡Que te diviertas en tu paseo! —le dijo por encima del hombro. Denis se echó a reír y dio un tirón al caballo que le lanzó rápidamente tras la muchacha. —¡Vamos! ¡Sube rápido! Está muy resbaladizo eso —gritó, inclinándose para estirar una mano hacia Mattie. Ella le contestó con risas y dijo: —¡Buenas noches! No, no voy a subir. Para entonces habían salido ya del campo auditivo de Frome, que sólo podía seguir la pantomima imprecisa de sus siluetas mientras subían por la cresta del talud, arriba. Al poco, vio a Eady saltar del trineo y acercarse a la chica con las riendas en un brazo. Intentó deslizar el otro entre los de ella que lo esquivó ágilmente, y el corazón de Frome, que se había columpiado al borde de un oscuro precipicio, volvió tembloroso a la seguridad. Al cabo de un momento, oyó el tintineo de las campanillas del trinco que se alejaba y distinguió una figura que avanzaba sola hacia la vacía extensión de nieve que había delante de la iglesia. Se encontró con ella a la negra sombra de los abetos de Varnum y ella se volvió con un rápido: «¡Oh!» —¿Creías que me había olvidado de ti, Mat? —preguntó, con tímida alegría. —Creí que no habías podido venir a buscarme —contestó ella muy seria. —¿Cómo no iba a poder? ¿Qué demonios me lo impediría? —Bueno, Zeena no se encontraba nada bien hoy. —Oh, lleva ya mucho tiempo en la cama —dijo él, y luego hizo una pausa y dudó si preguntar o no—: ¿Así que te proponías ir andando sola hasta casa? —¡Oh, yo no tengo miedo! —le dijo ella, riéndose. Seguían allí juntos, en la oscuridad de los abetos, con un mundo vacío chispeando a su alrededor, ancho y gris bajo las estrellas. Por fin, él formuló su pregunta: —Si creías que no había venido, ¿por qué no dejaste que te llevara Denis Eady? —¡Vaya! ¿Dónde estabas? ¿Cómo te enteraste? ¡Pero si no te vi! Sorpresa y risa corrieron juntas como arroyos primaverales en el deshielo. Ethan tenía la sensación de haber hecho algo pícaro e ingenioso. Para prolongar el efecto, buscó una frase deslumbrante y acabó diciendo, con un gruñido extasiado: —Vamos. Deslizó el brazo entre los de ella, como viera hacer a Eady, e imaginó que ella lo apretaba levemente contra su costado. Pero ninguno de los dos se movió. La oscuridad bajo los abetos era tal que apenas podía distinguir el perfil de la cara de Mattie junto a su hombro. Sintió deseos de bajar la mejilla y frotarla contra su chal. Le habría gustado quedarse allí con ella toda la noche, en la oscuridad. Ella avanzó uno o dos pasos y luego se Librodot Ethan Frome Edith Wharton Librodot 26 26 detuvo sobre el talud del camino de Corbury. La helada pendiente, con las múltiples huellas de cuchillas de trineo, parecía un espejo de posada rayado por los huéspedes. —Ha habido muchísima gente bajando por aquí hasta que se puso la luna —dijo ella. —¿Te gustaría venir a bajar en trineo por aquí alguna noche? —le preguntó él. —¡Oh! ¿Vendrías, Ethan? ¡Sería estupendo! —Vendremos mañana si hay luna. Ella se demoró aún más, apretándose contra él. —Ned Hale y Ruth Varnum estuvieron a punto de chocar con el gran olmo de abajo. Todos creíamos que iban a matarse. —Ethan sintió que recorría su propio brazo el escalofrío que estremeció a Mattie—. Habría sido espantoso, ¿verdad? ¡Son tan felices! —Oh, Ned conduce muy mal. ¡Ya verás como a ti y a mí no nos pasa nada! —dijo él desdeñoso. Se daba cuenta de que estaba «fanfarroneando» como Denis Eady; pero aquella reacción entusiasta de Mattie le había desconcertado, y el tono con que había dicho, refiriéndose a la pareja de prometidos, «son tan felices», le hizo pensar que la frase en realidad se refería a ellos dos. —Pero ese olmo es peligroso. Habría que cortarlo —insistió ella. —¿Te dará miedo yendo conmigo? —Ya te dije que yo no soy de las que tienen miedo —contestó ella, casi con indiferencia, y súbitamente empezó a caminar con un paso más vivo. Estos cambios de humor eran la desesperación y el gozo de Ethan Frome. Los movimientos de su mente eran tan impredecibles como el revoloteo de un pájaro entre las ramas. El hecho de que él no tuviese ningún derecho a mostrar sus sentimientos y a provocar así que ella expresase los suyos, le hacía adjudicar una importancia fantástica a todo cambio de expresión y tono de ella. Unas veces pensaba que le entendía y temía; otras, estaba seguro de que no le entendía, v se desesperaba. Aquella noche, la presión de los recelos acumulados inclinaba la balanza hacia la desesperación, y la indiferencia de ella resultó aún más estremecedora tras la marea de gozo en que le había sumido el que rechazara a Denis Eady. Coronó la colina de la escuela a su lado y siguió caminando en silencio hasta que llegaron al camino que llevaba a la serrería; entonces la necesidad de certeza se le hizo agobiante. —Me habrías visto enseguida si no hubieras vuelto a bailar aquel último reel con Denis —dijo torpemente. No podía pronunciar el nombre sin que se le crisparan los músculos del cuello. —Oh, Ethan, ¿cómo iba a saber yo que estabas allí? —Creo que es verdad lo que dicen —comentó él en vez de responder a su pregunta. Ella se detuvo y él percibió, en la oscuridad, que había alzado su rostro hacia el suyo. —¿Y qué dicen? —Que es muy lógico que quieras dejarnos —contestó él, siguiendo con su pensamiento. Librodot Ethan Frome Edith Wharton Librodot 27 27 —¿Eso dicen? —inquirió ella burlona; luego, bajando bruscamente su dulce tono de tiple, añadió—: ¿Quieres decir que Zeena..., no está ya contenta conmigo? Sus brazos se habían separado y se quedaron plantados allí, quietos, intentando distinguir ambos la cara del otro. —Sé que debería ser más lista de lo que soy —continuó ella, mientras él pugnaba en vano por expresarse—. Una chica a sueldo haría muchísimas cosas que yo todavía no puedo hacer... y aún no tengo fuerza suficiente en los brazos. Pero si ella me lo dijese, yo lo intentaría. Ya sabes que ella casi nunca dice nada, y a veces veo que no está contenta conmigo, pero no sé por qué. Luego se volvió hacia él como en un súbito relampagueo de indignación: —Tú deberías decírmelo, Ethan Frome..., ¡tú deberías hacerlo! A menos que también tú quieras que me vaya... «¡A menos que también yo quiera que se vaya!» El grito fue bálsamo para su herido corazón. Los cielos de hierro parecieron fundirse y llover dulzura. Él pugnó otra vez por hallar una palabra que lo expresase todo y sólo halló de nuevo, su brazo en el de ella, un sordo: —Vamos. Siguieron en silencio por el camino oscuro, bordeado de abetos, donde, en medio de la noche, se alzaba adusto el aserradero. Luego salieron de nuevo a la relativa claridad de los campos. En el lado extremo del cinturón de árboles se extendía ante ellos ondulante una zona de campo abierto, gris y solitario bajo las estrellas. A veces, el camino les llevaba bajo la sombra de un saliente o por la oscuridad sutil de un grupo de árboles sin hojas. De vez en cuando se destacaba a lo lejos, entre campos, una granja, tan muda y fría como una lápida. La noche era tan plácida que oían el crujir de la nieve helada bajo sus pisadas. El estruendo de una rama cargada que se rompió lejos, en el bosque, resonó como un tiro de fusil, y también oyeron gañir a un zorro y Mattie se apretó contra Ethan y aceleró el paso. Al fin divisaron el grupo de alerces de la entrada de la granja de Ethan y, al acercarse, la sensación de que el paseo terminaba les devolvió la palabra. —¿Cuándo quieres dejarnos entonces, Mat? Tuvo que agachar la cabeza para captar su mudo susurro: —¿Adónde iría si lo hiciese? La respuesta le atravesó como una punzada, pero el tono le inundó de alegría. Olvidó todo lo demás que ella hubiera querido decir y la apretó con tanta fuerza que creyó sentir su calor en las venas. —No estás llorando, ¿verdad, Mat? —No, claro que no —contestó ella, con voz trémula. Enfilaron hacia la entrada y pasaron bajo la sombreada loma donde, cercados por una valla baja, brotaban en extraños ángulos por entre la nieve las lápidas de los Frome. Ethan las miró con curiosidad. Aquella silenciosa compañía se había burlado durante años de su inquietud, de su deseo de cambio y de libertad. «Nosotros nunca nos iremos... ¿por qué habrías de hacerlo tú ...?», parecía estar escrito en cada lápida. Y siempre que entraba y salía, pensaba con un Librodot Ethan Frome Edith Wharton Librodot 30 30 -3- Había que acarrear madera de la parte baja del monte v Ethan se levantó temprano al día siguiente. Era una mañana de invierno clara como el cristal. El alba ardía roja en un cielo puro; en la linde del bosque las sombras eran de un azul lúgubre y, pasados los campos blancos centelleantes, colgaban a lo lejos como humo manchas de bosque. En la quietud del alba, cuando movía los músculos en su tarea diaria y henchía los pulmones de buenas bocanadas de aire de montaña, era cuando Ethan pensaba con más claridad. Zeena y él no habían in- tercambiado ni una palabra tras cerrarse a su espalda la puerta del dormitorio. Ella se había preparado unas gotas de un frasco de medicina que tenía en una silla junto a la cama y, después de tomarlas y envolverse la cabeza con un trozo de franela amarilla, se había acostado, dándole la espalda. Ethan se desvistió de prisa y apagó la luz para no tener que verla al echarse a su lado. Ya acostado, pudo oír a Mattie moverse en su cuarto; y su vela trazaba, con la leve claridad que cruzaba el rellano, una línea de luz casi imperceptible bajo la puerta. Ethan mantuvo fija la vista en la luz hasta que se esfumó. La habitación quedó entonces a oscuras del todo y sólo se oía la respiración asmática de Zeena. Ethan tenía la vaga sensación de que debía pensar en muchas cosas, pero, en sus hormigueantes venas y en su cerebro exhausto, sólo palpitaba una cosa: la calidez del hombro de Mattie contra el suyo. ¿Por qué no la había besado cuando la cogió? Horas antes no se habría hecho la pregunta. Minutos antes, incluso cuando estaban solos allí ante la puerta de la casa, no se habría atrevido a pensar en besarla. Pero después de ver sus labios a la luz de la lámpara tenía la sensación de que eran suyos. Ahora, en el aire claro de la mañana, seguía viendo su rostro. Estaba en el rojo del sol y en el resplandor puro de la nieve. ¡Cómo había cambiado Mattie en Starkfield! Recordaba su aspecto insignificante y desvalido cuando la vio por primera vez en la estación. Y el primer invierno, ¡cómo había tiritado de frío cuando los vientos del norte agitaban las tablas de chilla del tejado y la nieve golpeaba como granizo las desvencijadas ventanas! Había temido que la chica no soportase una vida tan dura, aquel frío, la soledad. Pero no se le escapó ni una queja. Zeena adoptó la postura de que Mattie tenía que contentarse con Starkfield porque no tenía otro sitio adonde ir. Pero a Ethan esto no le pareció concluyente, porque Zeena, en realidad, no se aplicaba el principio a sí misma. A él le daba más pena la chica por el hecho de que la desgracia la había entregado, en cierto modo, a ellos. Mattie Silver era hija de un primo de Zenobia Frome, que había inflamado a su clan con una mezcla de ad- miración y envidia al bajar de las montañas a Connecticut y casarse con una chica de Stanford y suceder al padre de ésta en su próspero negocio farmacéutico. Por desgracia, Orin Silver, hombre de objetivos de largo alcance, murió demasiado pronto para poder demostrar que el fin justifica los medios. Sus cuentas sólo revelaron cuáles habían sido los medios. Y habían sido tales que fue una suerte para su esposa y su hija que se revisaran los libros después del impresionante funeral. Su esposa murió a Librodot Ethan Frome Edith Wharton Librodot 31 31 consecuencia de lo que se descubrió en ellos y Mattie, que contaba veinte años, quedó sola, con cincuenta dólares que obtuvo por la venta del piano por todo capital para abrirse camino en la vida. Sus útiles para este fin, aunque variados, eran impropios. Sabía arreglar un sombrero, hacer dulce de