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La buena gente del campo, Apuntes de Literatura

Asignatura: Literatura aplicada a los Medios de Comunicacion, Profesor: Guadalupe Arbona, Carrera: Periodismo, Universidad: UCM

Tipo: Apuntes

2013/2014

Subido el 20/05/2014

miriamalemaan
miriamalemaan 🇪🇸

1.3

(3)

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¡Descarga La buena gente del campo y más Apuntes en PDF de Literatura solo en Docsity! 1 Flannery O’Connor, “La buena gente del campo” 1 Aparte de la expresión de punto muerto que tenía cuando estaba sola, la señora Freeman usaba otras dos en su trato con la gente: una de marcha hacia adelante, y otra de marcha atrás. La primera era firme y fuerte como el movimiento de un camión pesado. Sus ojos jamás se desviaban hacia la derecha o la izquierda, siguiendo cada asunto sin rodeos y sin apartarse de la raya amarilla discontinua. Era poco frecuente que usara la marcha atrás y que se retractara de algo que había dicho. Cuando lo hacía, su rostro se frenaba en seco, había un movimiento casi imperceptible en sus ojos negros que parecían estar retrocediendo. En esos momentos, un observador atento podía comprobar que el espíritu de la señora Freeman se ausentaba, aun estando allí, tan real como una pila de sacos de grano. La señora Hopewell había perdido toda esperanza de hacerle comprender lo que le decía cuando le pasaba esto. Ya podía hablar y hablar; daba igual. No había forma de hacerle reconocer a la señora Freeman que se había equivocado. Se quedaba inmóvil, y si llegaba a hablar, decía algo como: —Pues no diría ni que sí ni que no —o posaba su mirada sobre el último estante del mueble de la cocina donde había un montón de botes polvorientos y decía: —Veo que casi no ha tocado los higos que envasó el verano pasado. Los asuntos de mayor importancia se trataban en la cocina durante el desayuno. La señora Hopewell se levantaba todas las mañanas a las siete, encendía su calentador de gas y el de Joy. Joy era su hija, una rubia grande que tenía una pierna ortopédica. La señora Hopewell la consideraba una niña, a pesar de tener treinta y dos años y ser muy instruida. Joy se levantaba cuando su madre desayunaba, caminaba a paso lento hasta el cuarto de baño y cerraba la puerta de un portazo, y al poco tiempo llegaba la señora Freeman por la puerta trasera. Joy oía a su madre que decía: —Pase —y luego hablaban un rato en voz baja. Desde el baño era imposible entender lo que decían. Para cuando Joy se acercaba, por lo general ya habían acabado con la previsión del tiempo y empezaban con una de las hijas de la señora Freeman, o Glynese o Carramae. Joy las llamaba Glycerin y Caramel. Glynese era pelirroja, tenía dieciocho años y muchos admiradores; Carramae era rubia y tenía tan solo quince, pero estaba 1 Publicado por primera vez en Harper’s Bazaar, vol. 89, junio de 1955. Después aparece en la recopilación Un hombre bueno es difícil de encontrar, 1955. Los críticos literarios coinciden casi unánimemente en que éste es el relato más autobiográfico de O’Connor. Sherry Lynn Lebeck sugiere que tardaría tan poco en escribirlo, según la propia autora, unos cuatro días, por la afinidad que sentía con su protagonista (Paradox Lost and Paradox Regained: An Object Relations Analysis of Two Flannery 2 casada y embarazada. Todo le sentaba mal. Cada mañana la señora Freeman le contaba detenidamente a la señora Hopewell las veces que su hija Carramae había vomitado desde el último parte. A la señora Hopewell le gustaba decirle a la gente que Glynese y Carramae eran de las chicas más majas que conocía, y que la señora Freeman era una dama y que nunca le avergonzaba llevarla a ningún lado o presentarla a cualquiera que se encontrara con ellas. Luego, contaba cómo había llegado a contratar a los Freeman y cómo eran un regalo de Dios y que llevaban ya cuatro años con ella. El motivo por el que llevaban tanto tiempo con ella era porque no los consideraba basura. Eran buena gente del campo. Había llamado al hombre