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Leve historia del mundo de Marcos Taracido: Una exploración de la historia y el horror - P, Apuntes de Historia

Extractos de la obra 'leve historia del mundo' de marcos taracido, una colección de textos que explora la historia y el horror con una precisión y delicadeza única. El autor nos invita a viajar a través del tiempo, recordando momentos de nuestra infancia y enfrentando nuestros miedos más primordiales. Las imágenes de hilario barrero acompañan el texto, creando un conjunto visual y literario que deja una sensación de paz y comprensión. Una invitación a reflexionar sobre nuestra propia experiencia de la vida y el pasado.

Tipo: Apuntes

2013/2014

Subido el 31/05/2014

nick_das_gothen
nick_das_gothen 🇪🇸

3.5

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¡Descarga Leve historia del mundo de Marcos Taracido: Una exploración de la historia y el horror - P y más Apuntes en PDF de Historia solo en Docsity! 2 3 Leve historia del mundo Marcos Taracido Leve historia del mundo Marcos TaracidoColeCCión Poesía LdN ` dirección de la colección María José Hernández lloreda Texto Marcos Taracido Imágenes Hilario Barrero Maquetación óscar Villán libro de notas, 2008 Licencia Creative Commons c (Reconocimiento – no comercial – Sin obras derivadas) el proyecto de edición de Libro de Notas busca aunar textos de calidad con un formato y diseño adecuados a la lectura en or- denador y otros dispositivos alternativos. Todos los libros es- tán disponibles para descarga libre, pero pedimos que se apoye nuestra labor editorial y el trabajo de los autores –sólo en el caso de que te haya gustado el libro– con una donación cuyo mínimo hemos fijado en un euro. donar. Ilustraciones de Hilario Barrero w 10 11 Autobiografía Recordó cómo de pequeño se ocultaba tras las piernas de su madre cuando veía un viejo. Un miedo irracio- nal paralizaba sus miembros, y repugnaba los besos y caricias de esas pieles gastadas y vellosas, y el resuello roto y violento como un viento de invierno. La miró a su lado vencida del sueño, ajada, desarmada la boca y entreabierta como se queda en los muertos, los dedos conquistados por montañas, el pelo casi pétreo, los ojos hundidos como socavones… y la abrazó otra vez para sentirse vivo. Naufragio en las entrañas Afanosamente trataba de recordar su nacimiento. Via- jaba con paciencia hacia el pasado, por los recuerdos de su infancia retroactivamente, pero apenas sí llega- ba a algún destello de sus primeros balbuceos e inten- tos de erguirse, lejanos al momento impreciso en que vino a la vida. Intentaba entonces entender su muer- te: imaginar el momento en que su cerebro se durmie- se, comprender el vacío o el abismo que siguiese a la evaporación del destello. En el fracaso, comprendió el universo. 12 13 Propiedad de los mapas Al inclinarse para estirar los pliegues y arrugas de la sábana observó una leve mancha en el centro de la cama, un punto informe que separaba las siluetas de los cuerpos aún marcadas como una pisada sobre la tierra húmeda. Se le agolparon entonces todas las no- ches secas y los días mórbidos y ajenos y vio con clari- dad en ese tizne extraño que hacía mucho tiempo que se acabara el mundo. Revisión de la tortura Esperaban su firma, y asía ya la pluma a escasos cen- tímetros del papel, y entonces recuperó en el pecho todo el pánico que cada noche le acompañaba de niño, cuando sacaba sus brazos por el hueco de la ventana hacia la oscuridad y palpaba en busca de las contras que había de cerrar, y un escalofrío le atravesaba los dedos hasta el codo y gritaba para sí que ninguna mano le agarrase las muñecas desde las tinieblas. 14 15 La casa encendida Subió las escaleras, introdujo la llave en la cerradura y giró al tiempo la manilla con la mano izquierda, y en el preciso instante en que cedió la puerta le llegó de dentro de la casa la composición de todas las estan- cias, los lugares vacíos, cada mueble, cada libro en su sitio, su hueco en el tresillo, sus pies en la alfombra, su mano en el teléfono y su voz repitiendo las mismas palabras, y sus ojos recibiendo los mismos estímulos, uno tras otro, sin tregua, como un castigo de la luz. Cerró tras de sí y quebró la llave con el puño. Lenta desintegración del átomo Durante un instante volvió a ver en sus ojos la preci- sión y la memoria, y en ese parpadeo estaban él y los otros y el entorno, y esa mirada que se perdió de nuevo en la turbia nebulosa del olvido le permitió afrontar otros lustros de espera baldía. 