¡Descarga Texto sobre Walter benjamin y más Ejercicios en PDF de Fotografía solo en Docsity! Pequeña historia de la fotografía. Walter Benjamin La niebla que cubre los comienzos de la fotografía no es ni mucho menos tan espesa como la que se cierne sobre los de la imprenta; resultó más perceptible que había llegado la hora de inventar la primera y así lo presintieron varios hombres que, independientemente unos de otros, perseguían la misma finalidad: fijar en la «camera obscura» imágenes conocidas por lo menos desde Leonardo. Cuando tras aproximadamente cinco años de esfuerzos Niepce y Daguerre lo lograron a un mismo tiempo, el Estado, al socaire de las dificultades de patentización legal con las que tropezaron los inventores, se apoderó del invento e hizo de él, previa indemnización, algo público. Se daban así las condiciones de un desarrollo progresivamente acelerado que excluyó por mucho tiempo toda consideración retrospectiva. Por eso ocurre que durante decenios no se ha prestado atención alguna a las cuestiones históricas o, si se quiere, filosóficas que plantean el auge y la decadencia de la fotografía. Y si empiezan hoy a penetrar en la consciencia, hay desde luego para ello una buena razón. Los estudios más recientes se ciñen al hecho sorprendente de que el esplendor de la fotografía — la actividad de los Hill y los Cameron, de los Hugo y los Nadar— coincida con su primer decenio. Y este decenio es precisamente el que precedió a su industrialización. No es que en esta época temprana dejase de haber charlatanes y mercachifles que acaparasen, por afán de lucro, la nueva técnica; lo hicieron incluso masivamente. Pero esto es algo que se acerca, más que a la industria, a las artes de feria, en las cuales por cierto se ha encontrado hasta hoy la fotografía como en su casa. La industria conquistó por primera vez terreno con las tarjetas de visita con retrato, cuyo primer productor se hizo, cosa sintomática, millonario. No sería extraño que las prácticas fotográficas, que comienzan hoy a dirigir retrospectivamente la mirada a aquel floreciente período preindustrial, estuviesen en relación soterrada con las conmociones de la industria capitalista. Nada es más fácil, sin embargo, que utilizar el encanto de las imágenes que tenemos a mano en las recientes y bellas publicaciones de fotografía antigua para hacer realmente calas en su esencia. Las tentativas de dominar teóricamente el asunto son sobremanera rudimentarias. En el siglo pasado hubo muchos debates al respecto, pero ninguno de ellos se liberó en el fondo del esquema bufo con el que un periodicucho chauvinista, Der Leipziger Stadtanzeiger, creía tener que enfrentarse oportunamente al diabólico arte francés. «Querer fijar fugaces espejismos, no es sólo una cosa imposible, tal y como ha quedado probado tras una investigación alemana concienzuda, sino que desearlo meramente es ya una blasfemia. El hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, y ninguna máquina humana puede fijar la imagen divina. A lo sumo podrá el artista divino, entusiasmado por una inspiración celestial, atreverse a reproducir, en un instante de bendición suprema, bajo el alto mandato de su genio, sin ayuda dc maquinaria alguna, los rasgos humano‐divinos. Se expresa aquí con toda su pesadez y tosquedad ese concepto filisteo del arte, al que toda ponderación técnica es ajena, y que siente que le llega su término al aparecer provocativamente la técnica nueva. No obstante, los teóricos de la fotografía procuraron casi a lo largo de un siglo carear‐se, sin llegar desde luego al más mínimo resultado, con este concepto fetichista del arte, concepto radicalmente antitécnico. Ya que no emprendieron otra acción que la de acreditar al fotógrafo ante el tribunal que éste derribaba. Un aire muy distinto corre en cambio por el informe con el que el físico Arago se presentó el 3 de julio de 1839 ante la Cámara de los Diputados en defensa del invento de Daguerre. Lo hermoso en este discurso es cómo conecta con todos los lados de una actividad humana. El panorama que bosqueja es lo bastante amplio para que resulte irrelevante la dudosa justificación de la fotografía ante la pintura (justificación que no falta en el discurso) y para que se desarrolle incluso el presentimiento del verdadero alcance del invento. «Cuando los inventores de un instrumento nuevo lo aplican a la observación de la naturaleza, lo que esperaron es siempre poca cosa en comparación con la serie de