que habían dado como referencia quien les había dicho que el señor Freeman era un buen granjero pero que su mujer era la persona más cotilla de la tierra. —Tiene que meter las narices en todo —dijo el hombre—. Si no es la primera en enterarse de las cosas es porque se ha muerto. Querrá meterse en todos sus asuntos. De él tengo buen concepto, pero ni yo ni mi mujer podríamos haber aguantado a esa mujer ni un solo minuto más en nuestra casa. —La señora Hopewell estuvo indecisa durante unos días. Al final los había contratado porque no había otros candidatos, pero había resuelto de antemano la manera de tratar a esa mujer. Ya que era de esas que tenían que estar en todo, la señora Hopewell había decidido que no solamente le dejaría meterse en todo sino que se ocuparía de que se metiera en todo. Le daría la responsabilidad de todo; sería la encargada. La señora Hopewell no tenía cualidades negativas por sí sola, pero era capaz de usar las de los demás de una manera tan constructiva que nunca las echó en falta. Contrató a los Freeman y llevaban cuatro años con ella. Nadie es perfecto. Ésta era una de las expresiones preferidas de la señora Hopewell. Otra era: “¡Así es la vida!” Y otra, la más importante, era: “Cada uno es libre de opinar”. Soltaba estas frases, normalmente mientras comían, con un tono de suave insistencia, como si ella fuera la única que las decía. La enorme Joy, cuyo estado permanente de indignación le había borrado cualquier insinuación de expresión facial, apartaba la vista, los ojos de un gélido azul, y la mirada de alguien que por acto de voluntad ha conseguido ser ciego y que tiene toda la intención de quedarse así. O’Connor Mother-Child Dyads, The San Francisco School of Psychology. San Francisco: Dissertation.com, 2000, p. 171) (ndt). 5 señora Freeman hubieran penetrado en su rostro para llegar al fondo de algún asunto secreto. Había algo en ella que fascinaba a la señora Freeman, y un día Hulga se dio cuenta de que era su pierna artificial. La señora Freeman tenía una peculiar fijación con los detalles de las infecciones secretas, de las deformidades escondidas, y de los abusos a menores. De las enfermedades, ella prefería las duraderas o las incurables. Hulga había oído a la señora Hopewell darle los detalles sobre el accidente de caza, cómo su pierna había sido literalmente arrancada de cuajo, y cómo nunca perdió el conocimiento. Cada vez que la señora Freeman escuchaba esto, era como si hubiera pasado hacía una hora. Cuando Hulga entraba cojeando en la cocina por las mañanas (la señora Hopewell estaba segura de que podía caminar sin hacer ese ruido espantoso, y sin embargo lo hacía porque era desagradable), les echaba un vistazo sin hablarles. La señora Hopewell vestía un kimono rojo y tenía el pelo recogido en rulos. Sentada a la mesa, terminaba de desayunar mientras la señora Freeman, apoyando el codo en el frigorífico, la miraba. Hulga siempre ponía huevos a hervir y luego permanecía de brazos cruzados frente a ellas, y la señora Hopewell la observaba, una mirada oscilante que repartía entre ella y la señora Freeman, y pensaba que si se cuidara un poco, no sería tan fea. A su cara no le pasaba nada. Con una sonrisa ganaría mucho. La señora Hopewell decía que las personas que veían el lado positivo de la vida eran hermosas, aunque en realidad no lo fueran. Siempre que miraba a Joy así, no podía evitar pensar que habría sido mejor que la chica no hubiera hecho el doctorado. Estaba claro que el título no la había cambiado, y ahora que tenía el título no tenía pretexto para seguir estudiando. A la señora Hopewell le parecía que era bueno que las jóvenes estudiaran con el fin de pasárselo bien, pero que Joy se había excedido. En cualquier caso, no habría tenido fuerza para hacerlo otra vez. Los médicos le habían dicho que, incluso con los mejores cuidados, Joy no pasaría de los cuarenta y cinco. Tenía un corazón delicado. Joy había dejado claro que, de no haber sido por su condición, se habría ido lejos de esas colinas rojizas