melaza, recitar No habrá toque de queda esta noche y tocar La clave perdida y un pupurri de Carmen. Cuando intentó ampliar el ámbito de sus actividades al campo de la contabilidad y la taquigrafía, su salud lo acusó y seis meses de pie tras el mostrador de una tienda no la ayudaron a reponerse. Sus parientes más próximos habían sido inducidos a colocar los ahorros en manos de su padre y, aunque a la muerte de éste no se mostraron remisos a cumplir con el deber cristiano de devolver bien por mal dando a la hija cuantos consejos se les ocurrieron, no podía esperarse que complementaran los consejos con una ayuda material. Pero, cuando el médico de Zenobia aconsejó que buscaran alguien que la ayudara en las tareas domésticas, el clan vio enseguida la posibilidad de obtener de Mattie una compensación. Pese a dudar de la eficacia de la chica, Zenobia se sintió tentada por la libertad que se le ofrecía de poder censurarla sin riesgo grave de perderla. Y así fue como Mattie se trasladó a Starkfield. La censura de Zenobia era una censura silenciosa, aunque no por ello menos acerba. Durante los primeros meses, a Ethan le consumía alternativamente el deseo de ver a Mattie desafiarla y el temor a las posibles consecuencias. Luego la situación fue siendo menos tensa. El aire puro y las largas horas del estío en el campo fortalecieron a Mattie y le dieron flexibi- lidad; y Zeena, con más tiempo libre que dedicar a sus complejos males, pasó a ocuparse menos de las omisiones de la chica; y así, Ethan, agobiado por la carga de unas tierras áridas y una serrería ruinosa, pudo al fin pensar que reinaba la paz en la casa. En realidad, ni siquiera ahora existía la menor evidencia palpable de lo contrario. Pero desde la noche anterior, en el horizonte de Ethan colgaba una vaga amenaza. Amenaza compuesta por el obstinado silencio de Zeena, la súbita mirada de advertencia de Mattie, el recuerdo de signos tan fugaces e imperceptibles como los que le decían ciertas mañanas límpidas que llovería antes de la noche. Era un miedo tan intenso que, cosa muy, humana, procuraba posponer la certeza. No acabaría de aserrar la madera hasta el mediodía y, como tenía que entregársela a Andrew Hale, el contratista de Starkfield, en realidad le resultaba más fácil enviar a Jotham Powell, el peón, a pie a la granja, y llevar él mismo la carga al pueblo. Se había encaramado encima de los troncos y sentado a horcajadas sobre ellos, casi encima de sus peludos tordos, cuando, de entre él y los ágiles cuellos de los animales, surgió la visión de aquella mirada de advertencia de Mattie la noche anterior. «Si va a haber problemas, quiero estar presente», reflexionó vagamente, mientras daba a Jotham la orden inesperada de desenganchar los caballos y llevarlos de nuevo al establo. Tras una caminata dura y lenta por los campos llegaron a casa y, cuando entraron en la cocina, Mattie quitaba ya el café del fuego y Zeena estaba en la mesa. Su marido se quedó parado al verla. En lugar de la bata de percal y la toquilla habituales, llevaba el mejor vestido de lana de merino que tenía y, sobre sus ralos mechones de pelo que conservaban aún las Librodot Ethan Frome Edith Wharton Librodot 32 32 prietas ondulaciones de los rulos, había un sombrerito rígido y tieso que recordó a Ethan los cinco dólares que había tenido que pagar por él en la tienda de Bettsbridge. A su lado, en el suelo, tenía la vieja maleta de Ethan y una sombrerera envuelta en papel de periódico. —¡Vaya! ¿Te vas de viaje, Zeena? —exclamó. —He tenido tantos dolores, que me voy a Bettsbridge a pasar la noche con la tía Martha Pierce y a que me vea el médico nuevo —contestó ella, con la misma naturalidad que si dijese que iba a la despensa a mirar las conservas o al desván en busca de mantas. Pese a sus hábitos sedentarios, estas decisiones súbitas tenían precedentes en la historia de Zeena. Ya antes, en dos o tres ocasiones, había preparado de repente la maleta y partido camino de Bettsbridge, o de Springfield incluso, a buscar el consejo de algún médico nuevo; y su marido había aprendido a temer tales expediciones debido a su coste. Zeena volvía siempre cargada de remedios caros, y su última visita a Springfield quedó conmemorada con el pago de veinte dólares por una batería eléctrica que nunca había aprendido a utilizar. Pero de momento la sensación de alivio de Ethan fue tal que bloqueó los demás sentimientos. No tenía ya duda de que Zeena había dicho la verdad al explicar, la noche anterior, que se había levantado porque se sentía tan mal que no podía dormir: la decisión súbita de buscar consejo médico era una prueba de que estaba, como siempre, totalmente consagrada a su salud. Como si esperase una protesta, Zeena continuó quejumbrosamente: —Tú tienes mucho trabajo con la madera, pero supongo que Jotham Powell podrá llevarme con el alazán a coger el tren a los Flats. Pero su marido apenas oía lo que le estaba diciendo. En los meses de invierno no había diligencia entre Starkfield y Bettsbridge, y eran pocos y lentos los trenes que paraban en Corbury Flats. Un rápido cálculo indicó a Ethan que Zeena no podría estar de vuelta hasta el anochecer del día siguiente... —Si hubiera sabido que no querías que me llevara Jotham Powell... — empezó ella de nuevo, como si el silencio de Ethan implicase una negativa. Cuando estaba a punto de irse, siempre se mostraba muy locuaz. —Lo único que sé —continuó— es que no puedo seguir así mucho tiempo. Los dolores me están llegando ya a los tobillos, si no habría ido andando a Starkfield por mi propio pie, y habría pedido a Michael Eady que me dejara ir en su carro hasta los Flats, cuando fuera a recoger las mercancías de la tienda. Tendría que esperar dos horas en la estación, pero estaría dispuesta a hacerlo, incluso con este frío..., antes de tener que oírte decir... —Claro que te llevará Jotham —se apresuró a decir Ethan. De pronto se dio cuenta de que mientras Zeena le hablaba él estaba mirando a Mattie; y, haciendo un esfuerzo, desvió la vista hacia su mujer: estaba sentada frente a la ventana y la luz pálida que se reflejaba en los bancos de nieve hacía su rostro más rígido y pálido de lo habitual, y acentuaba las tres arrugas paralelas entre la oreja y la mejilla, y marcaba surcos desdeñosos de la flaca nariz a las comisuras de los labios. Pese a llevar sólo siete años a su marido y a que éste sólo tenía veintiocho, era ya una mujer vieja. Librodot Ethan Frome Edith Wharton Librodot 35 35 convencido de que «se habría vuelto como su madre» de no haber llegado a tranquilizarle el sonido de una voz nueva. Zeena pareció hacerse cargo de la situación inmediatamente. Se reía de él por ignorar las atenciones más elementales que precisaba un enfermo que guardaba cama y le dijo que «se fuera inmediatamente» y le dejase que ella se ocupara de todo. El mero hecho de obedecer sus órdenes, de sentirse de nuevo con libertad para atender sus asuntos y hablar con otros hombres, restauró su precario equilibrio y acrecentó su sensación de deuda con la recién llegada. La eficacia de ella le avergonzaba y le desconcertaba. Parecía poseer, por instin- to, toda una sabiduría doméstica que a Ethan no había logrado inculcarle el largo aprendizaje. Cuando al fin llegó el desenlace, fue ella quien tuvo que decirle lo que había que hacer, que tenía que ir a hablar con el de la funeraria, y le pareció «extraño» que no hubiera decidido ya quién iba a heredar la ropa y la máquina de coser de su madre. Tras el funeral, cuando la vio haciendo los preparativos para irse, le había asaltado un miedo irracional a quedarse solo en la casa; y, antes de que comprendiera lo que hacía, le había pedido que se quedara con él. Después Ethan se diría muchas veces que aquello no habría sucedido si su madre se hubiera muerto en primavera y no en invierno. Cuando se casaron, acordaron que en cuanto él resolviera los problemas derivados de la larga enfermedad de la señora Frome venderían la granja y el aserradero y probarían fortuna en una ciudad grande. Aunque Ethan amaba la naturaleza, no tenía especial afición a la agricultura. Siempre había deseado ser ingeniero y vivir en ciudades donde dieran conferencias y hubiera grandes bibliotecas y «gente haciendo cosas». Un trabajo técnico que le salió en Florida, cuando estaba estudiando en Worcester, aumentó su fe en su capacidad y su deseo de ver el mundo; y estaba convencido de que con una mujer «lista» como Zeena pronto se abriría camino en él. El pueblo natal de Zeena era un poco más grande que Starkfield y estaba más cerca del ferrocarril; ella le había dicho a su marido, desde el principio, que el vivir aislada en el campo no era lo que se proponía ella al casarse. Pero no aparecían compradores y, mientras esperaba por ellos, Ethan fue dándose cuenta de la imposibilidad de trasplantar a Zeena. Ésta decidió despreciar Starkfield, aunque no podría haber vivido en un lugar que la despreciara a ella. En Bettsbridge, o incluso en Shadd's Falls, no le habrían hecho caso suficiente. Y en las ciudades mayores, las que atraían a Ethan, Zeena habría sufrido una pérdida absoluta de identidad; y, al cabo de un año de matrimonio, empezó a manifestar la tendencia «enfermiza» que desde entonces la había hecho destacar incluso en una comunidad rica en casos patológicos. Cuando había llegado para cuidar a su madre Ethan había visto en ella la imagen misma de la salud, pero pronto comprendió que había adquirido aquella habilidad como enfermera por la observación absorta de sus propios síntomas. Luego, también ella se volvió silenciosa. Puede que fuera consecuencia inevitable de la vida en la granja, o quizá, como ella decía a veces, porque Ethan «nunca escucha». La acusación no carecía de fundamento. Ella sólo hablaba para quejarse y para lamentarse de cosas que él no podía resolver; y, para reprimir la tendencia de la réplica impaciente, había adquirido Librodot Ethan Frome Edith Wharton Librodot 36 36 primero el hábito de no contestar y, por último, el de pensar en otras cosas mientras ella hablaba. Últimamente, sin embargo, dado que había tenido motivos para observarla más detenidamente, su silencio había empezado a inquietarle. Le recordaba la actitud cada vez más taciturna de su madre y se preguntaba si Zeena no se estaría volviendo también «rara». Él sabía que a las mujeres solía ocurrirles eso. Zeena, que conocía al dedillo el mapa patológico de toda la región, había citado varios casos parecidos mientras cuidaba a su madre; y Ethan, por su parte, sabía de ciertas granjas de los alrededores en las que desfallecían criaturas agobiadas; y de otras en las que había surgido bruscamente una tragedia inesperada. A veces, mirando la cara hosca y retraída de Zeena, sentía el escalofrío de estos presentimientos. Otras veces su silencio parecía deliberadamente destinado a ocultar intenciones de largo alcance, misteriosas conclusiones extraídas de sospechas y resentimientos imposibles de imaginar. Esta suposición resultaba aún más inquietante que la otra; y era la que le había asaltado la noche anterior, cuando la vio plantada en la puerta de la cocina. Ahora su viaje a Bettsbridge le había tranquilizado una vez más y todos sus pensamientos se centraron en la perspectiva de su velada con Mattie. Sólo una cosa le agobiaba, y era el haberle dicho a Zeena que iba a cobrar dinero al contado por madera. Preveía tan claramente las consecuencias de esta imprudencia que, muy a regañadientes, decidió pedir a Andrew Hale un pequeño adelanto a cuenta de la entrega. Cuando entró en el patio de Hale, éste se bajaba de su trineo. —¡Hola, Ethe! —le dijo—. Qué oportuno. Andrew Hale era un hombre rubicundo, de gran bigote canoso y papada cerduna que el cuello de la camisa no lograba contener. Pero su camisa, escrupulosamente pulcra, iba siempre abrochada con un botoncito de diamante. Este despliegue de opulencia era engañoso, pues aunque los negocios le iban bastante bien, era