descubrimientos consecutivos cuyo origen ha sido dicho instrumento.» A grandes trazos abarca este discurso el campo de la nueva técnica desde la astrofísica hasta la filología: junto a la perspectiva de fotografiar los astros se encuentra la idea de hacer fotografías de un corpus de jeroglíficos egipcios. Las fotografías de Daguerre eran placas de plata iodada y expuestas a la luz en la cámara oscura; debían ser sometidas a vaivén hasta que, bajo una iluminación adecuada, dejasen percibir una imagen de un gris claro. Eran únicas, y en el año 1839 lo corriente era pagar por una placa 25 francos oro. Con frecuencia se las guardaba en estuches como si fuesen joyas. Pero en manos de no pocos pintores se transformaban en medios técnicos auxiliares. Igual que setenta años después Utrillo confeccionaba sus vistas fascinantes de las casas de las afueras de París, no tomándolas del natural, sino de tarjetas posta‐les, así el retratista inglés, tan estimado, David Octavius Hill, tomó como base para su fresco del primer sínodo general de la Iglesia escocesa en 1843 una gran serie de retratos fotográficos. Pero las fotos las había hecho él mismo. Y son éstas, adminículos sin pretensión alguna destinados al uso interno, las que han dado a su nombre un puesto histórico, mientras que como pintor ha caído en el olvido. Claro que algunos estudios, imágenes humanas anónimas, no retratos, introducen en la nueva técnica con más hondura que esa serie de cabezas. Estas las había, pintadas, hacía tiempo. En tanto que seguían siendo propiedad de una familia, surgía a veces la pregunta por la identidad de los retratados. Pero tras dos o tres generaciones enmudecía ese interés: las imágenes que perduran, perduran sólo como testimonio del arte de quien las pintó. En la fotografía en cambio nos sale al encuentro algo nuevo y especial: en cada pescadora de New Haven que baja los ojos con un pudor tan seductor, tan indo‐lente, queda algo que no se consume en el testimonio del arte del fotógrafo Hill, algo que no puede silenciarse, que es indomable y reclama el nombre de la que vivió aquí y está aquí todavía realmente, sin querer jamás entrar en el arte del todo. «Y me pregunto: ¿cómo el adorno de esos cabellos y de esa mirada ha enmarcado a seres de antes?; ¿cómo esa boca besada aquí en la cual el deseo se enreda locamente tal un humo sin llama?» (1). 0 echémosle una ojeada a la imagen de Dauthendey el fotógrafo, el padre del poeta, en tiempos de su matrimonio con aquella mujer a la que un día, poco después del nacimiento de su sexto hijo, encontró en el dormitorio de su casa de Moscú con las venas abiertas. La vemos junto a él que parece sostenerla; pero su mirada pasa por encima de él y se clava, como expertos esperan que la cámara oscura (quiero decir la copia de las imágenes que aparecen en ella) pueda ayudarles a reproducirlo con exactitud ». En el preciso instante en que Daguerre logró fijar las imágenes de la cámara oscura, el técnico despidió en ese punto a los pintores. Pero la auténtica víctima de la fotografía no fue la pintura de paisajes, sino el retrato en miniatura. Las cosas se desarrollaron tan aprisa que ya hacia 1840 la mayoría de los innumerables miniaturistas se habían hecho fotógrafos profesionales, por de pronto sólo ocasionalmente, pero enseguida de manera exclusiva. Las experiencias de su ganapán original les beneficiaron, y es a su previa instrucción artesana, no a la artística, a la que hay que agradecer el alto nivel de sus logros fotográficos. Esta generación de transición des‐ apareció muy paulatinamente; porque sí que parece que una especie de bendición bíblica reposa sobre estos primeros fotógrafos: los Nadar, Stelzner, Pierson, Bayard se acercaron todos a los noventa o cien años. Por último los comerciantes se precipitaron de todas partes sobre los fotógrafos profesionales, y cuando más tarde se generalizó el uso del retoque del negativo (con el que el mal pintor se vengaba de la fotografía), decayó el gusto repentinamente. Era el tiempo en que empezaban a llenarse los álbumes de fotos. Se encontraban con preferencia en los sitios más gélidos de la casa, sobre consolas o taburetes en los recibimientos: las cubiertas de piel con horrendas guarniciones metálicas, y las hojas de un dedo de espesor y con los cantos dorados; en ellas se distribuían figuras bufamente vestidas o envaradas: el tío Alex o la tita Rita, Margaritina cuando era pequeña, papá en su primer año de Facultad, y, por