y la buena gente del campo. Estaría en una universidad dando clases a gente que sí sabía de lo que hablaba. Y a la señora Hopewell no le costaba imaginarla allí: con pinta de espantapájaros, dirigiéndose a otros espantapájaros. Aquí, deambulaba todo el día con una falda de hacía seis años, y una camiseta amarilla con el dibujo desteñido de un vaquero montando a caballo. A ella le hacía gracia; la señora Hopewell, en cambio, pensaba que era ridícula su forma de vestir, y que sólo demostraba que todavía era una niña. Sería 6 muy inteligente, pero no tenía ni una pizca de sentido común. La señora Hopewell opinaba que cada año se parecía menos a las demás personas y más a sí misma – hinchada, grosera y miope. ¡Y decía cosas tan raras! Inesperadamente, y sin tener por qué, en medio de la comida y con la cara morada y la boca medio llena, a su propia madre le había dicho: —¡Mujer! ¿Es que nunca miras en tu interior? ¿Alguna vez miras en tu interior y ves lo que no eres? ¡Por Dios! —había gritado, dejándose caer en la silla nuevamente, mirando su plato—. Malebranche tenía razón: no somos nuestra propia luz! Hasta el día de hoy la señora Hopewell seguía sin entender lo que había provocado esa salida de tono. Ella sólo había dicho, esperando que Joy se diera por aludida, que una sonrisa nunca hacía mal a nadie. La chica se había doctorado en filosofía, lo que había dejado en total desventaja a la señora Hopewell. Uno podía decir: «Mi hija es enfermera», o, «Mi hija es maestra», o incluso, «Mi hija es ingeniero químico», pero no, «Mi hija es filósofo». Eso se había acabado con los griegos y los romanos. Joy se pasaba el día doblada en un sillón, leyendo. A veces paseaba, pero no le gustaban ni los perros, ni los gatos, ni los pájaros, ni las flores, ni la naturaleza, ni los jóvenes amables. Miraba a los jóvenes amables como si pudiera oler su estupidez. Un día la señora Hopewell había cogido uno de los libros que la chica acababa de dejar, y abriéndolo al azar, leyó: «La ciencia, por otra parte, debe reafirmar su seriedad y su lucidez, y declarar que lo único que le importa es lo que existe. La nada, ¿qué otra cosa puede ser para la ciencia, sino horror y fantasmagorías? Si la ciencia está en lo cierto, entonces una cosa es segura: la ciencia no quiere saber nada de la nada. Al final, esa es la concepción rigurosamente científica de la nada: la sabemos en la misma medida en que no queremos saber nada de ella» 3 . Estas palabras se habían subrayado con un lápiz azul y produjeron en la señora Hopewell el efecto de un conjuro diabólico incoherente. Cerró el libro rápidamente y salió del cuarto como si de pronto le hubiera entrado frío. Esa mañana, cuando la chica hizo su aparición, la señora Freeman estaba con el tema de Carramae. —Devolvió cuatro veces después de cenar —dijo—, y se levantó dos veces durante la noche después de las tres de la mañana. Ayer se pasó el día rebuscando en el cajón de la cómoda, mirando a ver si encontraba algo. 3 Estas líneas corresponden a un extracto de la lección pública inaugural de Martin Heidegger «¿Qué es metafísica?» a su entrada en Friburgo, el 24 de julio de 1929 (ndt). 7 —Tiene que comer —musitó la señora Hopewell, sorbiendo su café mientras vigilaba la espalda de Joy frente a la cocina. Se preguntaba lo que la chica le había dicho al vendedor de biblias. No se imaginaba qué clase de conversación podrían haber tenido. Era un joven alto y demacrado, sin sombrero, que había llamado a su puerta el día antes para venderles una biblia. Había aparecido llevando una enorme maleta negra que pesaba tanto que se había tenido que apoyar en el marco de la puerta. Parecía estar al borde del colapso, pero dijo en voz alegre: —¡Buenos días, señora Cedro! —y dejó la maleta sobre el felpudo. No era un joven feo, a pesar de llevar un traje azul brillante y unos calcetines amarillos que le quedaban cortos. Sus pómulos eran prominentes, y un mechón de pelo marrón y pegajoso caía por su frente. —Soy la señora Hopewell —dijo ella. —¡Ah! —dijo, fingiendo