del dominio público que la liberalidad de sus costumbres y las exigencias de una familia numerosa le hacían andar «atrasado», como se decía en Starkfield. Era viejo amigo de la familia de Ethan, y su casa una de las pocas a las que Zeena iba de cuando en cuando, atraída por el hecho de que la señora Hale había visitado más médicos en su juventud que ninguna otra mujer de Starkfield, y era todavía una autoridad reconocida en síntomas y tratamientos. Hale se acercó a los caballos tordos de Ethan y palmeó sus flancos sudorosos. —Sí, señor —dijo—, están muy bien cuidados estos caballos. Ethan empezó a descargar los troncos y cuando concluyó la tarea abrió la puerta de vidrio del cobertizo que el contratista utilizaba como oficina. Hale estaba sentado con los pies en la estufa, la espalda apoyada en un escritorio desvencijado lleno de papeles: el local, como el hombre, era cálido, agradable y sucio. —Siéntate y descansa un poco —le dijo. Ethan no sabía cómo empezar; pero al fin consiguió exponer su petición de un adelanto de cincuenta dólares. La sangre afluyó a su fina piel bajo el aguijón del asombro de Hale. El contratista tenía por costumbre pagar al cabo de tres meses, y en sus tratos no existían precedentes de pagos al contado. Librodot Ethan Frome Edith Wharton Librodot 37 37 Ethan tuvo la sensación de que si hubiera alegado una necesidad urgente Hale habría hecho un esfuerzo por pagarle; pero el orgullo y una prudencia instintiva le impidieron recurrir a tal argumento. Tras la muerte de su padre, había tardado un tiempo en poder salir a flote y no quería que Andrew Hale, ni ningún otro de Starkfield, pensase que estaba de nuevo hundido. Además, odiaba la mentira; si quería el dinero, lo quería y eso era suficiente; nadie tenía que preguntarle para qué lo pedía. En consecuencia, hizo su petición con la torpeza del hombre orgulloso que se resiste a admitir que está rebajándose y no le sorprendió gran cosa la negativa de Hale. El contratista se negó con la misma cordialidad con que hacía todo: trató el asunto como una especie de broma, y preguntó si Ethan pensaba comprar un piano grande o añadir una «cúpula» a su casa, ofreciéndole, en este último caso, sus servicios de forma gratuita. Pronto se agotaron las artes de Ethan y, tras una pausa embarazosa, dio a Hale los buenos días y abrió la puerta de la oficina. Cuando ya salía, el constructor le llamó diciéndole: —Oye..., no estarás en un apuro, ¿verdad? —No, qué va —respondió el orgullo de Ethan, antes de dar tiempo a su razón a intervenir. —¡Bueno, bien, menos mal! Porque yo sí lo estoy, un poco. La verdad es que iba a pedirte que me dieras un poco más de tiempo para este pago. El negocio anda bastante flojo y además estoy haciéndoles una casita a Ned y a Ruth para cuando se casen. Se la hago con mucho gusto, pero cuesta. —Su mirada apelaba a la comprensión de Ethan—. A los jóvenes les gustan las cosas bonitas. Pero tú ya sabes lo que es eso: aún hace poco tiempo que tú mismo arreglaste la casa para Zeena. Ethan dejó los tordos en el establo de Hale y fue a resolver otros asuntos por el pueblo. Mientras se alejaba, la última frase del contratista seguía en sus oídos, y pensó con amargura que sus siete años con Zeena parecían en Starkfield «poco tiempo». La tarde tocaba a su fin y, de vez en cuando, se veía una ventana iluminada que bañaba la fría y gris oscuridad y hacía que la nieve pareciera más blanca. La crudeza del tiempo había encerrado en casa a todo el mundo y Ethan tenía aquella larga calle para él solo. Entonces oyó el alegre resonar de las campanillas de un trineo que pasó a su lado, arrastrado por un brioso caballo. Ethan reconoció el ruano de Michael Eady; y el joven Denis Eady, con su hermoso gorro de piel nuevo, se inclinó y le saludó. —¡Qué hay, Ethe! —gritó, y siguió su camino. El trineo iba en la dirección de la granja de Frome y a éste se le encogió el corazón mientras escuchaba las repiqueteantes campanillas. ¿Acaso no era muy probable que Denis Eady se hubiera enterado del viaje de Zeena a Bettsbridge y quisiera aprovechar la oportunidad de pasar una hora con Mattie? Pero se avergonzó inmediatamente de la tormenta de celos que bullía en su pecho. Le parecía que la chica no se merecía que pensase en ella de un modo tan violento. Siguió caminando hasta la esquina de la iglesia y entró en la sombra de los abetos de Varnum, donde había estado con ella la noche anterior. Al adentrarse en la penumbra, vio un contorno vago frente a él. Al acercarse, Librodot Ethan Frome Edith Wharton Librodot 40 40 El nombre les hizo estremecerse. Permanecieron un momento mirándose de reojo, hasta que Mattie dijo, con una risilla tímida: —Creo que ya es hora de cenar. Acercaron los asientos a la mesa y el gato, sin que nadie le invitase, saltó al asiento vacío de Zeena, que estaba entre los dos. —¡Oh, minino! —dijo Mattie, y rieron de nuevo. Un momento antes, Ethan se había sentido al borde de la elocuencia. Pero la mención de Zeena le había paralizado. Mattie, contagiada al parecer del embarazo de Ethan, bajó la vista y empezó a tomar su té, mientras él fingía un apetito insaciable de buñuelos y verduras. Al fin, tras buscar infructuosamente algo que fuera eficaz para iniciar la conversación, tomó un buen trago de té, carraspeó y dijo: —Parece que va a nevar más. Ella fingió gran interés. —¿De veras? ¿Crees que Zeena no podrá volver? Se ruborizó por habérsele escapado esta pregunta y dejó precipitadamente la taza en la mesa. Ethan se sirvió más verdura. —Eso nunca se sabe, en esta época del año nieva mucho en los Flats. El nombre le había desconcertado de nuevo y una vez más tuvo la sensación de que Zeena estaba allí con ellos. —¡Oh, minino, eres demasiado codicioso! —exclamó Mattie. El gato había pasado furtivamente con sus patas mullidas del asiento de Zeena a la mesa, y estiraba goloso el cuerpo en dirección a la jarra de leche, que estaba entre Ethan y Mattie. Los dos se echaron hacia delante al mismo tiempo y sus manos se encontraron en el asa de la jarra. La mano de Mattie fue la primera en llegar y Ethan mantuvo sobre ella la suya un ins- tante más de lo necesario. El gato, aprovechando esta insólita maniobra, intentó efectuar una retirada silenciosa, y al hacerlo tropezó con la fuente de verdura, que cayó al suelo estruendosamente. Mattie se levantó rápidamente de la silla y se arrodilló junto a los trozos. —¡Oh, Ethan, Ethan..., se ha hecho añicos! ¿Qué dirá Zeena? Pero esta vez Ethan se envalentonó. —Bueno, sólo podrá reñir al gato, en realidad —dijo riéndose y arrodillándose junto a Mattie para recoger la verdura desparramada. Mattie alzó hacia él sus angustiados ojos. —Sí, pero, sabes, ella no quería que se usara, ni siquiera para las visitas. Y tuve que utilizar la escalera para bajarla de la estantería más alta del aparador donde guarda las mejores cosas que tiene y, claro, querrá saber por qué la cogí... El caso era tan grave que exigió toda la resolución latente de Ethan. —No tiene por qué enterarse si tú no le dices nada. Compraré otra igual mañana. ¿Dónde la consiguió ella? ¡Iré hasta Shadd's Falls a comprarla si es preciso! —¡Oh, ni siquiera allí encontrarías una igual! Era un regalo de boda. ¿No te acuerdas? Se lo trajeron de Filadelfia, aquella tía suya que se casó con un clérigo. Por eso no quería usarla nunca. Oh, Ethan, Ethan, ¿qué vamos a hacer? Librodot Ethan Frome Edith Wharton Librodot 41 41 Empezó a llorar y él sintió como si todas aquellas lágrimas cayeran sobre él como plomo fundido. —Vamos, Mat, no llores.... ¡por Dios! —imploró. Ella se incorporó torpemente y él se levantó también y la siguió desconcertado, mientras colocaba los trozos de cristal sobre el aparador de la cocina. De pronto tuvo la sensación de que yacían allí los fragmentos dispersos de su velada. —Trae, déjame—dijo, en tono súbitamente autoritario. Ella se hizo hacia un lado, obedeciendo instintivamente. —Oh, Ethan, ¿qué vas hacer? Sin contestar, Ethan reunió los trozos de cristal en su ancha palma y salió de la cocina al pasillo. Allí encendió un cabo de vela, abrió el aparador y, alzando su largo brazo hasta el último estante, dejó las piezas unidas con tal exactitud que una inspección detenida le convenció de que era imposible darse cuenta desde abajo de que la fuente estaba rota. Si a la mañana si- guiente la pegaba, su mujer tardaría meses en saber lo que había sucedido, y entretanto, él podría adquirir otra igual en Shadd's Falls o en Bettsbridge. Una vez convencido de que no había peligro alguno de descubrimiento inmediato, volvió a la cocina con paso más vivo y halló a Mattie limpiando desconsolada los últimos restos del desastre. —No te preocupes, Mat. Terminemos de cenar —le ordenó. Completamente tranquilizada, le miró resplandeciente a través de unas pestañas en que temblaban las lágrimas y Ethan sintió que se le henchía el alma de orgullo al comprobar que su tono de voz la hacía some- terse. Ni siquiera le preguntó lo que había hecho con los fragmentos. Ethan únicamente había sentido aquella emocionante sensación de dominio cuando conducía un gran tronco ladera abajo hacia el aserradero. Librodot Ethan Frome Edith Wharton Librodot 42 42 -5- Terminaron de cenar y, mientras Mattie recogía la mesa, Ethan fue a ver las vacas y luego dio una última vuelta a la casa. La tierra yacía oscura bajo un cielo encapotado y el aire estaba tan quieto que, de vez en cuando, se oía caer una masa de nieve de un árbol lejano en los linderos del bosque. Cuando regresó a la cocina, Mattie había colocado la silla de él junto al fuego y estaba sentada junto a la lámpara con una labor. La escena era exactamente como él la soñara aquella mañana. Se sentó, sacó la pipa del bolsillo, y estiró los pies hacia el fuego. El duro día de trabajo al aire libre le hizo sentirse de inmediato perezoso y alegre, y con la confusa sensación de estar en otro mundo, donde todo era calidez y armonía y el tiempo no podía traer ningún cambio. Lo único que impedía que el bienestar fuera completo era el no poder ver a Mattie desde donde estaba sentado; pero se sentía demasiado indolente para moverse y, tras un instante, dijo: —Ven aquí y siéntate junto al fuego. Frente a él se alzaba la mecedora vacía de Zeena. Mattie se levantó obediente y se sentó en ella. Cuando su cabeza, joven y morena, se perfiló sobre el cojín de retazos que solía enmarcar el rostro macilento de su esposa, Ethan sintió un estremecimiento instantáneo. Fue casi como si el otro rostro, la cara de la mujer suplantada, hubiera borrado la de la intrusa. Tras unos instantes, Mattie pareció afectada por la misma agobiante sensación. Cambió de postura, inclinando la cabeza hacia delante sobre la labor, de modo que Ethan sólo veía la punta de la nariz en escorzo y la cinta del pelo. Pero después ella se levantó diciendo «no hay luz suficiente para coser» y volvió a su asiento junto a la lámpara. Ethan alegó que tenía que levantarse para echar leña al fuego, y cuando volvió a su asiento lo colocó de lado para poder verla de perfil; la luz de la lámpara iluminaba sus manos. El gato, desconcertado espectador de estas maniobras insólitas, saltó a la mecedora de Zeena, se hizo un ovillo y se quedó quieto, observándoles con ojos semicerrados. Un profundo silencio inundó la estancia. El reloj tictaqueó en el aparador, las ascuas de leña caían de vez en cuando, y el aroma leve y acre de los geranios se mezclaba con el olor de la pipa de Ethan, que empezó a formar una niebla azul alrededor de la lámpara y a colgar grisáceas telarañas en los rincones oscuros de la cocina. Había desaparecido la tensión, y ambos empezaron a hablar con sosiego y sencillez. Hablaron de cosas cotidianas, de la posibilidad de que nevara, de la próxima reunión parroquial, de los amores y las riñas de Starkfield. El carácter trivial de su conversación producía en Ethan la ilusión de una vieja intimidad que ningún arrebato de emoción podría haber