20 21 Fugacidad de las fuentes Apenas mozo imberbe, se sentó en el borde que dis- tinguía la arena ajena a la humedad de las olas, y des- de ahí asistió durante horas al vaivén de la marea, que rozaba sus zapatos en su punto más álgido y se alejaba con la reincidente lentitud de las estaciones para volver de nuevo y para irse. Guardó ese fragor monótono como se lleva un trauma en cada paso, y ya promediada su vida percibió la invitación de la marea en las caderas de un animal hermoso que se marchó con el día. Arte poética Observaba los restos del naufragio desde lo alto del acantilado. Los otros niños rebuscaban entre las cajas abiertas y astilladas, agrupaban ropas y utensilios y, los más audaces, se allegaban a las rocas con el agua por la cintura para arrancar algún trofeo allí adherido. El prefería imaginar el ataque del monstruo húmedo y algado elevándose sobre el madero y arrancando uno a uno a los hombres de cubierta con sus brazos florea- dos de espuma, para engullir finalmente la nave entera y escupir, hacia la orilla, los huesos y aparejos de mala digestión. 22 23 Angostura del hueco Le fascinaban las tormentas. Cuando llegaba una se abalanzaba a la calle buscando el encuentro, con la es- peranza intensa de que el viento o el rayo la llevasen a Oz. Nunca pasó nada. Horizonte final Durante toda su niñez su entorno se acababa con el atardecer: entonces, la niebla iba comiendo poco a poco todos los alrededores hasta dejar su casa como un islote entre la nada; sólo al despertar por la maña- na comprobaba que misteriosamente todo había vuel- to a aparecer. Ya muy lejos en el espacio y en el tiempo, mientras la violaban brutalmente una y otra vez, vio llegar la niebla, espesa, pegajosa y pesada como las mantas con que la tapaba su abuela, y ya no hubo brisa ni viento ni amanecer que la disipase. Crónica de la Ofuscación 30 31 Disolución de la jauría Era efímera su estancia en las ciudades. Se empleaba en los muelles o en las obras para labores de un día; comía siempre en lugares distintos y apartados entre sí, y buscaba el cobijo de los parques para el sueño, o las múltiples entrañas que abrían las urbes para su descanso. Cuando notaba en algún rostro que ya no era un extraño, abandonaba la villa hacia otro destino. Semper eadem Cuidaba la herida como quien mima durante años un arbusto. Cada día retiraba la venda, limpiaba el pus y la podedumbre expelida y observaba el hueco con una linterna: las reverberaciones en la carne, las rugosida- des y adherencias de la cercenación, el hueso al fondo. Frotaba entonces con un paño las paredes de la cavidad buscando que brotase sangre roja y terminaba aplican- do un emplasto que evitase el desarrollo de gérmenes nocivos. Finalmente vendaba la herida, como un niño que envuelve en trapos a un pajarillo para curarle el ala rota. 32 33 Otoño del páramo Localizó la cana en la maraña del pecho y la arrancó de un tirón seco; siguió a la aflicción intensa y breve una melancolía del cuerpo y una paz que se desvaneció con los últimos murmullos del dolor. Cogió entonces unas pinzas y comenzó a arrancarse el vello como se limpian las hebras excedentes de la madeja; el torso, las piernas, los antebrazos, la cabeza, el pubis, las ce- jas y pestañas… y se contorsionó con desesperación creciente en busca de alguna brizna oculta, y cuando hubo acabado la depilación, exhausto y débil, ofreció su desnudez ante el espejo, y tuvo frío en el desasosiego. Locuacidad de la tinta Escogió un extraño dibujo sin forma y se lo mandó tatuar en el antebrazo. Cuando curaron las heridas y vio la ilustración fundida con su carne le pareció que la tinta amorfa era ahora una boca abierta y dentada desagradable a la vista. Esa misma noche comenzó a sentir unos pinchazos bajo el tatuaje que acrecenta- ron su intensidad con el paso de la horas hasta ha- cerse insoportables: sentía que le arrancaban la carne a dentelladas; sin demora, con una cuchilla retiró las capas de piel necesarias para extirpar los barnices, pero el daño parecía huir bajo las venas y los huesos, de modo que en la desesperación agarró un machete y se cercenó el brazo bajo el codo. Cuando, meses des- pués, cicatrizaron las heridas vio que la apariencia del muñón era una boca entreabierta. 