estar confuso pero con una mirada pícara—. ¡Vi que ponía ‘Los Cedros’ en el buzón y por eso creí que usted era la señora Cedro! —y soltó una carcajada simpática. Levantó la maleta, y aprovechando el impulso de una tos fingida, se metió en el recibidor. Parecía más bien como si la maleta se hubiera movido primero, arrastrándolo detrás. —¡Señora Hopewell! —dijo, y la cogió de la mano—. ¡Espero que se encuentre bien! 4 —y se rió de nuevo. Su rostro se tornó solemne de golpe. Hizo una pausa y adoptando un tono de sinceridad, dijo: —Señora, he venido a hablar de cosas serias. —Pues bien, pase, —murmuró, no muy contenta porque estaba a punto de comer. El chico entró en el salón, se sentó en el borde de una silla, colocó la maleta entre sus pies y miró hacia la habitación como si con eso estuviera escrutando a la señora Hopewell. La plata brillaba en los dos aparadores; ella concluyó que el chico nunca había estado en una habitación tan elegante como ésta. —Señora Hopewell —comenzó, pronunciando su nombre de una forma casi íntima—, sé que usted cree en la caridad cristiana. —Pues, sí —masculló ella—. —Sé, —dijo, e hizo una pausa, con gesto sabio y la cabeza inclinada hacia un lado— que usted es una mujer buena. Me lo han dicho sus amigos. A la señora Hopewell no le gustaba que la tomaran por tonta. 4 Aquí el vendedor de biblias juega con el apellido de la señora Hopewell. En la versión original le dice, «I hope you are well!» (ndt). 10 cubiertos y también notó que cada poco rato el chico le lanzaba una mirada apreciativa, como si intentara llamarle la atención. Después de comer, Joy recogió la mesa y desapareció, y la señora Hopewell se quedó sola a conversar con él. El chico repitió la historia de su infancia, el accidente de su padre, y varias cosas más que le habían pasado. Cada cinco minutos, más o menos, ella reprimía un bostezo. Se quedó sentado durante dos horas hasta que ella le dijo que tenía que irse porque tenía una cita en el pueblo. Recogió sus biblias, le dio las gracias e hizo ademán de marcharse, pero en la puerta se detuvo, le tendió la mano, y le dijo que durante todos sus viajes no había conocido a una señora tan amable como ella, y le preguntó si podía volver. Ella le contestó que siempre sería bien recibido. Cuando salió, Joy estaba en el camino, y parecía estar mirando algo lejano. Bajó los escalones y se acercó a ella, doblado hacia un lado por el peso de la maleta. Se paró y la miró de frente. La señora Hopewell no pudo escuchar lo que le dijo, pero tembló al pensar lo que Joy le podría contestar. Pudo ver que Joy, un momento después, le dijo algo, y que entonces el chico empezó a hablar otra vez, gesticulando enérgicamente con la mano que tenía libre. Luego, Joy dijo algo más, y de nuevo el chico le contestó. Entonces, sorprendida, vio cómo los dos caminaban juntos hasta el portón. Joy había ido hasta el portón con él, y la señora Hopewell era incapaz de imaginarse lo que podrían haberse dicho, y nunca se atrevió a preguntárselo. La señora Freeman intentaba atraer su atención. Se había desplazado desde el frigorífico hasta el calentador, de tal forma que la señora Hopewell tenía que girarse para que pareciera que la estaba escuchando. —Glynese salió otra vez con Harvey Hill anoche —dijo—. Tenía un orzuelo. —¿Hill no es el que trabaja en el taller? —preguntó la señora Hopewell, distraída. —No, señora, es el que estudia para ser quiropráctico —contestó la señora Freeman. —Pues, ella llevaba dos días con un orzuelo. Me dice que cuando la trajo la otra noche va y le dice: —Déjame que te quite ese orzuelo. Y ella le dice: —¿Cómo? Y él le dice: —Échate en el asiento de atrás y lo verás. Así que le hizo caso y él le estiró el cuello hasta que hizo ‘crak’, y siguió tirando hasta que ella le hizo parar. 