proporcionado. Ethan dejó correr la imaginación, haciéndose a la idea de que así habían pasado siempre sus veladas y que no había razón para no seguir haciéndolo... —Ésta es la noche que teníamos que ir a correr con el trineo, Mat — dijo al fin, con la agradable sensación, mientras hablaba, de que podrían hacerlo cualquier otra noche, dado que tenían todo el tiempo del mundo por delante. Ella le miró sonriendo. Librodot Ethan Frome Edith Wharton Librodot 45 45 «Mañana a esta hora estará ella misma ahí meciéndose —pensó Ethan—. Ha sido un sueño, y ésta es la única noche que pasaremos juntos.» La vuelta a la realidad fue tan dolorosa como la vuelta a la conciencia tras un período de anestesia. Notaba en el cuerpo y en la cabeza el agobio de una lasitud indescriptible y veía que, dijera lo que dijese e hiciera lo que hiciese, nada impediría la enloquecida fuga de los minutos. Aquel cambio de ánimo pareció haberse transmitido a Mattie, que alzó hacia él una mirada lánguida, como si los párpados le pesasen de sueño y le costara trabajo mantener los ojos abiertos. Posó luego la vista en la mano de Ethan, que ahora cubría completamente el borde de la tela y la apretaba como si fuera parte de ella. Ethan percibió un temblor casi imperceptible en la cara de Mattie y, sin saber lo que hacia, inclinó la cabeza y besó la tela. Al posar los labios en ella, la sintió deslizarse lentamente de ellos y vio que Mattie se había puesto de pie y enrollaba la labor en silencio. La sujetó con un alfiler y después, tras recoger el dedal y las tijeras, lo puso todo con la tela enrollada en la caja forrada con papel de regalo que él le había traído una vez de Bettsbridge. Ethan se levantó también, mirando vagamente alrededor. El reloj del aparador dio las once. —¿Está bien el fuego? —le preguntó ella en voz baja. Él abrió la cocina y hurgó sin fijarse en las ascuas. Cuando alzó de nuevo la cabeza, vio a Mattie arrastrar la vieja caja de jabón forrada de alfombra que servía de cama al gato. Luego volvió sobre sus pasos y cogió las macetas de geranios apartándolas del frío de la ventana. Fue tras ella y cogió las otras plantas, los bulbos de jacinto que estaban en un cuenco de mostaza agrietado y la hiedra alemana que se enredaba en un viejo aro de croquet. Tras cumplir con estos deberes nocturnos, no quedaba ya más que llevar a la cocina el candelero de metal del pasillo, encender la vela y apagar la lámpara de la cocina. Ethan pasó el candelero a Mattie, que salió primero, con la luz delante, el pelo oscuro como una masa de niebla sobre la luna. —Buenas noches, Mat —dijo, cuando ya ella pisaba el primer escalón. Se volvió y le miró un instante. —Buenas noches, Ethan —contestó, y empezó a subir las escaleras. Cuando la puerta de la habitación de Mattie se cerró, Ethan cayó en la cuenta de que no había llegado siquiera a tocarle la mano. Librodot Ethan Frome Edith Wharton Librodot 46 46 -6- Por la mañana, durante el desayuno, Jotham Powell se interponía entre ellos, y Ethan procuró disimular su alegría con un aire de exagerada indiferencia, retrepándose en la silla para tirarle migas al gato; protestó por el tiempo y no se ofreció a ayudarla cuando se levantó a recoger los platos. Ignoraba por qué se sentía tan irracionalmente feliz, pues nada había cambiado en su vida ni en la de ella. No había rozado siquiera la punta de sus dedos, ni la había mirado directamente a los ojos. Pero la velada que habían pasado juntos le había dado una visión de lo que podría ser la vida a su lado y estaba contento de no haber hecho nada que turbara la dulzura del cuadro. Pensaba ilusionado que ella sabía lo que le había hecho contenerse. Había que entregar una última carga de madera y Jotham Powell (que en invierno no trabajaba regularmente para Ethan), se había «acercado» para ayudarle en la tarea. Por la noche había caído una nieve acuosa que se transformó en aguanieve y convirtió los caminos en cristal. El aire era más húmedo y ambos hombres creían probable que el tiempo «templase» un poco hacia el mediodía y el transporte fuese más seguro entonces. Así que Ethan propuso a su ayudante cargar el trineo y dejar el transporte hasta Starkfield para más tarde, tal como habían hecho la semana anterior. Este plan tenía la ventaja de permitirle mandar a Jotham a los Flats después de comer a recoger a Zenobia, mientras él bajaba la madera al pueblo. Mandó a Jotham a aparejar los tordos y, durante un momento, Mattie y él tuvieron la cocina para ellos solos. Mattie había echado los platos del desayuno en un balde y estaba inclinada sobre él con sus delgados brazos desnudos hasta el codo. El vapor del agua caliente perlaba su frente y tensaba su pelo áspero en anillitos marrones como los zarcillos de la hierba de los pordioseros. Ethan se quedó mirándola acongojado. Deseaba decir «Nunca volveremos a estar solos así». Pero en vez de decir esto, sacó la bolsa de tabaco del aparador, se la guardó en el bolsillo v dijo: —Creo que conseguiré estar de vuelta para la comida. —Bueno, Ethan —contestó ella y, cuando se iba, la oyó cantar mientras fregaba. En cuanto el trineo estuviera cargado, se proponía enviar a Jotham de vuelta a la granja y correr al pueblo a pie a comprar cola para pegar la fuente. Si hubiera tenido suerte, habría podido poner su plan en ejecución. Pero todo fue mal desde el principio. Yendo hacia el bosque, uno de los tordos resbaló en el hielo y se hizo un corte en la pata. Cuando lograron levantarle, Jotham tuvo que volver hasta el establo por un trapo para vendarle la herida. Y cuando al fin iniciaron la carga, empezó a caer de nuevo aguanieve y los troncos estaban tan resbaladizos que tardaron el doble en levantarlos y colocarlos en el trineo. Era lo que Jotham llamaba una mañana amarga para trabajar; y los caballos, pateando y temblando bajo las mantas húmedas, no parecían más satisfechos que los hombres. Terminaron cuando ya había pasado con mucho la hora de la comida y Ethan tuvo que renunciar a ir al pueblo, porque quería volver a casa con el caballo lastimado y lavarle él mismo la herida. Librodot Ethan Frome Edith Wharton Librodot 47 47 Pensó que si volvía a empezar con la madera en cuanto terminara de comer, podría volver a la granja con la cola antes de que Jotham y el viejo alazán tuvieran tiempo de traer de los Flats a Zenobia. Pero sabía que tal posibilidad era remota. Dependía del estado de los caminos y del posible retraso del tren de Bettsbridge. Luego recordó, con un amargo fogonazo de autodesprecio, la importancia que había atribuido a la consideración de tales posibilidades... En cuanto acabó de almorzar, salió de nuevo, sin atreverse a esperar a que saliera Jotham Powell. El peón aún se estaba secando los pies en la cocina y Ethan sólo pudo lanzar a Mattie una mirada rápida mientras decía, como un susurro: —Volveré temprano. Ethan se hizo a la idea de que ella asentía comprensiva y, con este parco solaz, partió hacia el pueblo bajo la lluvia. A la mitad del camino le alcanzó Jotham Powell que arreaba al reacio alazán hacia los Flats. «Tendré que darme prisa», musitó Ethan, mientras el trineo bajaba delante de él por la cuesta de la colina de la escuela. Trabajó como diez en la descarga y, concluida ésta, se dirigió a toda prisa a la tienda de Michael Eady a comprar la cola. Eady y su ayudante se habían ido «calle abajo» y el joven Denis, que raras veces se dignaba ocupar su puesto, holgazaneaba junto a la estufa como una representación de la juventud dorada de Starkfield. Saludaron a Ethan con irónicos cumplidos y comentarios joviales, pero ninguno sabía dónde podría estar la cola. Ethan, consumido por el deseo de pasar un último momento a solas con Mattie, esperó impaciente mientras Denis buscaba sin resultado por los rincones más oscuros de la tienda. —Parece que se ha vendido toda. Pero si esperas a que vuelva el viejo, quizás él sepa dónde hay más. —Gracias, miraré a ver si tienen abajo, en casa de la señora Homan — contestó Ethan, deseoso de irse. El instinto comercial de Denis le impulsó a afirmar bajo juramento que lo que no podía proporcionar la tienda de Eady nunca se encontraría en la de la viuda Homan. Pero Ethan, ignorando tal fanfarronada, ya había subido al trineo y se dirigía al establecimiento rival. Allí, tras una considerable búsqueda y cordiales preguntas sobre para qué la necesitaba, y si no serviría engrudo corriente para resolver el problema en caso de no encontrar la cola, la viuda Homan dio al fin con un frasquito oculto en un rincón entre un batiburrillo de pastillas para la tos y cintas de corsé. —Espero que Zeena no haya roto nada que apreciase mucho —le dijo cuando él salía ya a coger los tordos y regresar a casa. Los súbitos chaparrones de aguanieve se habían convertido en una lluvia constante y los caballos lo pasaron mal a la vuelta, pese a no ir cargados. Ethan volvió la cabeza una o dos veces al oír cascabeles de trineo, pensando que Zeena y Jotham podrían alcanzarle. Pero el viejo alazán no apareció y Ethan dio la cara de nuevo a la lluvia y arreó a los lentos animales. Cuando llegó el establo estaba vacío y, tras prestar a los caballos los servicios más protocolarios que hubieran recibido de él nunca, se dirigió a grandes zancadas a la casa y abrió la puerta de la cocina. Librodot Ethan Frome Edith Wharton Librodot 50 50 -7- Ethan salió al pasillo a colgar sus prendas húmedas. Prestó atención por si oía los pasos de Zeena y, al no oírlos, la llamó a voces desde el pie de la escalera. No le contestó y, tras vacilar unos instantes, subió al dormitorio y abrió la puerta. La habitación estaba casi completamente a oscuras, pero la vio en la oscuridad, sentada junto a la ventana, muy erguida; la rigidez del perfil que se recortaba contra el cristal le indicaba que no se había quitado el vestido del viaje. —¿Qué hay, Zeena? —aventuró desde el umbral. Ella no se movió y él continuó—: Ya está la cena, ¿bajas? —No tengo ganas de tomar nada —contestó ella. Era la fórmula consagrada y él esperaba que siguiese luego, como siempre, la operación de levantarse y bajar a cenar. No obstante, siguió sentada y a él no se le ocurrió nada más feliz que: —Supongo que estarás cansada después de un viaje tan largo. Al oír estas palabras, Zeena volvió la cabeza y dijo solemnemente: —Estoy mucho más grave de lo que tú te crees. Ethan sintió un extraño escalofrío de asombro... Se lo había oído decir muchas veces..., ¿y si al fin fuera cierto? Efectuó uno o dos pasos en la habitación en penumbra. —Espero que no sea así, Zeena—dijo. Ella seguía mirándole en la penumbra, con un aire de lánguida autoridad, como el elegido conscientemente para un gran destino. —Tengo complicaciones —dijo. Ethan sabía que aquella palabra tenía una importancia excepcional. Por allí casi todo el mundo tenía «problemas» claramente localizados y definidos, pero sólo los elegidos tenían «complicaciones». Tenerlas era en sí mismo una distinción, aunque significara también en la mayoría de los casos una sentencia de muerte. La gente se debatía durante años con sus «problemas», pero casi siempre sucumbía a las «complicaciones». El corazón de Ethan se debatía entre dos sentimientos extremos; pero de momento prevaleció la compasión. Su mujer parecía tan dura y solitaria, allí sentada en la oscuridad, entregada a aquellos pensamientos... —¿Es eso lo que te ha dicho el médico nuevo? —preguntó, bajando la voz instintivamente. —Sí. Dice que cualquier médico normal recomendaría una operación. Ethan sabía que, respecto al importantísimo tema de la intervención quirúrgica, la opinión femenina de la zona estaba dividida, habiendo quien se vanagloriaba del prestigio que otorgaban las operaciones y quien las eludía por considerarlas indecorosas. Ethan, por razones de economía, siempre se había alegrado de que Zeena perteneciera al último grupo. Con el nerviosismo que le producía la gravedad de la noticia, buscó un atajo consolador: —¿Y qué sabes