fin, para consumar la ignominia, nosotros mismos como tiroleses de salón, lanzando gorgoritos, agitando el sombrero sobre un fondo pintado de ventisqueros, o como aguerridos marinos, una pierna recta y la otra doblada, como es debido, sobre la primera, apoyados en un poste bien pulido. Con sus pedestales, sus balaustradas y sus mesitas ovales, recuerda el andamiaje de estos retratos el tiempo en que, a causa de lo mucho que duraba la exposición, había que dar a los modelos puntos de apoyo para que quedasen quietos. Si en los comienzos bastó con apoyos para la cabeza o para las rodillas, pronto vinieron otros accesorios, como ocurrió en cuadros famosos, y que por tanto debían ser artísticos. Primero fue la columna o la cortina. Ya en los años sesenta se levantaron hombres más capaces contra semejante desmán. En una publicación inglesa de entonces, especializada, se dice: «En los cuadros la columna tiene una apariencia de posibilidad, pero es absurdo el modo como se emplea en la fotografía, ya que normalmente está en esta sobre una alfombra. Y cualquiera quedará convencido de que las columnas de mármol o de piedra no se levantan sobre la base de una alfombra». Fue entonces cuando surgieron aquellos estudios con sus cortinones y sus palmeras, sus tapices y sus caballetes, a medio camino entre la ejecución y la representación, entre la cámara de tortura y el salón del trono, de los cuales aporta un testimonio conmovedor una foto temprana de Kafka. En una especie de paisaje de jardín invernal está en ella un muchacho de aproximadamente seis años de edad embutido en un traje infantil, diríamos que humillante, sobrecargado de pasamanerías. Colas de palmeras se alzan pasmadas en el fondo. Y como si se tratase de hacer aún más sofocantes, más bochornosos esos trópicos almohadonados, lleva el modelo en la mano izquierda un sombrero sobremanera grande, con ala ancha, tal el de los españoles. Desde luego que Kafka desaparecería en semejante escenificación, si sus ojos inconmensurablemente tristes no dominasen ese paisaje que de antemano les ha sido determinado. En su tristeza sin riberas es esta imagen un contraste respecto de las fotografías primeras, en la que los hombres todavía no miraban el mundo, como nuestro muchachito, de manera tan desarraigada, tan dejada de la mano de Dios. Había en torno a ellos un aura, un medium que daba seguridad y plenitud a la mirada que lo penetraba. Y de nuevo disponemos del equivalente técnico de todo esto; consiste en el continuum absoluto de la más clara luz hasta la sombra más oscura. También aquí se comprueba además la ley de la anunciación de nuevos logros en técnicas antiguas, puesto que la pintura de retrato de antaño había producido, antes de su decadencia, un esplendor singular de la media tinta. Claro que en dicho procedimiento se trataba de una técnica de reproducción que sólo más tarde se asociaría con la nueva técnica fotográfica. Igual que en los trabajos a media tinta, la luz lucha esforzadamente en un Hill por salir de lo oscuro. Orlik habla del «tratamiento coherente de la luz» que, motivado por lo mucho que dura la exposición, es el que «da su grandeza a esos primeros clichés». Y entre los contemporáneos del invento advertía ya Delaroche una impresión general «preciosa, jamás alcanzada anteriormente y que en nada perturba la quietud de los volúmenes». Pero ya hemos dicho bastante del condicionamiento técnico del fenómeno aurático. Son ciertas fotografías de grupo las que todavía mantienen de manera especialmente firme un alado sentido del conjunto, tal y como por breve plazo aparece en la placa antes de que se vaya a pique en la fotografía original. Se trata de esa aureola a veces delimitada tan hermosa como significativamente por la forma oval, ahora ya pasada de moda, en que se recortaba entonces la fotografía. Por eso se malentienden esos incunables de la fotografía, cuando se subraya en ellos la perfección artística o el gusto. Esas imágenes surgieron en un ámbito en el que al cliente le salía al paso en cada fotógrafo sobre todo un técnico de la escuela más nueva y al fotógrafo en cada cliente un miembro de una clase ascendente, dotada de un aura que anidaba incluso en los pliegues de la levita o de la lavalliére. Porque ese aura no es el mero producto de una cámara primitiva. Más bien ocurre que en ese período temprano el objeto y la técnica se corresponden tan nítidamente como nítidamente divergen en el siguiente tiempo de decadencia. Una