34 35 Dolor de las córneas Tenía la sensación constante de que alguien le acom- pañaba a sus espaldas. A veces incluso le parecía sen- tir como una leve mancha del aliento de otro sobre el dorso, y en momentos precisos esperaba con certeza una mano en el hombro o una palabra que le violen- tase el pelo. Pero no se giraba. Temía que sus ojos tu- viesen la profunda tristeza del invierno, o temía no ver sino un éter azulado y fugitivo; le aterraba una ausencia de boca en el rostro, o que fuese ella y no pudiese abrazarla. Y temía volverse y no ver nada. Postrera sombra Quería para sí la condición de los espectros. Pasaba las horas acurrucado entre los nichos y las lápidas, in- móvil, como un cuervo enfermo. Esperaba sentir en el vello un viento helado, o que una lengua cálida le recorriese el estómago, que poco a poco notase el aire desplomado y el silencio, y una ingravidez de miles de cuerpos le cubriese. Pero sólo sentía putrefacción bajo los cementerios. 40 41 Artesanía Manejaba el odio con la ductilidad con que se mueve el líquido embolsado. Habitualmente lo ocultaba, y el aborrecimiento y la aversión viajaban invisibles por la corriente sanguínea, atemperados hasta el punto de ser sólo un levísimo hormigueo en las entrañas. Pero a veces lo llamaba como a un perro, y notaba el rencor bullendo en las arterias, y se le hinchaba en el cuerpo y le llegaba esa ira programada hasta los de- dos, y como un disparo se le iba toda por las yemas para impregnarse en algún cuello. Inutilidad del embozado Durante toda su vida se esforzó en ocultarlo; reprimió sus instintos, abortó decenas de proyectos, sintió in- finidad de veces el ardor de la impotencia en su estó- mago, censuró sus gestos e impulsos y vivió, en fin, semienterrado. En el sepelio su secreto hervía en las murmuraciones. 42 43 Opacidad de Homero Carecía de músculos faciales. La flacidez del rostro mudo e impasible provocaba miedo y rechazo en quien lo miraba, y acostumbrado al perímetro de ho- rror que acarreaba promovió una soledad plácida y plena, que sólo comenzó a degradarse cuando unos ojos le inundaron todo el cuerpo. Entonces, cualquier palabra fue el grito acartonado de una máscara: es- pectacular, silencioso y ficticio. Veracidad de la impostura Recogió el semen de su pecho y lo extendió como un aceite por sus manos, palpándolo y deshaciendo su es- pesura entre los dedos y cubriendo con él las líneas y los montes de las palmas, y así ungido se acarició la cara tapando cada poro, y se ovilló contra su espalda. 44 45 Ritual de la jauría Tras una contemplación indecisa y silenciosa, se ade- lantó y pisó uno de los huevos con torpeza, y se apartó corriendo como se salta a una trinchera. Entre los cas- carones, un cuerpo contrahecho y húmedo entreabría el pico en espamos de intermitencia irregular. Obser- varon los ojos enormes y estáticos, la contracción del cuerpo como un fuelle roto, las alas que eran brazos desnudos y ateridos. La más pequeña del grupo cogió una piedra enorme para sus dedos diminutos y la dejó caer sobre los restos, y todos se marcharon despacio, frenando la carrera. El animal del desasosiego Buscaba en él el roce de sus pies como fruta pelada, y se arrimaba a su espalda y a sus nalgas, y se movía li- gerísimamente como un péndulo esperando que la ca- ricia del vello y los pezones erizados desperezasen su piel, como una niña que cada verano intenta escuchar el mar en las entrañas de la caracola. 50 Adherencia del miedo Imaginó que sus jadeos brutales eran suspiros de placer, que los embates que rasgaban su vagina eran vaivenes de su hermosa espalda, que las manos que aplastaban sus muñecas eran los dedos largos y del- gados que acostumbraba a entrelazar bajo su cuerpo, que el sudor que goteaba y quemaba sus labios, caía del pelo lavado y oscuro al que ella se aferraba en la pasión, y poco a poco transformó el dolor seco y el miedo hasta el orgasmo que ya nunca jamás volvería a conocer. Crónica de la Desaparición 54 55 Variaciones sobre un tema de Alan Parker I Subió al piso treinta y uno y se encaramó a la azotea. Tardó cuatro horas en clavarse por todo el cuerpo, una a una, las centenas de plumas que durante tres meses había recogido en el parque. Cuando acabó, emplumada desde el cuello hasta las rodillas, la san- gre había teñido de rojo las péndolas más bajas. Saltó al vacío. Durante treinta pisos voló como un pájaro entre los olivares y los despeñaderos, y apenas a unos metros del suelo miró hacia arriba y vio una estela que se había descolgado de su figura y cubría el aire hasta los tejados de plumas gravitando como un remolino blanco en despedida, y justo antes del impacto tuvo el tiempo suficiente para ver con angustia cómo el últi- mo cañón se despredía de su mano y moría persona. Variaciones