de ese médico, en realidad? Eso nadie te lo había dicho nunca. Advirtió su error antes de que Zeena pudiera captarlo: ella quería comprensión, no consuelo. Librodot Ethan Frome Edith Wharton Librodot 51 51 —No hacía falta que nadie me dijese que empeoraba día a día. Eso todo el mundo lo veía menos tú. Y en Bettsbridge todo el mundo conoce al doctor Buck. Tiene un consultorio en Worcester, y pasa consulta cada quince días en Shadd's Falls y en Bettsbridge. Eliza Spears estaba consumida por sus problemas de riñón hasta que acudió a él, y ahora ya no guarda cama y anda por ahí y canta en el coro. —Bueno, me alegro mucho. Tienes que hacer exactamente lo que él te diga—contestó Ethan, muy comprensivo. Ella seguía mirándole. —Eso es lo que pienso hacer —dijo. A Ethan le sorprendió el nuevo tono de su voz. No había en él queja ni reproche, sólo una seca resolución. —¿Qué te ha dicho que hagas? —le preguntó, imaginando nuevos gastos. —Quiere que tenga una chica a sueldo. Dice que no debo hacer absolutamente nada en la casa. —¿Una chica a sueldo? —Ethan se quedó paralizado. —Sí. Y la tía Martha enseguida me encontró una. Todos dijeron que era una suerte conseguir una chica que viniera aquí, y acepté darle un dólar extra para cerrar el trato. Llegará mañana por la tarde. La cólera y el desaliento luchaban en Ethan. Había previsto una petición inmediata de dinero, pero no un drenaje constante de sus menguados recursos. Ya no creía lo que Zeena había dicho de su supuesta gravedad: sólo veía en aquella expedición a Bettsbridge una conjura fraguada entre ella y sus parientes para cargarle a él el coste de una criada; y, por el momento, predominó la cólera. —Si querías contratar una chica, deberías habérmelo dicho antes, ¿no crees? —¿Y cómo podía decírtelo? ¿Cómo iba a saber yo lo que me iba a decir el médico? —Oh, el médico... —A Ethan se le escapó el escepticismo en una seca carcajada—. ¿Te explicó el médico cómo voy a pagar yo el sueldo de esa chica? La voz de ella se encrespó furiosa también. —No. No me lo explicó. ¡Pero se me habría caído la cara de vergüenza si le hubiera tenido que explicar que me escatimas un dinero necesario para curarme, después de haber perdido la salud cuidando a tu madre! —¿Que tú perdiste la salud cuidando a mi madre? —Sí. Y toda mi familia me dijo entonces que lo menos que podías hacer era casarte conmigo después. —¡Zeena! En aquella oscuridad que velaba sus rostros, sus pensamientos parecían asediarse como serpientes venenosas. A Ethan le horrorizaba la escena y le avergonzaba participar en ella. Era algo tan absurdo y salvaje como un combate físico entre dos enemigos en la oscuridad. Se volvió hacia la repisa de la chimenea, cogió las cerillas y encendió la única vela de la habitación. Al principio, su débil llama no causó el menor Librodot Ethan Frome Edith Wharton Librodot 52 52 efecto en las sombras. Luego, el rostro amargado de Zeena destacó contra el cristal de la ventana sin visillos que había pasado del gris al negro. Era la primera escena de cólera manifiesta en sus siete tristes años de matrimonio, y Ethan tuvo la sensación de haber perdido una ventaja irrecuperable al descender al nivel de la recriminación. Pero el problema práctico estaba allí y había que abordarlo. —Sabes que no tengo dinero para pagar a una criada, Zeena, tendrás que decirle que se vuelva por donde ha venido. No puedo permitírmelo. —El médico dice que si sigo trabajando como una esclava, me moriré. No entiende cómo he aguantado tanto tiempo. —¡Como una esclava...! —Se reprimió de nuevo—. No tendrás que mover ni un dedo, si eso es lo que dice el médico. Haré todo lo de la casa yo mismo... —Ya tienes bastante abandonado el trabajo de la granja —le interrumpió; y como era verdad, él no halló respuesta, dándole tiempo a añadir irónicamente—: Será mejor que me mandes al asilo y acabes con el problema... No sería el único miembro de tu familia que acaba así. Esta pulla le hirió, pero prefirió ignorarla. —No tengo dinero. No hay nada que hacer. Hubo una breve pausa en la lucha, como si los combatientes estuvieran probando sus armas. Luego, Zeena dijo con voz lisa. —Creí que ibas a cobrarle cincuenta dólares a Andrew Hale por la madera. —Andrew Hale siempre me paga a tres meses. Nada más decirlo, recordó la excusa que había dado para no acompañar a su esposa a la estación el día anterior. Afluyó sangre a sus cejas fruncidas. —Vaya, ayer me dijiste que habías acordado con él que te pagaría a la entrega. Dijiste que no me podías llevar a los Flats por ese motivo. Ethan no tenía ninguna habilidad para mentir. jamás le habían cogido en una mentira hasta entonces, y ahora le fallaban todos los recursos de evasión. —Debió de ser un malentendido —tartamudeó. —¿No conseguiste el dinero? —No. —¿Y no vas a conseguirlo? —No. —Bueno, yo no podía saberlo cuando contraté a la chica, ¿verdad? —No, claro. —Hizo una pausa para controlar el tono de voz—. Pero ahora ya lo sabes. Lo siento, pero no hay nada que hacer. Estás casada con un hombre pobre, Zeena; pero haré por ti todo lo que pueda. Ella se quedó un rato sentada, inmóvil, como si reflexionase, los brazos sobre los del asiento, la mirada perdida en el vacío. —Bueno, creo que podremos arreglarlo —dijo suavemente. Aquel cambio de tono tranquilizó a Ethan. —¡Claro que podremos! Yo puedo hacer muchas más cosas por ti, y Mattie... Mientras él hablaba, Zeena parecía realizar un complicado cálculo mental; lo concluyó y dijo: —Además, nos ahorraremos la manutención de Mattie... Librodot Ethan Frome Edith Wharton Librodot 55 55 —¿Qué pasa? Dímelo..., ¿qué pasa? —tartamudeó ella; pero él había encontrado al fin sus labios y bebía, ajeno a todo, salvo al gozo que le proporcionaban. Ella se demoró un instante, atrapada en la misma corriente impetuosa; luego se apartó, dio uno o dos pasos atrás, pálida y turbada, y su mirada golpeó a Ethan con el remordimiento, y Ethan gritó como si la viese ahogarse en un sueño: —¡No puedes irte, Mat! ¡Nunca te dejaré! —¿Irme..., irme? —tartamudeó ella—. ¿Es que debo irme? Las palabras siguieron resonando entre ellos como una antorcha de aviso que volase de mano en mano por un paisaje tenebroso. Ethan se sentía abrumado de vergüenza por su falta de control, por darle la noticia de un modo tan brutal. Se le iba la cabeza y tuvo que apoyarse en la mesa. Seguía con la sensación de estar besándola, y de estar, aun así, muriéndose de sed por sus labios. —¿Qué ha pasado, Ethan? ¿Está Zeena enfadada conmigo? El llanto de Mattie le tranquilizó, aunque intensificó su cólera y su lástima. —No, no —le aseguró—. No es eso. Pero ese médico nuevo la ha asustado mucho. Ya sabes que ella siempre se cree todo lo que le dicen la primera vez que los ve. Y éste le dijo que no se pondrá bien si no guarda cama y reposo absoluto..., varios meses... Se detuvo, apartando la vista de ella penosamente. Ella guardó silencio un momento, bajando la cabeza como una rama rota. Era tan pequeña y parecía tan débil que a Ethan se le encogió el corazón. Pero de pronto, alzó la cabeza y le miró cara a cara. —Y quiere a alguien más capaz que yo que me sustituya, ¿no es eso? —Eso es lo que esta noche dice. —Si lo dice esta noche, lo dirá mañana. Los dos se inclinaban ante aquella verdad inexorable. Sabían que Zeena nunca cambiaba de parecer; que, en su caso, una decisión equivalía a un hecho consumado. Guardaron silencio un rato; luego, Mattie dijo, con voz sorda: —No te preocupes tanto, Ethan. —Oh, Dios mío..., oh, Dios mío —gimió él. El ardor apasionado que había sentido por ella se había disuelto en una dolorosa ternura. La vio mover los párpados conteniendo las lágrimas y ansió estrecharla en sus brazos, consolarla. —Vas a dejar enfriarse la cena —dijo ella, con un pálido resplandor de alegría. —Oh, Mat, Mat... ¿a dónde irás? Ella bajó la vista. Un escalofrío cruzó su rostro. Y Ethan vio que afrontaba por primera vez la idea del futuro. —Quizás encuentre algún trabajo en Starkfield —tartamudeó, como si intuyera que ya sabía él muy bien que no tenía la menor esperanza. Ethan se derrumbó otra vez en la silla y se tapó la cara con las manos. Le horrorizaba la idea de verla irse sola de nuevo a repetir la penosa experiencia de buscar trabajo. En el único sitio en que la conocían había de enfrentarse a la indiferencia o a la hostilidad. ¿Y qué posibilidades podía Librodot Ethan Frome Edith Wharton Librodot 56 56 tener ella, sin experiencia ni conocimientos, entre los miles de personas que intentaban ganarse el pan en las ciudades? Recordó las tristes historias que había oído en Worcester; y recordó los rostros de muchachas cuyas vidas habían empezado tan prometedoramente como la de Mattie...; no podía pensar tales cosas sin que todo su ser se sublevase. Se levantó bruscamente. —¡No puedes irte, Mat! ¡No te dejaré! Siempre se ha salido con la suya, pero esta vez se hará lo que yo diga... Mattie alzó la mano en un rápido gesto, y Ethan oyó los pasos de su esposa. Zeena entró en la cocina arrastrando los pies, como siempre, y ocupó tranquilamente su lugar acostumbrado entre los dos. —Me siento un poquito mejor, y el doctor Buck dice que tengo que comer todo lo que pueda para recuperar fuerzas, aunque no tenga apetito — dijo, en su tono quejumbroso, estirando el brazo para coger la tetera. Había sustituido el vestido «bueno» por la bata negra de percal y el chal marrón de punto que constituían su atuendo diario, y había adoptado con ellos su expresión y actitud de siempre. Se sirvió el té, añadió una buena porción de leche, una abundante ración de pastel y pepinos encurtidos, e hizo la operación habitual de colocarse la dentadura postiza antes de empezar a comer. El gato se frotó adulón contra ella y le dijo «gatito bueno», se inclinó para acariciarlo y le dio un trocito de carne de su plato. Ethan no decía nada; no fingía comer. Pero Mattie mordisqueó valerosamente su comida e hizo una o dos preguntas a Zeena sobre su visita a Bettsbridge. Zeena contestó en su tono de siempre y, animada por el tema, les obsequió con varias descripciones minuciosas de los trastornos intestinales de amistades y parientes. Mientras hablaba, miraba directamente a Mattie, con una leve sonrisa que acentuaba las arrugas verticales que recorrían su rostro de la nariz a la barbilla. Terminada la cena, se levantó de la mesa y se llevó una mano al pecho, a la superficie lisa de la zona del corazón. —Este pastel tuyo siempre resulta un poco indigesto, Mat —dijo, sin irritación. Raras veces abreviaba el nombre de la chica, y cuando lo hacía, era siempre indicio de amabilidad. —Subiré por esos polvos para el estómago que traje de Springfield — continuó—. Hace mucho que no los tomo y puede que me vayan bien para la acidez. Mattie alzó los ojos hacia ella. —¿Quieres que te los baje yo, Zeena? —aventuró. —No, tú no sabes dónde están —contestó Zeena sombríamente, con una de sus miradas misteriosas. Luego salió de la cocina y Mattie se levantó y empezó a recoger la mesa. Al pasar junto a la silla de Ethan, se encontraron sus miradas y quedaron mirándose desolados. La cocina, silenciosa y plácida, parecía tan acogedora como la noche anterior. El gato había saltado a la mecedora de Zeena y el calor del fuego empezaba a extraer un olor acre y leve de los geranios. Ethan se levantó pesadamente de la mesa. Librodot Ethan Frome Edith Wharton Librodot 57 57 —Saldré a echar un vistazo —dijo, dirigiéndose al pasillo para coger la linterna. Al llegar a la puerta, se encontró con Zeena, que regresaba a la cocina, con los labios temblorosos de cólera y un rubor nervioso en su rostro amarillento. Se le había caído el chal de los hombros y lo llevaba arrastrando. Llevaba en las manos los fragmentos de la fuente de cristal. —Me gustaría saber quién ha hecho esto —dijo, mirándoles alternativamente, llena de furia. No hubo respuesta y ella prosiguió con voz trémula: —Fui a buscar esos polvos que había guardado en la caja de las