óptica avanzada dispuso pronto de instrumentos que superaron lo oscuro y que perfilaron la imagen como en un espejo. Los fotógrafos sin embargo consideraron tras 1880 como cometido suyo el recrear la ilusión de ese aura por medio de todos los artificios del retoque y sobre todo por medio de las aguatintas. Un aura que des‐de el principio fue desalojada de la imagen, a la par que lo oscuro, por objetivos más luminosos, igual que la de‐generación de la burguesía imperialista la desalojó de la realidad. Y así es como se puso de moda, sobre todo en el «Jugendstil», un tono crepuscular interrumpido por reflejos artificiales; pero en perjuicio de la penumbra se perfilaba cada vez más claramente una postura cuya rigidez delataba la impotencia de aquella generación cara al progreso técnico. Y, sin embargo, lo que decide siempre sobre la foto‐grafía es la relación del fotógrafo para con su técnica. Camille Recht la ha caracterizado en una bonita imagen: «El violinista debe por de pronto producir el sonido, tiene que buscarlo, encontrarlo con la rapidez del rayo; el pianista pulsa una tecla: el sonido resulta. El instrumento está a disposición tanto del pintor como del fotógrafo. El dibujo y la coloración del pintor corresponden a la producción del sonido del violinista; como el pianista, el fotógrafo tiene delante una maquinaria sometida a leyes limitadoras que ni con mucho se imponen con la misma coacción al violinista. Ningún Paderewski cosechará jamás la fama, ejercerá nunca el hechizo casi fabuloso, que cosechó y ejerció un Paganini». Pero hay, para seguir en la misma imagen, un Busoni de la fotografía que es Atget. Ambos eran virtuosos a la par que precursores. A los dos les es común una capacidad incomparable, unida a la suma precisión, de abandonarse a la cosa. Incluso en sus rasgos se da el parentesco. Atget fue un actor que, asqueado de su oficio, lavó su máscara y se puso luego a desmaquillar también la realidad. Vivió en París, pobre e ignorado; malvendió sus fotografías a aficionados que apenas podían ser menos excéntricos que él, y hace poco ha muerto, dejando una obra de más de cuatro mil fotos. Berenice Abbot, de Nueva York, las ha recogido, y enseguida aparecerá una selección en un volumen que destaca por su belleza y que ha estado al cuidado de Camille Recht. Los publicistas contemporáneos «nada sabían de este hombre que iba y venía por los estudios con sus fotografías, que las malvendía por cuatro perras, a menudo no más que al precio de aquellas tarjetas que, hacia 1900, mostraban imágenes embellecidas dc ciudades sumergidas en una noche azul con una luna retocada. Alcanzó el polo de la suprema maestría; pero en la maestría enconada de un gran hombre que vivió siempre en la sombra, omitió plantar su bandera. Así no pocos creerán haber descubierto el polo que Atget pisó antes que ellos». De hecho, las fotos de París de Atget son precursoras de la fotografía surrealista, tropas de avanzada de la única columna realmente importante que el surrealismo pudo poner en movimiento. El fue el primero que desinfectó la atmósfera sofocante que había esparcido el convencionalismo de la fotografía de retrato en la época de la decadencia. Saneó esa atmósfera, la purificó incluso: introdujo la liberación del objeto del aura, mérito éste el más indudable de la escuela de fotógrafos más reciente. Si Bifur o Variété, revistas de vanguardia, no presentan, bajo el título de «Westminster», «Lille», «Amberes» o «Breslau», sino detalles, ya sea un trozo de una balaustrada, o la copa pelada de un árbol, cuyas ramas se entre‐cruzan en direcciones varias con las farolas de gas, o un muro de defensa, o un candelabro con un cinturón salva‐vidas que lleva el nombre de la ciudad, se trata siempre de matizaciones literarias de temas que ya había descubierto Atget. Este buscó lo desaparecido y apartado, y por eso se levantan dichas imágenes contra la resonancia exótica, esplendorosa, romántica de los nombres de las ciudades; aspiran el aura de la realidad como agua de un navío que se va a pique. ¿Pero qué es propiamente el aura? Una trama muy particular de espacio y tiempo: irrepetible aparición de una lejanía, por cerca que ésta pueda estar. Seguir con toda calma en el horizonte, en un mediodía de verano, la línea de una cordillera o una rama que arroja su sombra sobre quien la contempla hasta que el instante o la hora participan de su aparición, eso es aspirar el aura de esas montañas, de esa rama. Hacer