11 —Esta mañana —dijo la señora Freeman—, ya no tenía el orzuelo. Ni rastro del orzuelo. —Es la primera vez que lo oigo, —dijo la señora Hopewell. —Pidió que se casara con él por lo civil —prosiguió—, y le dijo que no se iba a casar en ningún despacho. —Glynese es una buena chica. Glynese y Carramae, las dos son buenas chicas, —dijo la señora Hopewell. —Carramae dijo que cuando ella y Lyman se casaron, Lyman dijo que a él le había parecido todo muy sagrado. Ella dijo que él había dicho que no se dejaría casar por un predicador ni por quinientos dólares. —¿Y por cuánto lo haría? —dijo la chica desde la cocina de gas. —Dijo que no lo haría ni por quinientos dólares, —repitió la señora Freeman. —Creo que todas tenemos cosas que hacer, —dijo la señora Hopewell. —Lyman dijo que a él le parecía más sagrado —dijo la señora Freeman—. El médico quiere que Carramae coma más ciruelas pasas, en lugar de tomar medicina. Dice que los calambres vienen de la presión. ¿Sabe de dónde creo que vienen? —Estará mejor dentro de unas semanas, —contestó la señora Hopewell. —De los intestinos, —dijo la señora Freeman—. Si no, no estaría vomitando todo el rato. Hulga había pelado dos huevos, los había puesto en un platito que traía a la mesa con una taza de café, colmada. Se sentó con cuidado y empezó a comer, con la intención de hacerle preguntas a la señora Freeman para retenerla, en caso de que mostrara el deseo de marcharse. Notaba que su madre no le quitaba el ojo de encima, y que lo primero que le preguntaría tendría que ver con el vendedor de biblias. Como no quería que saliera a relucir ese tema, preguntó: —¿Cómo le estiró el cuello? La señora Freeman se puso a describir cómo su cuello había hecho ‘crak’. Dijo que él tenía un Mercury del 55 pero que Glynese había dicho que preferiría casarse con un hombre que no tuviera más que un Plymouth del 36, pero que estuviera dispuesto a que lo casara un predicador. La chica le preguntó qué haría si fuera un Plymouth del 32, y la señora Freeman contestó que Glynese le había dicho que un Plymouth del 36. La señora Hopewell dijo que había pocas chicas con el sentido común de Glynese. Dijo que lo que más admiraba de esas chicas era su sentido común. Dijo que eso le recordaba 12 que el día antes habían recibido una visita muy agradable, de un joven que vendía biblias. —Ay, Señor —dijo—, casi me muero de aburrimiento, pero era tan sincero y auténtico que no pude ser grosera con él. Era de la buena gente del campo, ya sabe, la sal de la vida. —Lo vi llegar —dijo la señora Freeman—, y luego lo vi irse. Y Hulga notó una ligera alteración de su voz, una ligera insinuación de que no se había marchado solo. Su rostro no delataba ninguna emoción, pero le subió el rubor por el cuello, aunque consiguió que bajara con la siguiente cucharada de huevo. La señora Freeman la miraba como si compartieran un secreto. —Hace falta de todo en este mundo —dijo la señora Hopewell—. Es bueno que no seamos todos iguales. —Algunos son más iguales que otros, —sentenció la señora Freeman. Hulga se puso de pie, salió cojeando y cerró la puerta, haciendo mucho más ruido del necesario. Había quedado con el vendedor de biblias a las diez de la mañana en el portón. Se había pasado la mitad de la noche pensando en ello. Al principio, lo veía todo como una gran burla, pero después había empezado a ver sus verdaderas implicaciones. Tumbada en la cama, había imaginado una conversación que en su superficie era absurda, pero que en el fondo alcanzaba una profundidad de la que ningún vendedor de biblias se percataría. Así había sido su conversación el día anterior. Él se había detenido frente a ella, y se había quedado allí plantado. Tenía la cara angulosa, sudorosa y brillante, con una nariz pequeña y puntiaguda en medio. Su aspecto no era el que había tenido durante la comida. La estaba observando con una curiosidad descarada, fascinado, como un niño mirando un nuevo y extraordinario animal en el zoo, y respiraba como si hubiera corrido mucho para llegar hasta ella. Su mirada le resultaba familiar, pero no podía recordar dónde la había mirado de esa manera. Durante casi un minuto, no dijo nada. Después, el chico cogió aire y susurró: —¿Alguna vez has comido un pollo de dos días? La chica le lanzó una mirada glacial. Él podía haber estado sometiendo esta cuestión para su consideración en una asociación filosófica. —Sí —respondió ella al rato, como si lo hubiera considerado desde todos los ángulos. —¡Pues sería muy pequeño! —dijo él con voz triunfante. Su cuerpo tembló, sacudido por unas risitas nerviosas, y se puso colorado. Se calmó sumergiéndose en una mirada de completa admiración, mientras que la expresión de la chica seguía siendo la misma. 