sobre un tema de Alan Parker II Quisiera haber sido un pájaro. Ahora, desde la azotea en la que había decidido acercarse al menos al vuelo en sus últimos segundos de vida, lamentaba todos los años perdidos en el deseo imposible, el aislamiento, la ridícula ansiedad por el plumaje y el vencimiento completo de la gravedad. Desde la dolorosa lucidez se impulsó al vacío y ni siquiera pudo disfrutar del vuelo, tomada como estaba por la certidumbre de la muerte. El golpe fue violento; sin embargo ella sólo notó una leve desazón de huesos, y una ligereza progresiva en el pecho, como si se liberase por un hueco toda la pre- sión acumulada en su mundo. Desde la inmovilidad, vio su cuerpo reflejado en un escaparate, y reconoció en su silueta encogida la mortandaz lánguida y seca de los estorninos, la rigidez mórbida de las gaviotas, la opacidad de la mirada de los cuervos. Y fue feliz en el acabamiento. 60 61 Relatividad del vértigo Vio que su caída había arrastrado a los otros miem- bros del equipo, y percibió en la escena cierto pare- cido a las burbujas de jabón que le lanzaba su madre hacia la cara, y en la espera del golpe que la convertiría en una muñeca desmañada, pensó que nunca tendría que haber mirado al tortuoso y sucio túnel que era su pasado mientras estaba anclada en aquella cornisa a siete mil metros de altitud y con cuatro desdichados atados a su espalda. Hábito del notario Sacaba instantáneas del desastre. Interrumpía dispu- tas para fotografiar el llanto o las vesículas crecidas con la ira y el dolor; retrataba las heridas de los niños antes de la cura y obtenía imágenes de los muertos y la lenta desintegración de los recuerdos en los cemente- rios. Después, situaba las fotografías por riguroso or- den temporal, entre los cumpleaños, las comuniones y los viajes del album familiar. 62 63 Sepsis del espectro Apenas la notaba ya. Antes estaba en todas las estan- cias, a su lado en el sofá, rozando levemente el hom- bro; en la entrada, con una sonrisa que se quedaba en el aire como el humo, y en el calor tenue de la cama, o le tiraba la sal en la cocina como se deja una nota en el espejo. Pero ahora era apenas un aullido lejano e inconstante que llegaba con un viento helado que arrasaba la casa y le erizaba el cuerpo, y le dejaba de- sastrado y estéril, puro deseo de la ausencia. Réplica del hombre muerto (Variaciones sobre un tema de Horacio Quiroga) No hubo dolor, ni sintió un crujido ni el temblor ínti- mo de los huesos demolidos, pero supo resquebrajada su columna. Estaba inmóvil sobre el tronco, boca arri- ba, como un escorzo grotesco, una pierna doblada en remolino y un brazo como ahogándole el cuello, con la mano vuelta hacia el cielo. No había nadie en el pá- ramo, y sabía que nadie llegaría en varios días. Oyó el zumbido de las moscas y quiso notarlas como buitres arrancándole la carne. Llegaron alimañas, y tras horas de lentas acechanzas supo que empezaban a comerse sus extremidades por pequeños y bruscos vaivenes, súbitos desplazamientos que modificaban levemente su campo de visión. Temió recuperar la movilidad del cuello y poder verse devorado. No le extrañó la certi- dumbre de la muerte; vio como un destello una man- díbula rojiza y goteante e imaginó su cuerpo en los es- tómagos, las heces, la hierba, la tierra y subiendo por la savia hasta las copas de los árboles. Pero entonces pensó que quizás, alguien, quizás llegase hasta el pa- raje y le observase en aquella postura, roto, ridículo, comido, como una marioneta vejada y blanca, y deseó hasta su muerte con angustia poder mover las piernas y los brazos lo suficiente para ocultarse de otros ojos. 64 65 Quiebro de la luz Instantes antes de sumergirse en el infierno pudo ob- servar con ternura toda la belleza del pequeño cuerpo destrozado entre el amasijo de hierros. Recreación del miedo Al retirar uno de los cuerpos que acababa de caer en la trinchera vio los guijarros. Se agachó, cogió un pu- ñado, y comenzó a lanzarlos sobre un pequeño mon- tículo, imaginando que bombardeaba las posiciones enemigas. Mientras las piedras levantaban diminutas nubes de polvo en la colina ilusoria sus manos aban- donaron el continuo seísmo, se libró en el pecho de la presión sorda y, después de meses, los músculos ce- dieron como una marioneta en reposo. Hasta que un estallido más cercano le cubrió los ojos de arenilla, y el estruendo borró de golpe en sus oídos las explosiones y los gritos de ficción, y lo trajo al mundo.
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