gafas de papá, en el aparador, donde tengo las cosas que quiero que estén guardadas para que nadie las use... Se le quebró la voz y a sus párpados y pestañas asomaron dos lagrimitas que se deslizaron lentas por las mejillas. —Hay que usar la escalera para llegar al último estante. Fue allí donde guardé la fuente de la tía Philura Maple desde que nos casamos, y no la había bajado nunca, salvo en primavera, para limpiarla, y la guardaba yo misma para que nadie la rompiera. Depositó reverentemente los fragmentos sobre la mesa y añadió, con voz temblorosa: —Quiero saber quién lo ha hecho. Ante aquel desafío, Ethan volvió a la cocina y le hizo frente. —Pues yo te lo diré: lo hizo el gato. —¿El gato? —Eso mismo. Le miró con dureza y luego desvió la vista hacia Mattie, que llevaba el balde a la mesa. —Me gustaría saber cómo pudo meterse el gato en el aparador—dijo Zeena. —Cazando ratones, supongo —contestó Ethan—. Anoche había un ratón por la cocina. Zeena seguía mirándoles alternativamente; luego, lanzó su extraña risilla. —Sabía que era muy listo este gato —dijo, con voz chillona—. Pero no le suponía tanto como para recoger los trozos y colocarlos en el mismo estante. Mattie alzó de pronto los brazos del agua humeante. —¡Ethan no tuvo ninguna culpa, Zeena! El gato la rompió, pero yo la bajé del aparador. Yo tengo la culpa de que se haya roto. Zeena se plantó ante la ruina de su tesoro, inmovilizándose como la imagen pétrea del resentimiento. —¿Y para qué bajaste mi fuente? Un intenso rubor inundó las mejillas de Mattie. —Quería poner bonita la mesa para la cena—dijo. —Querías poner bonita la mesa para la cena y esperaste a que yo volviese la espalda para coger lo que yo tenía más guardado, lo que no utilizaba nunca, ni siquiera cuando vino a cenar el sacerdote. Ni cuando vino la tía Martha Pierce de Bettsbridge. Librodot Ethan Frome Edith Wharton Librodot 60 60 había casado con la chica y había prosperado. Ethan había visto a la pareja el verano anterior en Shadd's Falls, donde habían ido a visitar a unos parientes. Tenían una niñita de rubios rizos que llevaba un medallón de oro e iba vestida como una princesa. A la esposa abandonada tampoco le había ido mal. Su marido le había dado la granja, que ella había conseguido vender, y con eso y con la pensión de alimentos había montado una casa de comidas en Bettsbridge y había prosperado. A Ethan le entusiasmó la idea. ¿Por qué no se iba con Mattie al día siguiente, en vez de dejarla irse sola? Escondería la maleta debajo del asiento del trineo y Zeena no sospecharía nada hasta que subiese a echar la siesta por la tarde y encontrase una carta en la cama... Sus impulsos aún estaban casi a flor de piel cuando se levantó rápidamente, volvió a encender la linterna y se sentó a la mesa. Hurgó en el cajón buscando una hoja de papel, encontró una y empezó a escribir: «Zeena, he hecho todo cuanto he podido por ti y veo que es completamente inútil. No te echo la culpa a ti, ni me la echo a mí. Puede que a los dos nos vaya mejor separados. Voy a probar fortuna al oeste, y tú puedes vender la granja y el aserradero y quedarte lo que te den.» La pluma se detuvo en la última palabra, que le recordó las implacables realidades de su situación. Si le dejaba la granja y el aserradero a Zeena, ¿qué le quedaría a él para empezar una nueva vida? Una vez en el oeste, estaba seguro de encontrar trabajo..., no tenía ningún miedo a intentar abrirse camino solo. Pero con Mattie a su cargo, la cosa era distinta. ¿Y qué sería de Zeena? La granja y el aserradero estaban hipotecados hasta el límite de su valor, y aunque encontrara un comprador, cosa improbable, era dudoso que pudiera conseguir mil dólares siquiera. ¿Cómo iba a mantener la granja en marcha mientras tanto? Ethan lograba ganarse la vida parcamente sólo a base de trabajo incesante y supervisión personal, y su mujer, aun cuando no estuviera tan enferma como ella creía, nunca podría soportar sola semejante carga. Bueno, podría volver con sus parientes y ver qué hacían por ella. Ése era el destino al que ella quería condenar a Mattie..., ¿por qué no dejar a Zeena en la misma situación? Cuando descubriese su paradero e iniciase el pleito de divorcio, probablemente él ganaría ya bastante, estuviera donde estuviese, para pagarle una pensión. Y la alternativa era dejar que Mattie siguiera sola, con muchas menos probabilidades de salir adelante... Buscando una hoja de papel, Ethan había esparcido el contenido del cajón y, cuando alzó la pluma, sus ojos tropezaron con un viejo ejemplar del Bettsbridge Eagle. Estaba doblado por la hoja de los anuncios y entonces leyó estas palabras seductoras: «Viaje al oeste. Precios reducidos.» Acercó la linterna y examinó ávidamente los precios. Luego se le cayó el papel de la mano y apartó a un lado la carta inconclusa. Un momento antes se había preguntado de qué vivirían él y Mattie cuando llegaran al oeste. Ahora comprendía que ni siquiera tenía dinero para llevarla allí. Y no podía ni pensar en un préstamo: hacía seis meses que había dado su única garantía para obtener los fondos necesarios para unas reparaciones imprescindibles que tuvo que hacer en el aserradero y sabía que sin garantía nadie en Starkfield le prestaría diez dólares. Los hechos inexorables Librodot Ethan Frome Edith Wharton Librodot 61 61 se abatían sobre él como los guardianes de una cárcel que esposan a un convicto. No había salida..., ninguna. Estaba condenado a cadena perpetua, y ahora su único rayo de luz se extinguiría. Volvió torpemente al sofá, se echó en él con los miembros tan pesados que tenía la sensación de que jamás podría moverse ya. El llanto se apiñó en su pecho y, lentamente, se abrió paso hasta sus ojos. Mientras permanecía tendido allí, la ventana de enfrente fue aclarándose más y más, incrustando en la oscuridad un cuadrado de cielo iluminado por la luna. La cruzó una rama retorcida de árbol, una rama de manzano bajo el cual, en los atardeceres estivales cuando regresaba del aserradero, a veces había encontrado sentada a Mattie. Lentamente, los bordes de los vapores acuosos se incendiaron y consumieron y nadó en el azul una luna límpida. Ethan se acodó en el sofá y vio cómo se blanqueaba y conformaba el paisaje bajo la escultura de la luna. ¡Aquélla era la noche que tenía que haber ido con Mattie en el trineo y allí colgaba la lámpara que había de iluminarles! Contempló las laderas bañadas de fulgor, la oscuridad de bordes dorados de los bosques, el púrpura espectral de las montañas contra el cielo; era como si toda la belleza de la noche se hubiera derramado por el mundo para bur- larse de su desdicha... Se quedó dormido y cuando despertó inundaba el cuarto la frialdad del amanecer invernal. Se sentía helado, rígido y hambriento. Le avergonzó sentir hambre. Se frotó los ojos y se acercó a la ventana. Sobre el perfil gris de los campos, tras unos árboles frágiles y lúgubres, se alzaba rojo el sol. Ethan se dijo: «Este es el último día de Mat», e intentó imaginar lo que sería aquel lugar sin ella. Y, estando en esto, oyó a su espalda pasos y la vio entrar. —Oh, Ethan..., ¿pasaste aquí toda la noche? Parecía tan pequeña y tan frágil, con su pobre vestido, envuelta en la toquilla roja, con aquella luz fría que amarilleaba su palidez, que Ethan se quedó inmóvil ante ella, sin decir palabra. —Debes de estar helado —añadió Mattie, posando en él unos ojos sin brillo. Se acercó un paso a ella. —¿Cómo supiste que estaba aquí? —Porque te oí bajar las escaleras estando ya acostada y estuve escuchando toda la noche y no volviste a subir. Toda la ternura que le inspiraba afluyó a sus labios. La contempló y dijo: —Ahora mismo voy a encender el fuego. Volvieron a la cocina y él preparó el carbón y la leña y sacó las cenizas, mientras ella llevaba la leche y las sobras frías del pastel de carne. Cuando el fuego empezó a irradiar calor y el primer rayo de sol alcanzó el suelo de la cocina, los sombríos pensamientos de Ethan se fundieron en aquella atmósfera más suave. El ver a Mattie trajinar por allí como tantas mañanas le pareció imposible que alguna vez dejara de formar parte de la escena. Y dijo que debía de haber exagerado sin duda el valor de Librodot Ethan Frome Edith Wharton Librodot 62 62 las amenazas de Zeena, y que también ella estaría de mejor humor con la llegada del nuevo día. Se acercó a Mattie, que estaba inclinada sobre el fuego y le puso una mano en el brazo. —No quiero que te preocupes tú tampoco —le dijo, mirándola a los ojos con una sonrisa. Ella se ruborizó y le respondió casi en un susurro: —No, Ethan, no me preocuparé, de veras. —Creo que todo se arreglará —añadió él. Ella le respondió sólo con un rápido parpadeo, y él continuó: —¿No ha dicho nada esta mañana? —No. No la he visto todavía. —Si te dice algo, no hagas caso. Con esta orden, la dejó y fue al establo a ver las vacas. Vio a Jotham Powell que subía la cuesta entre la niebla matutina, y esta visión familiar reafirmó su creciente sensación de seguridad. Cuando estaban los dos limpiando los establos, Jotham abandonó un momento la horquilla y dijo: —Daniel Byrne irá hoy a los Flats a mediodía y podría llevarse el baúl de Mattie a la estación. Así resultará más cómodo el viaje cuando la lleve en el trineo. Ethan le miró con los ojos en blanco. Jotham continuó: —La señora Frome me dijo que la chica nueva llegaría de los Flats a las cinco y que yo tendría que llevar a Mattie a coger el tren de las seis para Stanford. Ethan sintió el tamborilea de la sangre en las sienes. Tuvo que esperar un momento para poder decir: —Bueno, no es tan seguro que Mattie tenga que irse. —¿Ah, sí? —dijo Jotham con indiferencia, y reanudaron la tarea. Cuando volvieron a la cocina, las dos mujeres estaban ya con el desayuno. Zeena daba una insólita sensación de viveza y actividad. Tomó dos tazas de café y dio al gato las sobras del pastel de carne; luego se levantó de la mesa y, acercándose a la ventana, arrancó dos o tres hojas amarillas de los geranios. —La tía Martha no les deja ni una sola hoja seca. Se marchitan enseguida si no se cuidan —dijo cavilosa. Luego se volvió a Jotham y le preguntó—: ¿A qué hora dijiste que vendría Daniel Byrne? El peón miró vacilante a Ethan. —Hacia el mediodía —contestó. Zeena se volvió a Mattie y le dijo: —Ese baúl tuyo pesa demasiado para el trineo. Daniel Byrne lo llevará hasta los Flats. —Muchas gracias, Zeena —dijo Mattie. —Antes me gustaría revisar algunas cosas contigo —continuó Zeena, en tono imperturbable—. Sé que falta una toalla, y no sé qué has hecho de aquel estuche de cerillas que yo tenía detrás del búho disecado del salón. Salió, seguida de Mattie, y cuando los dos hombres se quedaron solos, Jotham dijo a su patrón: —Entonces será mejor que le diga a Daniel que se acerque por aquí. Librodot Ethan Frome Edith Wharton Librodot 65 65 -9- Junto a la puerta de la cocina estaba Daniel Byrne sentado en su trineo, tras un caballo tordo huesudo que pateaba en la nieve y meneaba inquieto su gran cabeza de un lado a otro. Ethan entró en la cocina y encontró a su mujer junto al fuego. Tenía envuelta la cabeza en un chal y leía un libro titulado Los trastornos renales y su curación. Ethan había tenido que pagar por él un franqueo extra hacía pocos días. Zeena no se movió ni levantó la cabeza al entrar su marido, que al cabo de un momento le preguntó: —¿Dónde está Mattie? —Supongo que bajando su baúl —contestó ella, sin levantar la vista del libro. —¿Bajando el baúl... sola? —dijo Ethan furioso. —Jotham Powell está abajo, en el bosque, y Daniel Byrne dice que no se atreve a dejar solo a ese caballo que trae —replicó ella. Ethan no esperó a oír el final de la frase. Salió de la cocina y subió las escaleras a grandes zancadas. La puerta de la habitación de Mattie estaba cerrada. Vaciló un momento en el rellano. —Mat —dijo, con voz sorda; pero no hubo respuesta y puso la mano en el pomo. Sólo había estado una vez en la habitación