15 —No —dijo ella, mirando hacia delante mientras andaba deprisa—. Ni siquiera creo en Dios. Al oír esto, el chico se paró y silbó. —¡No! —exclamó, como si estuviera demasiado sorprendido para decir otra cosa. Ella siguió andando y enseguida lo tenía a su lado, abanicándose con el sombrero. —Eso es muy poco común en una chica —dijo, mirándola de reojo. Cuando llegaron a la entrada del bosque, le volvió a poner la mano en la espalda, la acercó, y sin decir una palabra la besó fogosamente. El beso, que destacaba más por la fuerza de su presión que por su pasión, produjo en Hulga esa carga repentina de adrenalina que hace que una persona sea capaz de sacar un baúl pesado de una casa en llamas, pero en ella, toda esa fuerza se le subió a la cabeza. Aun antes de que él la soltara, su mente, que ya de por sí era lúcida, fría e irónica, lo estaba observando desde una gran distancia con diversión, pero también con lástima. Nunca la habían besado, y le alegró descubrir que no se trataba de una experiencia excepcional y que todo era cuestión de control mental. Habría gente capaz de disfrutar del sabor del agua de alcantarilla si se le dijera que era vodka. Cuando el chico, a la expectativa pero inseguro, la apartó suavemente, ella dio media vuelta y siguió caminando sin decir nada, como si el asunto fuera algo normal para ella. Él, recobrando el aliento, se mantuvo a su lado, intentando ayudarla si veía alguna rama en la que podría tropezarse. Apartaba los largos tallos espinosos, abriéndole paso para que pudiera caminar. Ella iba marcando el camino y él la seguía, resoplando. Luego llegaron a la ladera de una colina soleada que se ondulaba suavemente hasta otra un poco más pequeña. Más allá, podían ver el tejado oxidado del viejo granero donde se almacenaba el heno de reserva. La colina estaba punteada de pequeñas hierbas de color rosa. —Entonces, ¿no estás salvada? —preguntó él de repente y se detuvo. La chica le sonrió. Era la primera vez que le sonreía. —Según lo veo, yo estoy salvada y tú condenado, pero ya te dije que no creía en Dios. Nada parecía mermar la admiración que el chico le mostraba. La miraba ahora como si ese extraordinario animal del zoo hubiera sacado sus garras por las rejas y lo hubiera dado un manotazo cariñoso. Ella supuso que la quería besar otra vez así que se echó a andar para que no tuviera la oportunidad. —¿No hay ningún sitio donde podamos sentarnos? —murmuró él, con una voz cada vez más tierna. 16 —En aquel granero —dijo ella. Se dieron prisa, como si el establo fuera a ponerse en marcha y desaparecer como un tren. Era una construcción amplia de dos plantas, fría y oscura en su interior. El chico señaló la escalera que conducía al pajar y dijo: —Es una pena que no podamos subir allí. —¿Y por qué no? —preguntó ella. —Tu pierna —contestó él respetuosamente. La chica le lanzó una mirada de desprecio, y agarrando con las dos manos la escalera, subió, mientras él se quedó abajo, aparentemente estupefacto. Ella pasó con agilidad por la abertura, lo miró desde arriba y dijo: —Bueno, ¿a qué esperas? —y él empezó a subir con más torpeza, ya que llevaba la maleta. —No necesitaremos la Biblia —dijo ella. —Nunca se sabe —dijo, resoplando. Cuando llegó al pajar, tardó un poco en reponerse. Ella se había sentado sobre un montón de paja. Un ancho rayo de sol lleno de partículas de polvo la alcanzaba de refilón. Se reclinó sobre un saco con la mirada vuelta hacia la abertura del granero por donde se lanzaban los sacos desde un camión. Las dos laderas punteadas de rosa se apoyaban sobre una oscura