las cosas más próximas a nosotros mismos, acercarlas más bien a las masas, es una inclinación actual tan apasionada como la de superar lo irrepetible en cualquier coyuntura por medio de su reproducción. Día a día cobra una vigencia más irrecusable la necesidad de adueñarse del objeto en la proximidad más cercana, en la imagen o más bien en la copia. Y resulta innegable que la copia, tal y como la disponen las revistas ilustradas y los noticiarios, se distingue de la imagen. La singularidad y la duración están tan estrechamente imbricadas en esta como la fugacidad y la posible Si algo caracteriza hoy las relaciones entre arte y fotografía, ese algo será la tensión sin dirimir que aparece entre ambos a causa de la fotografía de las obras artísticas. Muchos de los que como fotógrafos determinan el rostro actual de esta técnica, proceden de la pintura. Le dieron a ésta la espalda tras intentar poner sus medios expresivos en una correlación viva, inequívoca, con la vida presente. Cuanto más despierto era su sentido para la signatura del tiempo, tanto más problemático se les iba haciendo su punto de partida. Ya que una vez más, igual que hace ochenta años, la fotografía ha cogido el relevo de la pintura. Moholy‐Nagy dice: «La mayoría de las veces las posibilidades de lo nuevo quedan lentamente al descubierto por medio de formas antiguas, de antiguos instrumentos y sectores expresivos, que están en el fondo arruinados cuando lo nuevo aparece, pero que, bajo la presión de la novedad inminente, cobran una floración eufórica. Así por ejemplo, la pintura futurista (estática) proporcionó la problemática, sólidamente perfilada y que la destruiría más tarde, de la simultaneidad del movimiento, esto es la configuración del momento temporal; y además en un período en que el cine ya era conocido, pero ni mucho menos comprendido... Del mismo modo podemos considerar —con cautela— a algunos de los pintores que hoy trabajan con medios figurativo‐representativos (neoclasicistas y veristas) como precursores de una nueva configuración óptica, representativa, que muy pronto se servirá solo de medios técnico‐mecánicos.» Y en 1922 escribe Tristan Tzara: «Cuando todo lo que se llamaba arte quedó paralítico, encendió el fotógrafo su lámpara de mil bujías, y poco a poco el papel sensible absorbió la negrura de algunos objetos de uso. Había descubierto el alcance de un relámpago virgen y delicado, más importante que todas las constelaciones que se ofrecen al solaz de nuestros ojos.» Los fotógrafos que no han pasado por comodidad, por ponderaciones oportunistas, por casualidad, del arte pictórico a la fotografía, son los que forman hoy la vanguardia entre sus colegas, ya que de alguna manera están asegurados por la marcha de su evolución contra el mayor peligro de la fotografía actual, contra el impacto de las artes industrializadas. «La fotografía como arte», dice Sasha Stone, «es un terreno muy peligroso». La fotografía se hace creadora, si sale de los contextos en que la colocan un Sander, una Germaine Krull, un Blossfeldt, si se emancipa del interés fisionómico, político, científico. La visión global es asunto del objetivo; entra en escena el fotógrafo desalmado. «El espíritu, superando la mecánica, interpreta sus resultados exactos como metáforas de la vida.» Cuanto más honda se hace la crisis del actual orden social, cuanto más rígidamente se enfrentan cada uno de sus momentos entre sí en una contraposición muerta, tanto más se convierte lo creativo —variante según su más profunda esencia, cuyo padre es la contradicción y la imitación su madre— en un fetiche cuyos rasgos sólo deben su vida al cambio de iluminación de la moda. Lo creativo en la fotografía es su sumisión a la moda. Él mundo es hermoso —ésta es ʺprecisamente su divisa. En ella se desenmascara la actitud de una fotografía que es capaz de montar cualquier bote de conservas en el todo cósmico, pero que en cambio no puede captar ni uno de los contextos humanos en que aparece, y que por tanto hasta en los temas más gratuitos es más precursora de su venalidad que de su conocimiento. Y puesto que el verdadero rostro de esta creatividad fotográfica es el anuncio o la asociación, por eso mismo es el desenmascaramiento o la construcción su legítima contrapartida. La situación, dice Brecht, se hace «aún más compleja, porque una simple réplica de la realidad nos dice sobre la realidad menos que nunca. Una foto de las fábricas de Krupp apenas nos instruye