de Mattie, a principios de verano, cuando había ido a arreglar una gotera en el alero; pero recordaba exactamente el aspecto de todo: el cobertor rojo y blanco sobre la cama estrecha, el lindo acerico sobre la cómoda y encima la fotografía ampliada de su madre, en un marco oxidado, can un ramo de yerbas secas detrás. Ahora, estos y otros signos de su presencia habían desaparecido y la habitación resultaba tan vacía y destartalada como cuando Zeena se la había enseñado el día de su llegada. En el centro, en el suelo, estaba el baúl, y en el baúl, sentada, con su vestido de los domingos, de espaldas a la puerta y con la cara entre las manos estaba Mattie. No le había oído porque estaba sollozando y no oyó sus pasos hasta que estuvo detrás mismo de ella y le puso las manos en los hombros. —Mat... Oh, no... ¡Oh, Mat! Se irguió sorprendida, alzando hacia él la cara cubierta de lágrimas. —Ethan..., ¡creí que no volvería a verte! La abrazó, estrechándola entre sus brazos y, con mano temblorosa, le apartó el pelo de la frente. —¿Que no volverías a verme? ¿Qué quieres decir con eso? —Jotham dijo —contestó entre sollozos— que le habías dicho que no te esperásemos a comer, y creí... —¿Creíste que no quería estar aquí cuando te fueras? —concluyó hoscamente Ethan por ella. Se aferró a él sin contestar y él posó los labios en su pelo, que era suave y flexible, como ciertos musgos de laderas templadas, y con la leve fragancia a bosque del serrín fresco al sol. Oyeron a través de la puerta la voz de Zeena que llamaba desde abajo. —Daniel Byrne dice que os deis prisa si queréis que lleve ese baúl. Librodot Ethan Frome Edith Wharton Librodot 66 66 Se separaron desolados. A los labios de Ethan afluyeron palabras rebeldes que murieron allí. Mattie buscó el pañuelo y se secó los ojos. Luego, se inclinó y cogió una de las asas del baúl. Ethan la apartó. —Déjame a mí, Mat—le ordenó. —Hacen falta dos para poder bajarlo —contestó ella; sometiéndose a este argumento, él cogió la otra asa y ambos maniobraron con el pesado baúl hasta el rellano. —Ahora déjame a mí —repitió él, y se echó el baúl al hombro, bajó las escaleras y recorrió el pasillo hasta la cocina con él. Zeena, que había vuelto a su sitio junto al fuego, no levantó siquiera la cabeza del libro cuando pasaron. Mattie salió con Ethan y le ayudó a colocar el baúl en el trineo. Una vez colocado, se quedaron los dos junto a la puerta, viendo a Daniel Byrne acomodarse tras su impaciente caballo. Ethan sentía el corazón como atado por cuerdas que una mano invisible iba apretando a cada tic-tac del reloj. Dos veces abrió la boca para hablar y le faltó el aliento. Por fin, cuando ella se volvió para entrar en la casa, le puso una mano en el hombro, deteniéndola. —Voy a llevarte yo, Mat—susurró. Ella le contestó con un murmullo: —Creo que Zeena quiere que me lleve Jotham. —Te llevaré yo —insistió él; y ella entró en la cocina sin contestar. Ethan no pudo probar bocado en la comida. Si alzaba la vista, ésta se posaba en el rostro ceñudo de Zeena y las comisuras de sus labios rectos parecían temblar en una sonrisa. Zeena comió bien, dijo que con aquella mejoría del tiempo se sentía mejor e insistió en que Jotham Powell se sirviese un segundo plato de alubias, pese a que normalmente no solía preocuparse de sus deseos. Concluida la comida, Mattie inició su tarea habitual de recoger la mesa y lavar los platos. Zeena dio de comer al gato y volvió a su mecedora junto al fuego; y Jotham Powell, que siempre era el último en dejar la mesa, se levantó a regañadientes y se dirigió hacia la puerta. Ya en el umbral, se volvió para preguntar a Ethan: —¿A qué hora tengo que venir a buscar a Mattie? Ethan estaba de pie junto a la ventana, llenando maquinalmente la pipa, pendiente del trajinar de Mattie. —No hace falta que vengas —contestó—. Voy a llevarla yo. Vio ruborizarse la mejilla ladeada de Mattie y cómo Zeena alzaba la cabeza bruscamente. —Quiero que te quedes aquí esta tarde, Ethan —dijo—. A Mattie puede llevarla Jotham. Mattie le dirigió una mirada suplicante, pero él repitió secamente: —Voy a llevarla yo. Zeena repitió con el mismo tono liso: —Quiero que te quedes y arregles la estufa de la habitación de Mattie antes de que llegue la chica. Hace casi un mes que no tira bien. Ethan alzó la voz indignado: —Si servía para Mattie, creo que puede servir perfectamente para la criada. Librodot Ethan Frome Edith Wharton Librodot 67 67 —Esa chica que va a venir me dijo que estaba acostumbrada a una casa en la que había un horno —insistió Zeena, con la misma suavidad monótona. —Pues ¿por qué no se quedó allí? —replicó él, y volviéndose a Mattie añadió con aspereza—: Espero que estés lista a las tres, Mat; tengo que arreglar un asunto en Corbury. Jotham Powell se había ido ya a la cuadra y Ethan bajó tras él ciego de furia. Le palpitaban las sienes y tenía los ojos cubiertos de una especie de niebla. Inició su tarea sin saber qué fuerza le impulsaba ni qué manos o pies cumplían sus órdenes. Hasta que no sacó el alazán y lo colocó entre las lanzas del trineo, no tomó de nuevo conciencia de lo que hacía. Al pasar la brida sobre la cabeza del caballo y fijar las cinchas en las lanzas, recordó el día en que había hecho los mismos preparativos para ir a los Flats a buscar a la prima de su mujer, hacía poco más de un año. Era una tarde tan tibia como aquélla, con una «sensación» primaveral en el aire. El alazán, volviendo hacia él el mismo ojo grande y redondo, rozó con el hocico la palma de su mano del mismo modo, y se alzaron, presentándose ante él uno tras otro, todos los días transcurridos... Echó la piel de oso en el trineo, subió al asiento y arreó el caballo hacia la casa. Cuando entró en la cocina estaba vacía, pero la bolsa y el chal de Mattie estaban preparados junto a la puerta. Fue hasta el pie de la escalera y escuchó. No le llegó ningún sonido de arriba, pero creyó oír un rumor en su estudio vacío, y abrió la puerta y vio a Mattie, con el sombrero y la chaqueta, de pie, de espaldas a él, junto a la mesa. Al aproximarse, ella se sobresaltó, se volvió rápidamente y dijo: —¿Ya es la hora? —¿Qué haces aquí, Mat? —preguntó él. Le miró, tímida. —Estaba echando un vistazo..., nada más —contestó, con una sonrisa vacilante. Volvieron a la cocina sin hablar, y Ethan cogió la bolsa y el chal. —¿Dónde está Zeena? —preguntó. —Subió a su cuarto después de comer; dijo que volvía a sentir dolores y que no quería que la molestaran. —¿No te dijo adiós? —No. Sólo dijo eso. Ethan contempló la cocina y se dijo con un escalofrío que, al cabo de unas horas, volvería allí solo. Entonces, la sensación de irrealidad volvió a embargarle y le pareció imposible que Mattie estuviera ante él por última vez. —Vamos —le dijo, casi alegremente, abriendo la puerta y echando la bolsa en el trineo. Luego saltó a su asiento y se inclinó para taparla con la piel del oso. »—Vamos, adelante —dijo, sacudiendo las riendas; el alazán empezó a bajar lentamente la cuesta. »—¡Tenemos tiempo de sobra para un bonito viaje, Mat! —exclamó, buscando su mano bajo la piel y apretándola en la suya. Al hacerlo, sintió en la cara un cosquilleo, se sintió mareado, como si se hubiera parado en el bar de Starkfield en un día tonto a echar un trago. Librodot Ethan Frome Edith Wharton Librodot 70 70 Pese a la escasa luz, Ethan vio que era la carta que había empezado a escribir a su esposa la noche anterior. No se había acordado de romperla. Estremeció su asombro una alegría feroz. —Mat... —exclamó—, si yo pudiera haberlo hecho, ¿lo habrías hecho tú también? —Oh, Ethan, Ethan..., ¿de qué vale eso ahora? Y con un gesto brusco, hizo pedazos la carta y lanzó los trocitos a la nieve. —¡Contesta, Mat! ¡Contéstame! —insistió él. Ella se quedó callada un momento; luego, en un tono tan bajo que él hubo de inclinarse para oírla, dijo: —Yo lo pensaba a veces, en las noches de verano, cuando la luna era tan clara que no podía dormir. A Ethan le tembló el corazón ante el dulzor de lo que oía. —¿Hace tanto? Ella contestó como si la fecha estuviera grabada en su memoria desde hacía mucho: —La primera vez fue en la Laguna Oscura. —¿Por eso me diste a mí el café antes que a los otros? —No sé. ¿Eso hice? Me puse muy triste cuando me dijiste que no irías conmigo a la excursión. Luego, cuando te vi bajar por el camino, pensé que quizá volvieras a casa por allí a propósito, y me puse muy contenta. Se quedaron callados otra vez. Habían llegado ya donde el camino descendía hacia la hondonada del aserradero; mientras bajaban la oscuridad descendía con ellos, cayendo como un velo negro de las pesadas ramas de los abetos. —Estoy atado de pies y manos, Mat..., no puedo hacer nada —empezó él de nuevo. —Tienes que escribirme alguna vez, Ethan. —Oh, ¿de qué sirve escribir? Quiero extender mi mano y acariciarte. Quiero trabajar para ti y cuidarte. Quiero estar a tu lado cuando estés enferma y cuando te sientas sola. —Sólo debes pensar que todo me irá bien. —¿Quieres decir que no me necesitarás? ¡Supongo que te casarás! —¡Oh, Ethan! —exclamó ella. —No sé lo que siento, Mat, pero..., ¡preferiría morirme antes que eso! —¡Oh, ojalá estuviera muerta, ojalá! —sollozó ella. El rumor del sollozo aumentó su cólera sombría; se sintió avergonzado. —No digas eso —murmuró. —¿Por qué no decirlo si es verdad? Llevo todo el día deseándolo. —¡Mat! ¡Tranquilízate! No digas eso. —Sólo tú has sido bueno conmigo. —¡No digas eso tampoco, sabes que soy incapaz de mover una mano por ti! —Sí; pero de todos modos, es verdad. Coronaron el cerro de la escuela. Starkfield se extendía a sus pies, a la luz del crepúsculo. A su lado pasó un trineo que venía del pueblo, con un alegre repiqueteo de campanillas, y se irguieron y miraron hacia delante con Librodot Ethan Frome Edith Wharton Librodot 71 71 las caras rígidas. Habían empezado a brillar las luces de las fachadas de las casas en la calle mayor y se veían entrar en ellas figuras aisladas. Ethan, con un golpe de fusta, impulsó al alazán a un lánguido trote. Cuando se aproximaban a la entrada del pueblo, llegaron hasta ellos gritos de niños y vieron detrás a un grupo de muchachos con trineos, esparcidos por el trozo de terreno despejado que había delante de la iglesia. —Creo que ya no podrán bajar con los trineos más de uno o dos días —dijo Ethan, contemplando el cielo despejado. Mattie guardó silencio; él añadió: —Teníamos que haber venido anoche. Ella siguió callada, e impulsado por el oscuro deseo de ayudarse y ayudarla a soportar aquella última hora desdichada, Ethan añadió, pensativo: —¿No es extraño que sea ésta la única vez que bajamos juntos por aquí este invierno? —Yo bajé muy poco al pueblo —contestó ella. —Sí, es cierto —dijo él. Habían coronado la cuesta del camino de Corbury y, entre el resplandor blanco y confuso de la iglesia y la negra cortina de los abetos de Varnum, la cuesta se extendía bajo ellos sin un solo trineo a la vista. Un errático impulso hizo decir a Ethan: —¿Te gustaría que bajáramos ahora? Ella forzó una leve sonrisa: —¡No tenemos tiempo! —Tenemos todo el tiempo que queramos. ¡Vamos! Su único deseo era ya posponer el momento de arrear al alazán camino de los Flats. —Pero la chica —tartamudeó ella—. La chica estará esperando en la estación. —Pues que espere. Si no tendrías que esperar tú. Vamos. El tono imperioso pareció doblegarla; Ethan saltó y ella dejó que la ayudase a bajar, diciendo sólo, con un vago ademán de oposición: —Pero si no hay ningún trineo. —¡Sí que hay! Allí, debajo de los abetos. Ethan echó la piel del oso al alazán que se quedó quieto al borde del camino, como pensativo, con la cabeza baja. Luego cogió a Mattie de la mano y la llevó hacia el trinco. Mattie se sentó dócilmente y él se colocó detrás, tan cerca que sentía en la cara el roce de su pelo. —¿Preparada, Mat? —dijo, como si entre ellos mediase toda la anchura del camino. Ella volvió la cabeza y le preguntó: —Está todo muy oscuro, ¿estás