hilera de árboles. El cielo estaba despejado y de color azul gélido. El chico se dejó caer a su lado y, le pasó un brazo por debajo y otro por encima y empezó a besarle la cara metódicamente, haciendo pequeños ruidos de pez. No se quitó el sombrero, pero lo había echado hacia atrás para que no interfiriera. Cuando las gafas de Hulga le estorbaron, se las quitó y las metió disimuladamente en el bolsillo. Al principio, la chica no le devolvía los besos, pero al rato empezó a responder, y después de besarle varias veces en la mejilla, llegó a sus labios y se quedó allí, besándolo una y otra vez como si estuviera intentando dejarlo sin respiración. Su aliento era limpio y dulce, y sus besos eran pegajosos como los de un niño. Él murmuró algo sobre el amor, que nada más verla sabía que la amaba, pero el murmullo era como las quejas somnolientas de un niño mientras lo duerme su madre. Mientras tanto, la mente de la chica nunca se paró ni cedió a sus sentimientos. —No me has dicho que me quieres —susurró él, separándose de ella—. Me lo tienes que decir. Ella apartó la mirada y la dejó vagar por el cielo vacío y luego por una cordillera negra, y después, todavía más abajo por lo que parecían dos lagos verdes y rebosantes de agua. 17 No se había dado cuenta de que le había quitado las gafas, aunque incluso con ellas habría sido difícil que este paisaje le llamara la atención ya que rara vez se fijaba en su entorno. —Tienes que decirlo —repitió—. Tienes que decir que me amas. Ella siempre tenía cuidado de no pillarse los dedos. —En cierto modo —empezó—. Si usara esas palabras en un sentido amplio, podría ser. Pero no son palabras que acostumbre a usar. No me hago ilusiones. Soy una de esas personas cuya mirada atraviesa la apariencia de las cosas hasta llegar a la Nada. El chico frunció el ceño. —Tienes que decirlo. Yo ya lo dije y ahora tienes que decirlo tú. La chica lo miró, casi con ternura. —Pobrecito —murmuró—. Es mejor que no lo entiendas —y lo agarró del cuello, aplastando su cara contra su cuerpo. —Todos estamos condenados. Pero algunos nos hemos quitado las vendas de los ojos y hemos visto que no hay nada que ver. Es una especie de salvación. Los ojos atónitos del chico miraban sin ver los mechones de su pelo. —Vale —dijo, casi gimoteando—, ¿pero me quieres o no? —Sí —dijo, y añadió: —En cierto sentido. Pero tengo que decirte algo. No tiene que haber nada deshonesto entre nosotros. Levantó la cabeza y le miró a los ojos: —Tengo treinta años. Tengo varios títulos universitarios. El chico parecía estar molesto, aunque siguió en su empeño. —No me importa —dijo—. No me importa nada lo que hayas hecho. Sólo quiero saber si me quieres o no, y la agarró y cubrió su cara fervientemente con besos hasta que ella dijo: —Sí, sí. La soltó y dijo: —Vale. Entonces, demuéstramelo. Ella sonrió, mirando abstraída el paisaje engañoso. Lo había seducido sin ni siquiera habérselo propuesto. —¿Cómo? —le preguntó, con la intención de darle largas. Él se inclinó y acercó sus labios a su oído. —Enséñame dónde se ata tu pierna de palo —susurró. La chica soltó un grito pequeño y agudo y al instante su cara había perdido todo el color. No fue la obscenidad de esta sugerencia lo que la horrorizó. De pequeña había sido presa de la vergüenza, pero largos años de estudios le habían borrado los últimos vestigios de pudor, como lo hace un buen cirujano con un cáncer. Lo que él le pedía no 20 —¡No pensarás que creo en toda esa mierda! ¡Puede que venda biblias pero sé por dónde van los tiros y no nací ayer y sé adónde voy! —Dame la pierna —aulló. Él pegó un saltó tan rápido que apenas lo vio meter la baraja y la cajita azul en la biblia y arrojar la biblia a la maleta. Lo vio agarrar la pierna, y luego, durante un instante, la vio colocada en diagonal dentro de la maleta, una biblia en cada extremo. El chico cerró la tapa de un golpe seco, cogió la maleta y la lanzó por la abertura, y se fue tras ella. Cuando solamente se le veía la cabeza, se volvió y la contempló con una mirada que ya