sobre tales instituciones. La realidad propiamente dicha ha derivado a ser funcional. La cosificación de las relaciones humanas, por ejemplo la fábrica, no revela ya las últimas de entre ellas. Es por lo tanto un hecho que hay que construir algo, algo artificial, fabricado». Un mérito de los surrealistas reside en haber formado algunos precursores de dicha construcción fotográfica. El cine ruso designa una etapa ulterior en el careo entre fotografía creadora y fotografía constructiva. No es decir demasiado: los grandes logros de sus directores eran sólo posibles en un país en el que la fotografía no busca atractivo y sugestión, sino experimento y enseñanzas. En esta dirección, y sólo en ella, puede hoy sacarse todavía un sentido a la salutación imponente con la que el descomunal pintor de ideas Antoine Wiertz salió en el año 1855 al paso de la fotografía. «Hace algunos años nació una máquina, gloria de nuestra época, que día tras día constituye pasmo para nuestro pensamiento y terror para nuestros ojos. Antes de que haya pasado un siglo será esta máquina el pincel, la paleta, los colores, la destreza, la agilidad, la experiencia, la paciencia, la precisión, el tinte, el esmalte, el modelo, el cumplimiento, el extracto de la pintura... Que no se piense que la daguerrotipia mata al arte... Cuando la daguerrotipia, criatura colosal, crezca, cuando todo su arte y toda su fuerza se hayan desarrollado, entonces la cogerá súbitamente el genio por el cogote y gritará muy alto: ¡Ven aquí!, ¡me perteneces! Ahora trabajaremos juntos.» Sobrias en cambio, incluso pesimistas, son las palabras con las que dos años más tarde anuncia Baudelaire a sus lectores la nueva técnica en cl Salón de 1859. Igual que las que acabamos de citar, tampoco éstas pueden leerse sin un ligero desplazamiento de acentos. Pero en tanto que son la contrapartida de aquéllas, guardan todo su sentido como la más afilada defensa contra todas las usurpaciones de la fotografía artística. «En estos días deplorables se ha producido una nueva industria que ha contribuido no poco a confirmar la estupidez por su fe... en que el arte es y no puede ser más que la reproducción exacta de la naturaleza... Un dios vengativo ha dado escucha a los votos de esta multitud. Daguerre fue su Mesías... Si se permite que la fotografía supla al arte en algunas de sus funciones, pronto le habrá suplantado o corrompido por completo gracias a la alianza natural que encontrará en la estupidez dc la multitud. Es pues preciso que vuelva a su verdadero deber, que es el de servir como criada a las ciencias y a las artes.» Pero ninguno dc los dos —ni Wiertz, ni Baudelaire— comprendieron entonces las indicaciones implícitas en la autenticidad de la fotografía. No siempre se conseguirá eludirlas con un reportaje cuyos clichés no tienen otro efecto que el dc asociarse en el espectador a indicaciones lingüísticas. La cámara se empequeñece cada vez más, cada vez está más dispuesta a fijar imágenes fugaces y secretas cuyo shock suspende en quien las contempla el mecanismo de asociación. En este momento debe intervenir la leyenda, que incorpora a la fotografía en la literaturización de todas las relaciones de la vida, y sin la cual toda construcción fotográfica se queda en aproximaciones. No en balde se ha comparado ciertas fotos de Atget con las de un lugar del crimen. ¿Pero no es cada rincón de nuestras ciudades un lugar del crimen?; ¿no es un criminal cada transeúnte? ¿No debe el fotógrafo —descendiente del augur y del arúspice— descubrir la culpa en sus imágenes y señalar al culpable? «No el que ignore la escritura, sino el que ignore la fotografía», se ha dicho, «será el analfabeto del futuro». ¿Pero es que no es menos analfabeto un fotógrafo que no sabe leer sus propias imágenes? ¿No se convertirá la leyenda en uno de los componentes esenciales de las fotos? Son estas cuestiones en las que la distancia de noventa años que nos separan de la daguerrotipia se descarga de sus tensiones históricas. En la reverberación de estas chispas emergen las primeras fotografías, tan bellas, tan intangibles, desde la oscuridad de los días de nuestros abuelos. (1) Estos versos son de ELISABETH LASKE‐SCHULER, poetisa amiga personal de Benjamin (N. del T.). ¿Cuál es la idea de hablar de progreso a un mundo que se sume en la rigidez de la muerte? Toda época ha rechazado su propia modernidad; toda época, desde la primera en adelante, ha preferido la época anterior. Walter Benjamin