seguro de que podrás ver? Ethan se rió displicente. —¡Podría bajar por aquí con los ojos vendados! Ella rió con él, como si le complaciera su audacia. No obstante, Ethan permaneció un momento in móvil, atisbando la larga pendiente. Era la peor hora, la hora en que la última claridad de la parte superior del cielo se funde Librodot Ethan Frome Edith Wharton Librodot 72 72 con la noche que brota en un borrón y empaña todas las señales y falsea las distancias. —¡Ahora! —gritó Ethan. El trineo partió con un salto y volaron en la oscuridad, ganando suavidad y rapidez con el descenso; la noche se abría hueca a sus pies y el aire cantaba como un órgano. Mattie se mantenía perfectamente inmóvil, pero cuando llegaban a la curva del pie de la pendiente, donde el gran olmo sacaba su mortífero codo, Ethan creyó notar que la muchacha se apretaba un poco más contra él. —¡No tengas miedo, Mat! —le gritó, entusiasmado, mientras viraban sin problema y pasaban el olmo y tomaban la segunda pendiente; y cuando llegaron a terreno llano y la velocidad del trineo empezó a disminuir, la oyó lanzar una risilla alegre. Se apearon por fin e iniciaron la subida. Ethan arrastraba el trineo con una mano y cogía con la otra a Mattie por el brazo —¿Tuviste miedo a chocar con el olmo? —le preguntó con una risa juvenil. —Ya te dije que contigo nunca tengo miedo —contestó ella. Aquel extraño entusiasmo que la poseía hizo brotar en él uno de sus raros arrebatos de fanfarronería. —Sin embargo, es una bajada difícil. El más pequeño fallo y no volveríamos a subir por aquí. Pero soy capaz de calcular las distancias al milímetro... siempre he sido capaz de hacerlo. —Yo siempre digo —murmuró ella— que nunca he visto a nadie con mejor vista... Con aquella oscuridad sin estrellas, había caído sobre ellos un profundo silencio; subían apoyados el uno en el otro, callados; pero Ethan se repetía a cada paso: «Es la última vez que caminaremos juntos.» Llegaron lentamente al final de la cuesta. Cuando estaban ya frente a la iglesia, él bajo la cabeza y preguntó: —¿Estás cansada? Ella contestó jadeante: —¡Fue espléndido! Con una leve presión en el brazo, la condujo hacia los abetos de Noruega. —Este trineo debe de ser de Ned Hale. En fin, lo dejaré donde estaba. Y acercó el trineo a la entrada de la casa de los Hale y lo dejó apoyado en la valla. Al incorporarse, sintió de pronto a Mattie junto a él entre las sombras. —¿Fue aquí donde se besaron Ned y Ruth? —susurró, jadeante, abrazándole. Sus labios, buscando los de Ethan, recorrieron su rostro y Ethan la estrechó en un éxtasis de asombro. —Adiós..., adiós —tartamudeó ella, besándole de nuevo. —¡Oh, Mat, no puedo dejar que te vayas! —se oyó decir; era el viejo lamento de siempre. Pero Mattie deshizo el abrazo y él la oyó sollozar: —¡Oh, tampoco yo puedo! —gemía. —¡Mat! ¿Qué haremos? ¿Qué haremos? Librodot Ethan Frome Edith Wharton Librodot 75 75 como una mota en el espacio... y luego, súbitamente, apareció ante ellos el gran olmo, inmóvil, esperándoles en la curva del camino; y Ethan dijo entre dientes: «Podemos esquivarlo, sé que podemos esquivarlo...» Y mientras volaban hacia el árbol, Mattie iba apretándole cada vez con más fuerza, como si su sangre estuviese en las venas de Ethan. El trineo se bamboleó un poco bajo ellos, una o dos veces. Ethan inclinó el cuerpo para mantenerlo en dirección al olmo, repitiéndose una y otra vez «Sé que podemos esquivarlo»; y en su cabeza y ante él en el aire bailaban breves frases que ella había pronunciado. El gran árbol crecía, se aproximaba y, mientras avanzaban hacia él, Ethan pensó: «Está esperándonos; es como si lo supiera.» Y de pronto, entre él y su objetivo, surgió el rostro de su esposa, los rasgos monstruosos, retorcidos, y Ethan hizo un movimiento instintivo para apartarlo. El trineo se bamboleó; consiguió enderezarlo, lo mantuvo derecho y siguió hacia la negra mole que les aguardaba. Hubo un último instante en que el aire le azotó restallante en millones de feroces alambres; y luego el olmo... El cielo aún estaba encapotado pero, mirando hacia arriba, Ethan vio una única estrella, e intentó vagamente precisar si era Sirio o..., o... El esfuerzo le agotó y cerró los párpados pesados y pensó que era mejor dormir... Tan profunda era la quietud que oyó el gorjeo de un animal pequeño en la nieve, cerca; era un rumor tierno y medroso, como de un ratón de campo, y Ethan se preguntó lánguidamente si el animal estaría herido. Luego se dio cuenta de que debía ser el dolor: un dolor tan aplastante que era como si lo sintiese atravesar misteriosamente su cuerpo. Intentó en vano volverse hacia el sonido extendiendo la mano izquierda hacia la nieve. Y entonces fue como si palpase el gorjeo, en vez de oírlo; como si estuviera bajo su palma, que descansaba sobre algo elástico y suave. El pensamiento del dolor del animal le resultaba intolerable y pugnó por incorporarse, y no pudo, pues parecía tener encima una roca, o alguna masa inmensa; pero siguió tanteando cautamente con la mano izquierda, pensando que podría coger a aquella pequeña criatura y ayudarla; y, de repente, se dio cuenta de que aquella cosa suave que había tocado era el pelo de Mattie, que tenía la mano apoyada en su rostro. Consiguió ponerse de rodillas, con la monstruosa carga encima moviéndose al tiempo que él pasaba una y otra vez la mano por aquella cara y sintió que el gorjeo brotaba de aquellos labios... Acercó el rostro de Mattie al suyo, puso el oído en su boca, y vio, en la oscuridad, sus ojos abiertos, mientras musitaba su nombre. —Oh, Mat, creí que lo esquivaríamos —gimió. En la cima a lo lejos, oyó relinchar al alazán y pensó: «Debería estar dándole su pienso...» Librodot Ethan Frome Edith Wharton Librodot 76 76 -10- Cuando entré en la cocina de Frome, cesó el zumbido quejumbroso y no pude precisar cual de las dos mujeres que estaban allí sentadas lo emitía. Al aparecer yo, una de ellas irguió su alta y huesuda figura y se levantó del asiento, no en actitud de saludarme y darme la bienvenida, pues no me dirigió más que una breve mirada de sorpresa, sino simplemente para servir una cena que la ausencia de Frome había aplazado. Colgaba de sus hombros una sucia bata de percal y llevaba los mechones de su ralo pelo gris recogidos, retirados de la frente ancha y sujetos atrás con un peine roto. Tenía unos ojos pálidos y opacos que nada revelaban ni reflejaban y su labios finos eran del mismo color oscuro que su rostro. La otra mujer era mucho más pequeña y frágil. Estaba acurrucada en un sillón junto al fuego y cuando entré volvió la cabeza con viveza hacia mí, sin ningún movimiento correspondiente del cuerpo. Tenía el pelo tan gris y la cara tan consumida y arrugada como su compañera, pero de un tono ambarino, con sombras morenas que afilaban la nariz y ahuecaban las sienes. El cuerpo mantenía una inmovilidad fláccida y bajo el vestido informe los ojos tenían esa mirada brillante, como de bruja, que tienen a veces algunos lisiados de la espina dorsal. La cocina era pobre de aspecto, incluso para aquella parte del país. A excepción del sillón de la mujer de ojos oscuros, que parecía una sucia reliquia de lujo comprada en una subasta rural, el mobiliario era de lo más tosco. Sobre la mesa grasienta llena de cortes había tres toscos platos de porcelana y una jarra de leche con el pico desportillado; había también dos sillas de asiento de paja y un aparador de pino sin pintar que se alzaba parcamente apoyado en las paredes enyesadas. —¡Dios santo, qué frío hace aquí! El fuego debe de estar casi apagado —dijo Frome, mirando exculpatoriamente a su alrededor mientras me seguía. La mujer alta, que se había apartado de nosotros hacia el aparador, no hizo ningún caso; pero la otra, desde su nicho mullido contestó quejumbrosa con voz aguda y fina: —Ahora mismo acaba de avivarlo. Se quedó dormida y durmió tanto que creí que iba a congelarme y no podría despertarla para que lo atendiese. Advertí entonces que era ella quien hablaba cuando llegamos. Su compañera, que volvía en aquel momento a la mesa con los restos de un pastel de frutas frío en una fuente desportillada, depositó su insípida carga sin oír al parecer la acusación que se le hacía. Frome se detuvo vacilante en su avance ante ella; luego me miró y dijo: —Ésta es mi esposa, la señora Frome. Tras otro intervalo y volviéndose hacia la mujer del sillón, añadió: —Y ésta es la señorita Mattie Silver... La señora Hale, un alma cándida, creía que me había perdido en los Flats y enterrado bajo la nieve. Y tan grande fue su satisfacción al verme de nuevo a la mañana siguiente, que percibí que mi peligro me había hecho Librodot Ethan Frome Edith Wharton Librodot 77 77 ganar varios puntos en su estimación. Grande fue su desconcierto, y el de la vieja señora Varnum, al saber que el viejo caballo de Ethan Frome me había llevado y traído de Corbury Junction, en medio del peor temporal de nieve del invierno. Y aún fue mayor su sorpresa al enterarse de que su amo me había llevado a pasar la noche a su casa. Bajo sus exclamaciones de asombro, percibí una curiosidad secreta por saber qué impresión me había causado aquella noche en casa de los Frome, e intuí que el mejor modo de vencer sus reservas era dejarles intentar traspasar la mía. Me limité por tanto a decir, en un tono de absoluta naturalidad, que me habían recibido muy amablemente y que Frome me había hecho una cama en una habitación de la planta baja, que parecía haber servido en tiempos más felices como una especie de escritorio o estudio. —En fin —musitó la señora Hale—, con semejante tormenta supongo que pensó que no tenía más remedio que hospedarle..., pero imagino que debió resultarle duro al pobre Ethan. Estoy seguro de que es usted el único extraño que ha puesto los pies en aquella casa en veinte años. Ethan es tan orgulloso que no le gusta que vayan allí ni siquiera sus amigos más antiguos; y no sé de ninguno que lo haga ya, salvo el médico y yo... —¿Usted sigue yendo allí, señora Hale? —pregunté. —Iba mucho después del accidente, al principio de estar casada..., pero al cabo de un tiempo empecé a pensar que el vernos les hacía sentirse peor. Y luego, una cosa siguió a otra y mis propios problemas... Pero suelo acercarme por Año Nuevo y hacerles una visita en verano. Siempre procuro elegir los días que Ethan no está en casa. Es ya bastante penoso ver a las dos mujeres allí sentadas..., pero la cara de él cuando contempla aquella casa desolada..., no lo soporto... En fin, me pongo a recordar y pienso en la época en que vivía su madre, antes de sus problemas. Por entonces, la vieja señora Varnum se había ido a dormir y su hija y yo estábamos ya solos, después de la cena, en el austero aislamiento del salón. La señora Hale me miró pensativa, como si intentara determinar hasta qué punto le daban pie mis conjeturas, y supuse que si había guardado silencio hasta entonces, era porque todos aquellos años había estado esperando a que alguien viese lo que sólo había ella visto. Esperé a que aumentase su confianza en mí y al fin dije: —Sí, da lástima verles allí a los tres juntos. Ella frunció afligida sus finas cejas. —Fue algo espantoso desde el principio. Yo estaba en casa cuando les trajeron..., a Mattie Silver la dejaron en la habitación que ocupa usted. Éramos muy amigas, iba a ser mi dama de honor en primavera... Subí a la habitación y me quedé toda la noche con ella. Le dieron cosas para tranquilizarla y no se enteró prácticamente de nada hasta por la mañana. Y entonces, de repente despertó y se dio cuenta, y me miró con esos ojos tan grandes y dijo... Oh, no sé por qué le cuento todo esto —se interrumpió llorando. Luego se quitó las gafas, limpió los cristales y volvió a ponérselas con mano temblorosa. —Al día siguiente se supo —continuó— que Zeena Frome había echado a Mattie precipitadamente porque había contratado a una criada y la
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