no era de admiración. —He conseguido muchas cosas interesantes —dijo—. Una vez, de la misma manera, conseguí el ojo de cristal de una mujer. Y no te molestes en intentar pillarme porque Pointer no es mi nombre verdadero. Con cada visita me pongo un nombre distinto, y nunca me quedo mucho. Y te diré otra cosa, Hulga, —era evidente que no le tenía mucho aprecio a su nombre—, no eres tan lista. ¡Yo llevo creyendo en nada desde que nací! —y el sombrero de color tostado desapareció por el agujero, y la chica se quedó sentada sobre la paja, envuelta en una luz polvorienta. Cuando volvió su cara desencajada hacia la abertura, vio una forma azul que avanzaba, aunque con dificultad, por lo que parecía un lago verde salpicado de flores. La señora Hopewell y la señora Freeman, que estaban en el campo de atrás arrancando cebollas, lo vieron salir del bosque un poco más tarde, y dirigirse por la pradera hacia la carretera. —Pero si parece ese chico tan simpático y tan soso que intentó venderme una biblia ayer —dijo la señora Hopewell, cerrando un poco los ojos para verlo mejor—. Estaría intentando venderles una a los negros de aquella granja. Era tan simplón —dijo ella—, pero creo que el mundo sería mucho mejor si todos fuéramos así de simples. La mirada de la señora Freeman lo alcanzó justo antes de que desapareciera detrás de la colina. Luego volvió su atención a la apestosa cebolla que arrancaba del suelo. —Hay quienes no pueden ser tan simples —dijo—. Yo sé que nunca podría serlo 6 . 6 Añadimos los comentarios de la escritora sobre las interpretaciones de este cuento y sus correcciones porque creemos que pueden ser una ayuda para entender el sentido de este relato y de algunos de los extremos de su escritura: «... Acerca de ‘La buena gente del campo’, déjame decir que no estás leyendo el relato. ¿De dónde sacas la idea de que la necesidad de Hulga de adorar ‘florece’ en’La buena gente del campo’? ¿O que nunca había tenido fe anteriormente? ¿O que nunca había amado a nadie antes? No se dice nada de eso en el relato. Ella despreciaba al vendedor de biblias hasta que descubrió que él le despreciaba a ella. Aquí no «florece» nada a no ser su descubrimiento de que no es tan lista. No se dice nunca que haya tenido fe, pero queda implícito que su buena educación la ha librado de ella, que la pureza ha sido anulada por el orgullo intelectual merced a su buena educación. Además, no se dice que nunca 21 haya amado a nadie, sólo que nadie la ha besado, algo muy distinto. Y, por supuesto, yo misma te he despistado al decirte que Hulga es como yo. También lo es Nelson, Hazel y Enoch, pero no puedes leer un relato a partir de lo que deduces de una carta. Ni, repito, puedes leer al autor a partir del relato, a pesar de lo que diga la hermana Sewell. Puedes, pero no debes; mira a T. S. Eliot. Que mis relatos pongan de manifiesto que nunca he consentido estar enamorada de nadie es simplemente una prueba de que manifiestan una inexactitud histórica. Dios me ha ayudado a consentirlo con frecuencia. Ahora, que Hulga te resulte repugnante sólo la hace más creíble. Recibí una carta de un hombre que decía que Allen Tate estaba equivocado en referencia al relato, pues Hulga no era «un alma mutilada», era como todos nosotros. Terminaba la carta diciendo que estaba enamorado de Hulga y esperaba que algún día ella aprendiera a amarle a él. Curioso. Yo sigo sin estar de acuerdo contigo o con este caballero, sino con Allen Tate. Un alma mutilada es un alma mutilada. También te he confundido al hablar de técnica como si fuese algo que pudiese ser separado del resto del relato. Por supuesto, la técnica no funciona en absoluto excepto con un material creíble. Había un menor control técnico consciente en ‘La buena gente del campo’ que en cualquier otro relato que haya escrito. La técnica funciona mejor cuando es inconsciente, y en este caso era inconsciente». Cf. Flannery O’Connor, El hábito de ser, Sígueme, Salamanca, 2004, p. 147 (nde).
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